El merodeador

domingo 26 de diciembre de 2021 | 6:00hs.
El merodeador
El merodeador

La Navidad en Misiones tiene el contradictorio ensamblaje de una estación a destiempo. Las calles se adornan con abalorios que simulan abetos y ornatos foráneos de latitudes invernales, que chocan de lleno con nuestro verano a pleno. Se recrea un escenario exótico, donde personajes con abrigos excesivos descompaginan con el calor que sofoca hasta a las gallinas.

Alberto camina lento, como quien no decide el rumbo. Observa tras las vidrieras de los negocios a duendes con gabanes, renos peludos y Papás Noel panzones, todos preparados como para esquiar en el Polo Norte. Transpira de sólo verlos. También por la caminata. Y más que nada por el serio propósito que se tiene fijado.

Alberto carga una botella. Se gastó en ella sus últimos cien pesos. Será su instrumento. La lleva enfundada con recelo bajo su remera gastada, como si ocultara una pistola de grueso calibre. La analogía no es caprichosa. Se han abierto tantas cabezas a botellazos como corazones brindando. Ha pergeñado un plan en la soledad de su cuarto, en largas noches de insomnio. Hace una hora que merodea las calles de Alem para juntar coraje. Será su primera vez.

—No puedo dejar pasar esta noche—, intenta convencerse.

El microcentro de Leandro N Alem, a contrapelo del tópico urbanístico romano de modelo etrusco, no se expande en torno a arterias que se cruzan en ángulo recto. El desarrollo comercial está condensado en la linealidad de su avenida principal. Ésta concluye en una rotonda, rematada por una pequeña fuente de la que brotan caballos empapados en direcciones opuestas, como si ninguno tuviera la menor idea de hacia dónde ir. Allí se levanta, por estas fechas, un árbol de Navidad de proporciones salomónicas.

La Avenida Belgrano es la arteria neurálgica. Ordinariamente tendría una circulación incesante. Hoy, Nochebuena, está desierta. Salvo por Alberto, que deambula con paso corto, una botella semi oculta entre las ropas y unos bolsillos tan vacíos como su corazón. El vacío pesa en un hombre. Y él pretende, esta noche, llenar uno de ellos. Si sale mal, la cárcel no puede ser peor que seguir así, piensa, mientras toma una calle marginal que lo desvía hacia el barrio.

Alberto es de naturaleza escrupulosa. Nadie pensaría que está dispuesto a cometer una barbaridad. Término que puede ser inadecuado pero su madre, si supiera lo que está a punto de hacer, exclamaría exactamente eso:

— ¡Qué barbaridad!

A diferencia de las calles, algunos patios están abarrotados. Alberto observa el humo de los asados y la vocinglera familiar que condensan la atmósfera navideña. Siente recelo. Ricos, le parecen en su celebración, y él tan pobre de todo. Aunque no por mucho, espera.

Las luces intermitentes de las patrullas lo ponen nervioso. Los policías lo miran con suspicacia al pasar a su lado. En Nochebuena el patrullaje se incrementa. La bebida corre más de lo habitual y genera algunos disturbios. Pero sobre todo lo hacen por los merodeadores. Los hay de varios tipos. Los más comunes son los que tantean los patios para manotear alguna herramienta, los que comercian con merca en las calles oscuras, los alienados y los que por algún motivo, casi siempre non sancto, rondan a hurtadillas. Todos tienen en común el estar al acecho.

A diferencia de los merodeadores corrientes, Alberto no camina al boleo, sabe bien a dónde va y lo que busca. Tampoco espera que la casa a la que se dirige esté deshabitada, sino todo lo contrario. Es más, si puede, va a entrar.

Para no alarmar al vecindario, los merodeadores prefieren blandir armas blancas o algún objeto contundente antes que armas de fuego. Alberto porta una botella. Es su adminículo, su instrumento. Piensa en si será suficiente. Sabe que la mujer de la casa es menuda, por lo que deduce que sí. Sabe que vive sola y ronda su edad. Lo sabe porque su propia casa está a dos calles y la ha observado, de lejos y no tanto. Averiguó, también, que se llama Marta.

Ya perdió la cuenta de las vueltas que dio a la manzana de la Casa 7, su destino. La botella de vidrio que se le dibuja bajo la remera gastada parece palpitar ahora. Dispuesto a terminar con su merodeo inconducente, decide arriesgar el todo por el todo y poner en marcha su plan. A esta altura, la posibilidad de terminar en cana le parece lo menos grave del asunto.

— ¿Y si se pone a gritar y me pega?—, se pregunta con preocupación.

La pesada botella cuelga de su mano como un mangual extravagante. No es que pese tanto, es que sus fuerzas lo abandonaron de repente. La afirma, entonces, hasta que se le enrojecen los dedos. Extiende la mano libre. Golpea a la puerta conteniendo la respiración. Toc, toc, toc. La ansiedad le comprime el pecho. Quiere correr, pero es tarde para eso. Tose.

Esconde la botella tras de sí. Más que nunca la siente latir en su mano, como un órgano con vida propia. Transpira. Espera. Nada. La noche arriba parece oscurecerse más, como si guardara un secreto. (Es un símbolo.) De las cortinas, dentro, se trasluce el brillo titilante de un árbol navideño.

Está a punto de desistir y volverse por donde vino cuando, al fin, oye pasos que crecen desde el interior de la casa. Son chinelas. Reverberan como chicotazos. Luego siente el roce metálico de la llave al girar en la cerradura. El clic del pestillo restalla al descorrerse y la puerta se abre. La mujer asoma detrás.

— ¿Bueno?—, pregunta Marta. Su gesto es más de curiosidad que de alarma. En su blusa de entrecasa podría entrar la noche entera. Se percata de ello y se cubre con un ademán desprovisto de vergüenza. Sonríe al joven, pálido como un queso frente a ella. — ¿Sí?-, insiste.

Alberto había repasado tantas veces esta hipotética situación en la soledad de su cuarto que, ahora, le parece irreal. Se estremece. Pero reacciona.

— ¿Estás sóla?— se anima a preguntar. La voz se le aflauta. La mano que tiene detrás está tan tensa que teme romper el cuello de la botella.

— ¿Sos de la policía, vos? Me parece que me andabas vigilando la casa, te vi pasar como diez veces—, lo interpela dicharachera.

Alberto adivina que la mujer no pretende gritar ni se atemoriza. Parece, incluso, todo lo contrario. Entonces, envalentonado y con una ilusión que le ensancha la cara, se abalanza de lleno:

—Marta, la Nochebuena no es para pasarla así, en soledad. Mirá —dice y le muestra la botella—, traje una sidra.

Germán Wilcoms

El autor es de Leandro N Alem. El cuento obtuvo la primera mención especial del concurso nacional de cuentos navideños de la Fiesta Nacional de la Navidad del Litoral.

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