Fiesta de 15

domingo 02 de enero de 2022 | 6:00hs.
Fiesta de 15
Fiesta de 15

Taguató, el cacique, por intermedio de Don Colá, el encargado del ganado, me invitó a asistir a la fiesta de 15 de su hija mayor, Anahí, un domingo de primavera.

También estaban invitados los demás capataces, don Serafín, don Pedro el encargado del secadero, don Vázquez que era la mano derecha de don Serafín y don Bordenave que se ocupaba de supervisar la cosecha de la yerba virgen.

La toldería estaba en el borde del monte a una hora de cabalgata. Salimos a media mañana y no llevé ninguno de mis perros para evitar problemas.

La toldería consistía en casas de adobe con techos de paja. Había una más grande que las demás donde moraba Taguató el cacique y su familia. Todo muy pulcro y ordenado.

 En las afueras había pequeñas plantaciones de mandioca, maíz, calabaza y maní. Todos tenían gallinas y detrás de las casitas se veían pequeños chiqueros. En cada casa había plantas de mamón (papaya) y naranjas apepú, un citrus autóctono de la zona.

Calculo que en el poblado vivían unas ciento cincuenta personas. Muchos de ellos trabajaban como jornaleros en Palmas, en la cosecha o en la carpida (limpieza de la plantación que se hacía con azadones). Durante las cosechas todos tenían trabajo.

Estaban vestidos en forma simple, los hombres con vestimenta de trabajo y machete en la cintura y las mujeres casi todas con vestidos floreados y con largas y brillantes cabelleras negras como el azabache. Los niños traviesos correteando por todas partes.

Me llamó la atención, en general, el calamitoso estado de su dentadura. A un porcentaje muy grande les faltaban incisivos tanto a los jóvenes como los de más edad. Debe haberse debido a una falla en la alimentación.

Nos recibieron con todo respeto y nos presentaron a la quinceañera. Era de facciones muy bonitas, cabellos negros como el carbón brillante y como los demás en la tribu, de estatura más bien baja. Hablaba muy bien el castellano gracias a la escuelita de Palmas donde los chicos asistían todos los días. Venían montados de a dos o tres en cada caballo.

En una especie de placita habían preparado grandes parrillas, alrededor de las cuales colocaron mesas rústicas con banquitos. Cuando llegamos estaban poniendo las carnes a asar.

Enseguida nos convidaron con mate. Taguató estaba muy orgulloso de su hija y mostraba un porte señorial. Estaba vestido como los demás. Sus órdenes eran ejecutadas al instante por cuatro o cinco adolescentes que salían disparando para acatarlas.

Sobre las parrillas vi aparecer toda clase de carne. Por supuesto había carne vacuna, cerdo y pollo, pero también había anta (tapir) palomas, loros, cuises, ratas de monte, gallinetas de monte, perdices pardas de la zona grandes como gallinas y todo otro bicho que camina.

Para tomar nos ofrecieron jugo de apepú endulzado con Caá Heé (yerba dulce), botánicamente llamada Stevia Rebaudiana Bertoni, planta también autóctona. Masticar una sola hojita de esta planta es como masticar diez terrones de azúcar de una sola vez. Le habían añadido Cachaza brasileña, una bebida alcohólica hecha con la melaza de la caña de azúcar que es prácticamente alcohol puro que hacían del conjunto un brebaje peligroso.

El ganado en la zona era predominantemente cebú o cruza cebú. Esto es debido a la ura.

La ura es una mosca pequeña que deposita sus huevos sobre la piel del animal. Las larvas de estos huevos penetran el cuero y se alimenta del líquido linfático formándose un gusano del tamaño de un pulgar. Al madurar, el gusano abandona al animal cayendo a tierra donde se vuelve a transformar en mosca completando el círculo. Esto deja heridas que son aprovechadas por otras moscas que a su vez producen espantosas gusaneras a veces grandes como platos de sopa que pueden llegar a matar al animal si no se lo cura.

 Por alguna razón la mosca de la ura prefiere superficies de color oscuro para depositar sus huevos. Como el ganado cebú es de color blanco, prácticamente no sufre de este flagelo.

Hoy en día se previene todo esto con simples vacunas.

La carne del cebú es muy dura. Por lo tanto cuando llegó la hora del asado pedí que me sirvieran pollo. Lo comí con gusto acompañado de mandioca hervida y frita. De postre había “reviro” dulce. Esto es harina, grasa y miel amasada, colocada en una olla sobre un fuego y machacada con un palo de madera dura hasta formar unos deliciosos grumos crocantes.

Años más tarde, visitando Austria, me sirvieron algo muy parecido. Allí lo llaman “Kaisers Schmarn”(bocado de reyes). El reviro se prepara únicamente en la zona del Alto Paraná, no se lo conoce en el resto del Paraguay.

 Como la mayoría de los sacerdotes de las antiguas reducciones Jesuíticas eran de origen o Bávaro o austríaco se me ocurre que el plato lo trajeron ellos y sobrevivió en el tiempo.

