El comisario Pepe Castro

lunes 20 de diciembre de 2021 | 6:00hs.

El verano estaba a pleno en Apóstoles, enero con el cielo límpido y un sol abrazador invitaban a buscar sombra o agua para refrescarse.  Salimos con Cacho Galarza, “boleando cachilos” al mejor estilo entrerriano y enfilamos para el San Martín al fondo, donde había más campo que casas.

El cántaro de la laguna Pataco nos invitaba a la excursión, a pesar de que no llevamos malla para el chapuzón. Pese al calor sofocante no había gente; nos quitamos las chombas, los pantalones cortos y lo ‘spores’, que quedaron a resguardo a un costado de la mini pileta que la gente a pala limpia construyó.

El día anterior cayó un aguacero de verano, el agua estaba roja como la tierra, pero especial para refrescarse.

Yo tenía un reloj que me compré con mi trabajo, era mediano, con malla marrón. Tanto me gustaba, que no me sacaba ni para dormir.  Esa tarde lo dejé enganchado en una línea de alambre de púa, que imagino serviría de divisoria a dos chacras.

Estuvimos un rato disfrutando del agua fresca sin que apareciera nadie, a excepción de Miguel, un chico de nuestra edad que compartió una breve charla con nosotros. Como estábamos en cuero, no salimos de la laguna durante la estadía del caminante.

Transcurrido un rato, decidimos regresar contentos de apaciguar el calor en la laguna. Nos terminamos de vestir y advierto que mi reloj no estaba en el sitio en que lo había dejado, pensé que se pudo desprender de la malla y caer al suelo, pero nada de eso ocurrió.

Buscamos en las inmediaciones con Cacho y empezamos con las conjeturas.

–¡Miguel me robó!

-¿Te parece?

-Fue el único que pasó y estuvo parado donde yo lo había colocado.

Me invadió la angustia de la pérdida de algo que yo tanto apreciaba, y el chico autor de la sustracción nunca lo iba a admitir. Yo sabía dónde vivía y le dije a mi compañero de ruta:

–Vamos hasta la casa.

Al llegar nos atendió la madre, preguntamos por él.

–No está -fue la respuesta.

Sin filtro le respondo:

–Miguel me robó mi reloj.

–¡Mi hijo no es ningún ladrón, rajen de acá, gurisada de mierda!

El retorno se hizo pesado de la bronca que tenía casi no le hablé a mi amigo. Yo sabía que mi vieja no me iba a putear por el incidente porque lo compré con mi plata; buscando algo de sosiego le comenté lo sucedido, pensó un instante y me sacó la red:

-¿Por qué no cuidás tus cosas?

Me quedé callado por la impotencia y me recosté para ordenar mis ideas.

Sin consultar con mi madre, salí a la calle y le llamé a Cacho, que vivía frente a casa, y le digo:

–Cacho, acompáñame a la policía a hacer la denuncia.

-¿Vos crees que nos van a dar bola, si tenemos 12 años?

–Yo me voy igual -y el resolvió acompañarme.

Llegamos a la comisaría y nos atendió un sargento, de los de antes, barrigón con el cinto debajo de la panza.

-¿Qué quieren, gurisada?

–Yo quiero hablar con el comisario.

-¿Para qué?

Le expliqué mientras Cacho asentía y el sargento se fue a conversar con el comisario. Nos hace pasar, nos recibe el oficial Pepe Castro, que estaba a cargo de la comisaría, no sé si en esa época no había comisarios o los oficiales podían ser jefes de las comisarías. Castro era chueco, corpulento, pero parecía buena gente. Escuchó mi denuncia verbal, me hizo algunas preguntas y salió al pasillo para hablar con el sargento.

–Méndez, vaya hasta la casa de la señora y dígale que venga a la comisaría con su hijo Miguel.

-¿Cuándo?

–Ya mismo.

A nosotros nos hizo esperar en la antesala, en esos bancos largos de madera que existían en todas las oficinas públicas. En el lugar, además del oficial Castro y nosotros, no había nadie más, la espera se hizo tensa y con bastante nerviosismo. El procedimiento era verbal y actuado como era de estilo, creo, además que siendo menores de edad, qué denuncia nos podían recibir. A la hora llegó el sargento, transpirado, con la señora y Miguel, que nos cruzó una mirada amenazante, y fueron derecho a la oficina del jefe. Nos habían pasado 15 minutos cuando el sargento me dice:

–El jefe dice que entrés, pero vos solo.

 Ingreso y le miró a Miguel:

–¡Vos me robaste mi reloj!

–¡Dejá de mentir, si ustedes se estaban bañando en pelotas, andá saber quién llevó o dónde perdiste!

Quiso interceder la madre y Pepe Castro la paró en seco. Yo seguía con mi discurso y el otro chico con la negativa en estado de nerviosismo.

Me hace salir nuevamente del despacho y me dice “esperá allí afuera”.

No sé de qué tenor, pero el policía siguió hablando con la señora y su hijo. En un lapso se retiraron los dos, Miguel nos miró con un gesto de agresividad, pero en silencio.  El oficial, con tacto, esperó un rato, supongo para que no nos cruzáramos afuera del local policial, y viene donde estábamos.

–Vení mañana a las 11.

-¿Encontró mi reloj?

-Vení mañana a las 11.

Tenía esperanzas, jugaba con la verdad y Pepe Castro me inspiró confianza.

Mi vieja me preguntó qué hice y le contesté que fui a la Policía.  Me costó dormirme, soñaba con mi reloj, estaba seguro que Miguel lo llevó; a pesar de ser un niño, el oficial me escucho con atención y esperaba que obrase en consecuencia.

A la mañana siguiente mi vecino me pregunta si quería que me acompañe, le dije que no era necesario y que a mi regreso le iba a contar lo que pasó.  Llegué a la comisaria, el sargento Méndez no estaba, había otro funcionario, me interroga sobre mi presencia y contesto que me citó el comisario Castro. Se abre una puerta y me recibe el oficial un tanto parco, me preocupé nuevamente.

-Sentate.

Abre un cajón de su escritorio y extrae un reloj mediano con malla marrón.

–¡Mi reloj! -exclamo con alegría.

Se levanta de la silla y antes que me entregue, digo:

–Muchas gracias, señor comisario.

Me palmea la espalda y como mi vieja agrega:

–Cuidá tus cosas.

Por Ramón Claudio Chávez
Ex juez federal

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