Horacio Quiroga

domingo 02 de enero de 2022 | 6:00hs.
Horacio Quiroga
Horacio Quiroga

En el amplio Paraná no es fácil medir a ojo las distancias por la irregularidad de los puntos de referencia, pero reconozco a las personas y las cosas apenas aparecen en el horizonte.

Todavía temprano, veo un punto que viene aguas abajo, y reconozco a Horacio Quiroga en su cáscara de nuez. Le gustan los boscosos cerros del Teyucuaré y los de la costa paraguaya. Estos cerros, acantilados sobre el río, guardan en sus quebradas una flora tropical entre la que crecen plantas de Matto Grosso; y arriba, en sus cimas, corre un aire fresco que compensa los 40 grados soportados en la costa.

Él también me ve, y se dirige en línea recta al punto en que me encuentro. Está vestido como yo: sólo lleva pantalones cortos y un sombrerito de género. Su torso tostado brilla. La pequeña canoa de su construcción embiste la playa; él deja los remos y yo amarro.

 -Aquella vainilla que llevé el otro día, se me secó -me dice-. Es la única orquídea que no quiere vivir en mi casa...

-Es la especialidad de la mía -respondo bromeando.

Me contesta con una sonrisa socarrona. Trae su machete de monte, y adivino a qué viene.

-Voy a llevarme otra –me dice.

Al llegar sobre la barranca, oímos la invitación de Kalevala:

-Aquí hay mate.

Quiroga vacila un segundo; es poco afecto al amargo. Pero la rubia viene hacia nosotros, con paso elástico y sonrisa abierta.

-Seguro que anda en busca de yuyos — le dice a mi amigo a tiempo que le da el mate-. Tome, aunque sólo sea tres o cuatro; así no tendrá sed después en el monte.

-Sí, gracias; pero con uno me basta -se defiende Quiroga.

Yo también tomo uno solo. Y en seguida emprendemos la subida por el camino del cerro.

Cuando estamos a media altura, Kalevala nos grita:

-¡Cuidado con la noche!

Quiroga se sonríe entre sus barbas, se vuelve, y se detiene un momento. Kalevala, mirada desde arriba, es un punto reluciente.

Luego de andar un poco más, llegamos al lugar abierto, limpio y marcado, donde construiré mi casa de la cima. Mi compañero observa las marcas, calcula distancias y echa una amplia mirada a nuestro alrededor.

-Su casa debe estar en el borde –protesta al notar que algunos árboles impiden ver desde allí el maravilloso espectáculo del “río monstruo”, como él le llama, que pasa al pie del cerro y va a perderse en el quebrado horizonte.

-Se la llevaría el viento al primer huracán -me justifico.

-No importa; debe estar en el borde.

Reanudamos la marcha y nos metemos en lo más espeso de los matorrales. Yo conozco toda la región como mis manos; más aún estos montes que rodean mi casa, y quiero guiarlo. Pero no lo consigo; él va por donde le gusta, y a cada momento nos perdemos enredados entre una maraña que al fin rompemos a fuerza de mucho brazo y machete.

Así, nos alejamos mucho. Hasta que encontramos la vainilla. Mi compañero hace un rollo con el largo tallo de la orquídea y se lo coloca en la cintura.

Entonces pensamos en la vuelta. Él quiere bajar por cualquier parte. Nos acercamos al borde; está cortado a pico; nos hallamos sobre un inmenso balcón. No queremos suicidarnos y buscamos otro lugar. Más allá hay una garganta.

-Por allí -dice Quiroga.

-Una vez quise bajar por esa garganta -contesto-, pero a media altura hay un lugar desde el que no se puede volver a subir, y si no es posible seguir bajando...

-Ya veremos. Y comienza el descenso.

Habríamos bajado unos cincuenta metros, cuando llegamos a un punto desde el que debíamos saltar hasta una plataforma. Saltamos. En seguida observamos sus bordes: cortados a pico en una piedra cubierta de helechos. Imposible seguir bajando. Con miedo miro hacia arriba. Hemos saltado desde unos tres metros. Ni colocándonos el uno sobre los hombros del otro alcanzaríamos esa altura. No llevamos cuerda; nuestros cinturones no sirven para nada; nuestros machetes tampoco. ¡Y qué calor hace en esa plataforma! ¿Gritar? Nadie nos oiría. Y si nos oyera algún mestizo, ¡se alegraría de vernos allí!, y seguiría su camino. Quiroga mira también hacia arriba. Los dos estamos empapados, resbalosos y brillantes de sudor; no se mueve una sola hojita de helecho, y el sol cae perpendicular atravesando todo....