Para no llegar a casa en la oscuridad, emprendimos el regreso a tiempo. En un momento dado, don Vázquez, se acercó y me preguntó si me había gustado la comida. Le dije la verdad, que me había gustado mucho. Me preguntó si sabía lo que había comido. Le contesté pollo, mandioca y reviro. Me dijo que lo de la mandioca y el reviro era correcto pero que las patas de pollo no habían sido pollo sino “urubú “. El urubú es un buitre carroñero muy visto en la zona de la zona.

Danny y Lucy

Era un casal de Bull Terriers que heredé de una pareja de ingleses de la Colonia Victoria, vecina a Eldorado, que volvieron a su patria.

Los dos hablaban Inglés así que siempre les hablé en ese idioma.

Los dos eran blancos sin ninguna mancha.

Danny, el macho alfa, era un ejemplar grande para su raza, muy inteligente y serio. Nunca se dignó a jugar. Sin embargo, tenía su sentido de humor.

Despiadado peleador con todo animal que se atrevía a entrar en los confines de la chacra. Los corría hasta el linde, si no los atrapaba, hasta ahí llegaba la persecución. ¡No sé cómo sabía cuáles eran los lindes!

Si los atrapaba antes, se prendía tenazmente del adversario sacudiéndolo continuamente. No había forma de hacerlo soltar. Para esos casos tenía una botellita de cloroformo preparada tanto en mi dormitorio como en el galpón. Corría hasta el lugar de la pelea y se lo aplicaba en la nariz con un algodón. No había otra forma de hacerlo soltar.

Lucy era más pequeña y menos corpulenta. Nunca tuve el mismo contacto con ella como con Danny. Era como esquiva y muy independiente, no pedía ni daba afecto.

Me avisaron que en un pantano a unos 6 kilómetros al norte habían visto huellas de jabalíes. Estos siempre se bañan en las horas de más calor y se revuelcan en el barro para protegerse de los insectos.

Se mueven en piaras visitando todos los años los mismos lugares para alimentarse. Recuerdo haber cazado jabalíes en un monte de palmitos en la zona de Puerto Esperanza (Misiones) donde llegaban todos los años para comer las frutas maduras y dulces de estas palmeritas.

Un domingo por la mañana decidí investigar y fui caminando, acompañado por Danny y Lucy. Efectivamente, llegado al lugar, vi rastros de jabalíes. Mientras estaba recorriendo el lugar oí un ruido que se acercaba, el ruido se hacía cada vez más fuerte, como una tormenta aproximándose. No había nubes ni dejo de tormenta. Me di cuenta que era una piara que se acercaba. Nunca pensé que podrían tanto ruido. Por las dudas me encaramé a un árbol al borde del pantano.

 Danny y Lucy habían desaparecido, no me di cuenta y no pude llamarlos a tiempo, seguramente habían olfateado la piara.

 Encaramado en el árbol un buen rato y con el ruido cada vez más cercano, irrumpió de golpe un jabalí, sacudiéndose desesperado de izquierda y derecha para deshacerse de Danny que estaba como montado sobre él mordiéndole la grupa. Otros jabalíes se acercaban para ayudar al infortunado y Lucy se movía como una flecha de un lado al otro para mantenerlos a distancia. Estaba claramente defendiendo su compañero.

Me habían contado que el jabalí odia al perro y que para atraerlos lo mejor es imitar su ladrido.

 Todo ocurría rápidamente entre los matorrales del pantano. Tenía mi carabina y tiré varios tiros. Al oírlos los jabalíes se dispersaron en tropel, como una estampida. Calculo que eran más de trescientos.

Esperé largo rato. Cuando todo se calmó, bajé del árbol y regresé a casa. Estaba convencido que no volvería a ver a mis perros.

A las pocas horas apareció Lucy, jadeando y moviendo la cola como si nada había pasado.

Estaba exhausta y se echó a dormir. No tenía rasguño.

Hacía rato que había oscurecido cuando escuché unos gemidos en el portoncito de entrada al jardín.

Era Danny, en un estado deplorable, ensangrentado, con tajos en el hocico, la cabeza y varias otras partes del cuerpo. Además tenía un corte en el abdomen donde le salían los intestinos.

Creo que pudo llegar con sus últimas fuerzas. Lo cargué, lo acosté y lo lavé todo con agua tibia hervida. No pensé que iba a sobrevivir. Estaba despierto y me miraba confiado.

Se dejó coser las heridas con una aguja común de coser e hilo; sin anestesia. En ningún momento lloró, no oí ningún gemido. Afortunadamente había traído algunas ampollas de cloromicetina, para mí, por las dudas. Se las fui aplicando y en poco tiempo estaba corriendo como si no hubiera pasado absolutamente nada.

Mientras estuvo en Palmas su reinado eran los límites del jardín. Cuando salía no había perro del vecindario que se le acercara. Él tampoco los molestó. Era como si no existieran. ¡Tenía su dignidad!

El relato corresponde a vivencias del autor en la década del 50. Son parte del libro Recuerdos de Misiones, inédito. Klomp tenía propiedades en Eldorado. Falleció en 2019 en Buenos Aires.

Gerardo Klomp

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