La chica misteriosa

domingo 19 de diciembre de 2021 | 6:00hs.
La chica misteriosa
La chica misteriosa

Anochecía de aquel domingo de julio de 1966, venía yo del cine teatro Español que quedaba en el centro de la ciudad, no eran más de las diez de la noche y el frío calaba los huesos, era aterrador, las calles desiertas, y los focos de las esquinas, amarillentas, alumbraban apenas. Decidí entrar en el bar “Santo Tomé”, cuyo dueño era el “Manco” Aranda, ubicado en la esquina de Roque Pérez y Colón. “No estaría mal un sándwich y una buena cerveza” pensé. El bar “Santo Tomé” era uno de esos bodegones característicos del barrio, siempre había alguien en el bar, bohemios, taxistas, jugadores de billar y mujeres solas buscando alguna compañía.

-Hola “Manco”, ¿Cómo estás?

-Bien, siempre al pie del cañón, me contestó el dueño del bar a la vez que secaba un vaso con una rejilla

Luego de intercambiar algunas palabras, pedí el ansiado sándwich y una cerveza, al girar mi vista hacia una de las ventanas, la vi. Era una chica joven, mujer de una belleza increíble, tenía la mirada puesta en cualquier lugar. Sin querer y en un momento nos cruzamos la vista, sonreí, ella correspondió, y tuve la sensación que me invitaba a su mesa. Sin dudarlo, fui hacia ella.

–¿Puedo sentarme? –pregunté.

–Si, claro –dijo.

Corrí la silla y me senté. Ella, con sus manos vacías sobre la mesa, movía los dedos nerviosamente y cada vez miraba sin cesar hacia la puerta de entrada del bar, como si estuviera esperando a alguien. A veces levantaba la mirada por la ventana, y contemplaba la calle, oscura, por cierto. En el bar se escuchaba cierta algarabía de los jugadores de billar. La belleza de la chica sobresalía en ese bodegón que no pasaba desapercibido por los presentes. De fondo se escuchaba una suave melodía de un bolero romántico.

Le pregunté su nombre.

–Tatiana –me dijo con frialdad, con la mirada cabizbaja y acento no lugareño.

Me llamo Andrés, a la vez que extendía la mano para saludarla y tomé el último sorbo de cerveza que tenía en el vaso.

–¿Quieres tomar algo? –pregunté.

-Si, veo que estás tomando cerveza, sigamos con esa - dijo.

Fui al mostrador y pedí dos cervezas y dos sándwiches y las llevé hasta la mesa donde la mujer seguía en forma insegura.

Media hora, una hora. Charlamos de mil temas, nos reímos a carcajadas, tocando cualquier tema. Pasaron las horas y no llegó nadie a buscarla. De momento se callaba, hacía pequeñas pausas a la conversación y tarareaba a algunas canciones con mucha gracia.

Después de dos horas, ella, era ya una amiga para mí, y yo para ella. Hablamos de eso que ella esperaba. Me dijo que esta altura de la noche, que ya no le vendrían a buscar.

–Bueno, me tengo que ir –dijo luego de tres horas.

–¿A tu casa? –pregunté.

–Si, vivo en el barrio “Los Aguacates” –dijo– ¿Será que me podés acompañar? –preguntó.

–Por supuesto –dije– encantado.

Fui a la barra, pagué la cuenta y salimos. La calle en silencio, parecía que hacía más frío, a lo lejos se escuchaba solamente algunos que otros ladridos de perros, cielo estrellado, titilando miles de estrellas.

Ella llevaba un abrigo negro, no muy apropiado para esas noches de frío, yo un gabán gris.

De vez en cuando pasaba un auto rompiendo el silencio de la noche y así caminamos, platicamos, sonreímos, a veces nos tomábamos de la mano. En un momento, yo que quité el gabán y le coloqué sobre sus hombros. Con una dulce sonrisa me agradeció. El frío nos perseguía como una maldición a la que no podíamos escapar. Tatiana y yo estábamos felices de aquel clima, aunque nunca nos lo dijimos.

La noche avanzaba y nada nos importaba. Las estrellas se paseaban a escasa altura y había un leve resplandor lunar. Era el final de julio.

Entrada la noche, llegamos al lujoso barrio, Tatiana cortante y secamente, dijo:

–Bien, hasta acá llegamos, mejor me voy a dormir, es suficiente.

Asentí y la acompañé. De pie, frente a su casa, le dije adiós, vi cómo se introdujo en su domicilio, cerró la puerta sin mirar hacia atrás.

Volví a casa. Estaba cansado, y me dispuse a dormir, pero no fue posible, me daba vuelta en la cama intentando buscar una posición que facilitara mi sueño. Todo era inútil. Dormitaba. De vez en cuando caía en un estado de sopor. Tenía el cuerpo tenso, especialmente el cuello. Sentía una fuerza opresora sobre el pecho. No lograba dejar de pensar en Tatiana. Al regresar al estado consciente, encendía la luz del velador e intentaba leer una revista que estaba en mi mesita de luz junto a la cama. No era posible.

Tras ese momento de inquietud, a veces apagaba el velador, dejando nuevamente el dormitorio a oscuras, sensibilizado como estaba, era invadido por un ridículo temor generado por una supuesta e improbable presencia extraña en el lugar. Encendía nuevamente el velador, buscando constatar que allí no hubiera nada; y en efecto, no lo había. Luego, superado el extraño momento, regresé a la cama y me dormí con Tatiana en mi memoria.

El día siguiente amaneció encapotado, era domingo, triste. Miré por la ventana, eran las 8 de la mañana. Algunos árboles dejaban caer sus hojas. Alisté mis cosas, y fue ahí que me di cuenta que no tenía mi gabán gris. Decidí ir a buscarla, era una excusa perfecta para encontrarme nuevamente con Tatiana.

Luego del desayuno, salí hacia el barrio Los Aguacates en busca de la casa donde la noche anterior había dejado a esa hermosa mujer. Llegué al lugar, no vi a nadie y ante mis ojos solo había una casa deslucida, abandonada.

De pronto, a mi espalda escuché que alguien me hablaba. Giré y saludé con amabilidad. Era un vecino del lugar.

- ¿Buenos días, busca a alguien? -Dijo con mucha cortesía

-Si, a una chica que vive acá. Contesté

-En esa casa no vive nadie, hace muchos años que está abandonada.

Un escalofrío intenso se apoderó de mí, y en cada momento aumentaba más y más; me sentí ligeramente descompuesto, supuse que era producto del miedo, quería escapar del lugar.

-Toda la familia que vivían en esta casa fallecieron hace muchos años en el naufragio del barco “El Guayrá”, allá por el año 1946, en el alto Paraná. Ellos eran los dueños de esta casa. Nunca más nadie lo habitó. Ante mi sorpresa y sin mirar atrás quise salir corriendo desesperadamente del lugar buscando refugio, lo primero que vi fue entre los arbustos mi gabán gris y sin pensarlo dos veces lo tomé, todo sucedía como si fuera una pesadilla, hubo un silencio tétrico y por un momento, escuché una respiración jadeante cerca de mi cuello y vi la silueta de Tatiana, desdibujada. Lo único que se resaltaba era su rostro pálido, que me decía:

-No temas, siempre he estado contigo.

Legué a casa jadeando y muerto de miedo, y me di cuenta que adentro del bolsillo de mi gabán había una esquela:

-Gracias por lo de anoche, solamente me faltó el beso de despedida.

Con mucho afecto: Tatiana.

Ramón Delgado Cano

Del libro “Cuando florezca el lapacho”-Cuentos, Relatos, Poemas (2021)

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