A fuerza de estudiar el lugar, con nuestros sentidos aguzados al máximo por el instinto de conservación, comenzamos a reparar en detalles que antes no veíamos. Entre las diversas plantas que crecen en las grietas, un huapoi abre sus ramas llenas de pequeños higos silvestres, a cierta altura y a un costado.

El huapoi echa raíces muy fuertes y largas, que suelen recorrer grandes distancias en busca de suelo propicio. Seguimos con la vista las bifurcaciones de aquéllas, y descubrimos que una pasa a poco más de un metro de nosotros, escondida en una hendedura vertical de la piedra.

Agarrados dificultosamente a esa raíz, nos sería imposible subir, pero no bajar. Así que resolvemos intentarlo; no hemos de quedarnos allí toda la vida. Estudiamos su recorrido hacia abajo: se esconde en una entrada bajo nuestros pies; ¿cómo será allí? Con el machete, Quiroga consigue separarla un poco del muro para poder asirse mejor, y ... sin calcular más se cuelga de la liana y comienza a descender rápidamente. Sus brazos son demasiado fuertes para su peso: 54 kilos; yo también soy liviano: 57 kilos; no ha de cortarse la liana si no nos colgamos los dos al mismo tiempo. 

En eso, Quiroga desaparece de mi vista.

-¿Qué hay ahí? —le grito.

-Estoy colgado, espere.

No temo que la liana se corte, ni que se le aflojen los brazos a mi amigo, sino que al fin no encuentre dónde hacer pie. Eso podría significar la muerte.

-¡Baje! –me grita de pronto.

 Yo empiezo a descender.

En eso noto que la liana cede un poco, y veo que allá arriba, junto al huapoi, una piedra se mueve. Y yo estoy suspendido ante una especie de gruta donde Quiroga me espera, sentado, descansando, junto al extremo de la raíz.

-¡Tire de la liana, Quiroga; viene una piedra! -le grito.

Instantáneamente, como si lo hubiera previsto, mi amigo agarra la liana y tira hacia sí con todas sus fuerzas. En ese momento siento el aire y el zumbido de la piedra que pasa rozándome la espalda.

Cuando me siento a su lado, le pregunto:

-¿Y si no hubiéramos encontrado el huapoi?...

-Habría sucedido alguna otra cosa -me contesta tranquilamente.

Desde allí, hacia abajo, el terreno ya me es conocido. Sin embargo, no puedo evitar que en los pasajes difíciles las piedras y las ramas nos raspen las costillas.

-¿Y la orquídea?

-Cierto, ¿dónde habrá quedado?

Salimos del monte y nos dirigimos al Paraná. Embarcámonos en nuestras respectivas canoas y nos ponemos a remar aguas arriba, remanseando, junto a la costa. Cruzamos. Y mil metros más arriba llegamos a la “corredera de Bade”, famosa en la región por la velocidad con que corre allí el agua y por la hazaña que significa salvar ese rápido a fuerza de remo. Y ahora el río está crecido. Yo hago punta, no embico bien, y la corriente, tomándome de flanco, hace girar mi canoa. A la de Quiroga le ocurre lo mismo.

Cuando volvemos al remanso para realizar otra tentativa, esta vez con más impulso y mejor técnica, le digo:

-Aquella mujer a quien en su cuento “En la noche” usted hace remar en esta “corredera” durante veinte minutos, es una mujer…

-Sí, pero... tenía que pasar.

Esta vez entro bien y comienzo a remontar lentamente la vertiginosa corriente, hasta que toco una piedra con el remo, desvío la canoa y soy arrastrado de nuevo. Mi compañero rema y rema, y salva el rápido. Y al fin yo también puedo pasarlo.

Nos dejamos ir a la deriva por un remanso mientras nos reponemos de ese paso que no todos pueden salvar. Y pienso que una mujer, sólo en un cuento sería capaz de realizar la hazaña. Tal vez Quiroga piense lo mismo.

Cuando llegamos al puerto de San Ignacio, amarra su canoa y se despide:

 - Mañana volveré por la orquídea.

Yo remo un poco río adentro, cruzo los remos, y en veinte minutos la corriente me pone frente a mi casa.

Le cuento la aventura a Kalevala, y ella me dice:

-¡Hmm! Hay que tener cuidado; ese escritor es peligroso.

El relato es parte del libro Aguas Turbias. Dras publicó Alto Paraná y Apuntes del Alto Paraná (1939); Tras la loca fortuna (1940). Germán Laferrere, su nombre verdadero, residió en la zona San Ignacio varios años

Germán Dras

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