Soldados de Jesús en soledad

domingo 26 de diciembre de 2021 | 6:00hs.

Parecía inmune a las altas temperaturas, con sus borceguíes negros, camisa y pantalones verdes, rara vez se lo observaba sofocado. Su uniforme de fajina se mimetizaba entre las malezas y su posición era apenas delatada por el color naranja de su desmalezadora, que llevaba al hombro como un fusil.

Esa tarde la ausencia de los clientes fijos, que migraron a celebrar a otras ciudades, lo obligó a cruzar el pueblo. A su paso los perros lo anunciaban con ensordecedores ladridos, la suerte le era esquiva. Al enésimo intento, intuyó ver al cliente oportuno. Aplaudió tres veces y sus manos callosas retumbaron en la cuadra. La cortina de la casa se onduló apenas, anunciando una presencia en su interior, arremetió de nuevo con los aplausos, desde la ventana una señora le señaló que esperara, suspiró quitándose la mufa y se paró firme cómo quién se apresta a recibir una orden.

—Buenas tardes —dijo Mercedes, sonriendo —.

—Buenas tardes, señora— contestó Juan con voz enérgica —.

—¿Cuánto cobra por el corte de pasto? ¿Le puedo pedir una tarea extra?

—Sí, lo que usted ordene. Por quinientos pesos: corto, rastrillo, barro, y junto.

—¿Podría mover unos escombros y apilar unas tablas? Usted me dirá cuánto puede cobrarme.

—Si señora, en cuanto al precio, lo que usted quiera darme será suficiente.

—Bueno, pase que le voy a abrir el portón, así ya puede comenzar.

Juan asintió y esperó a que la señora le abriera. Se sacó la gorra, se peinó con el revés del antebrazo e hizo un ademán con la cabeza, presentándose y a la vez agradeciendo. Tiró una vez de la piola de arranque y su compañera encendió ronroneando. Terminó de cortar y rastrillar sin detenerse y comenzó a juntar los escombros. Mercedes, lo miraba desde el fondo, pensando en cuál habría sido el derrotero de ese hombre para tener que rebuscárselas a esa edad. Juan le parecía una estatua de hueso y cuero, arropada de verde, con décadas a la intemperie, azotado constantemente por las inclementes borrascas del sur del Atlántico.

—Disculpe, ¿quiere un poco de agua fresca? Acá le dejo una jarra.

—Muchas gracias, señora.

Intentó conversar, pero Juan con pocas palabras guardo distancia. Sintió el rechinar del portón y entró presurosa a la casa, abandonando sus cavilaciones. Raúl volvía del trabajo en la mutual de retirados y pensionados, y como siempre, dejaba su portafolios en una mesa de apoyo, sobre ella colgaba la corbata y el saco en un perchero de pared, Mercedes le alcanzaba ropa cómoda, se duchaba y salía al patio a tomar unos mates.

Faltaba poco para que Juan terminara su trabajo, solamente le quedaba deshacerse de los montículos de pasto.

Raúl y Mercedes salieron al quincho, se sentaron uno a cada lado de la mesa, él miraba hacia el frente de la casa y ella de espaldas al patio. No habían pasado ni veinte segundos, cuando Raúl la miró con sorpresa y le dijo:

—¿Quién es el señor que te cortó el pasto?

—No sé Raúl, es la primera vez que lo veo. ¿¡Viste que hermoso está quedando el patio!?

—Sí, ya veo. Pero… — expresó como si buscara un recuerdo forzando a la memoria —

—¿Pero qué Raúl? Me estás asustando.

—Nada… Ese uniforme se me hace conocido. ¿No le habrás dado la ropa qué tengo guardada con mis cachivaches?

—No amor, para nada voy a tocar tus cosas sin avisarte. Alguien que estuvo en alguna de las fuerzas armadas se lo habrá regalado. ¡Qué sé yo!

—No sé, ese uniforme se dejó de usar hace treinta años. Es raro que lo tenga.

Se levantó muy despacio y camino hasta el frente. Su vida entera la dedicó al servicio de la patria y el uniforme era para él una institución en sí misma. Lo dejó de vestir hace décadas, sin embargo, el honor y el orgullo de haberlo portado estaban intactos, cómo si tuviera apenas veintidós años y recién lo estrenara para jurar a la bandera.

Juan escuchó carraspear detrás de él y apresuró su andar.

—Disculpe, ¿puede llevar ese pasto al baldío de la otra cuadra?

—Cómo usted ordene —Contestó Juan sin mirar—

A Raúl se le erizó la piel al escuchar esa voz, sus extremidades se entumecieron, un vaho gélido empañó sus lentes, los limpió y por unos segundos vio el resplandor de bayonetas y balas trazadoras rozándole la cabeza, por unos instantes regreso a Monte Longdon. Apenas volvió en sí, se paró firme esperando a Juan, ya no se sentía encorvado, tomó la apariencia de un joven soldado en apresto esperando revista.

—¿Acosta, es usted?

Juan se quedó helado, no podía distinguir hasta que punto lo atormentaban sus fantasmas, pero se animó a responder:

—¡Sí, mi sargento!

Se fundieron en un abrazo redentor, y el que nunca lloró enjuagó sus ojos con lágrimas y el que nunca rio esbozó la sonrisa más franca.

Mercedes, apenas los observó, supo de qué se trataba, ella sufrió a la par el estrés postraumático. Por esos años, estuvo a punto de embarcarse como instrumentista en el rompehielos Almirante Irízar, no obstante se quedó en el camino, precisamente por cuestiones de salud.

Los familiares ocupaban todos los rincones de la casa, para Raúl la felicidad era plena. A Dios gracias, la mesa estaba servida:

—¡A comer! — llamó Mercedes sonriente, frotándose las manos —

Entre las conversaciones entrecruzadas hubo un silencio en el que se escuchó a Pablo, el nieto de Raúl, decirle entre risas a su primo: —¡Es el cortador de pasto! ¡Viste como son las ocurrencias del abuelo!

Restaban unos minutos para las doce. Raúl tomó una copa, le dio varios golpecitos con el tenedor y dijo:

La noche en la que conocí a este hombre, llovía y el viento nos sacudía con toda su furia. Me arrastraba con mis últimas fuerzas, cuesta arriba en la zona más escarpada del monte. Tenía la tibia y el peroné destrozados por un proyectil, calibre 7,62 milímetros. A duras penas avancé unos metros. No alcazaba a ver más que destellos, cerré los ojos pidiéndole a Dios que le dé paz a mi alma. Creí que ya no volvería a sentir el calor del hogar, que ya no vería jamás a mis padres. Me despedía de Mercedes, recordándola con todo el amor y la ternura que supo regalarme. Imaginé acariciar su panza, sentir las pataditas. Era el final, la angustia y el miedo a no volver, me habían vencido… Pero Juan apareció en el medio de la nada y me dijo: —¡De acá salimos juntos, mi sargento!— Me alzó en ancas, con una fortaleza indescriptible. Lloré de esperanza en sus hombros, sentí que Dios no me tenía en sus planes, que mi nombre no estaría en la lista de los caídos…

Raúl hablaba con vos quebrada y lágrimas inundándole los ojos. Todos en la mesa lo escuchaban con un silencio ensordecedor. Se llevó la mano al corazón y continúo:

… Querida familia, esta noche esperada y solemne, se celebra el advenimiento de nuestro Señor Jesús, salvador del mundo y de los hombres. Es un honor enorme poder compartir esta cena con Juan, si no fuera por él, no los tendría a ustedes, que son mi vida, mi mundo. Durante años le agradecí en mis oraciones a Jesús por iluminar mi camino esa noche, por enviar a Juan en mí rescatarme. En unos meses se cumplirán cuarenta años desde esa herida. Hoy solo quiero brindar por todos los hombres a veces olvidados como Juan, que dieron la vida por su gente, por su pueblo, como solo Jesús supo hacerlo. No existe gesto más sublime que entregarse en cuerpo y alma por amor. ¡Feliz Navidad! Entre sollozos y risas todos se levantaron abrazando a los excombatientes, ya eran las doce y alguien en la familia, grito también: ¡Viva la patria!

Carlos Ariel Kusiak

Tercera mención especial del IX del Concurso Nacional de Cuentos navideños de la Fiesta Nacional de la Navidad del Litoral. El autor es de Jardín América

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