Trillizos

domingo 12 de diciembre de 2021 | 6:00hs.
Trillizos
Trillizos

Amanecía en la estancia Las Margaritas. En el galpón los pingos agotaban los últimos granos de la ración mañanera, mientras los peones preparaban los arneses del viejo breque donde serían prendidas la yunta de los “pangareses” a la lanza y de los dos “bayos viejos” como laderos.

Esta cuadriga de frisones era el crédito del establecimiento. Su mansedumbre, su fortaleza y buena educación eran cualidades que los habilitaban para tirar el carruaje como la segadora de alfalfa o enlazar animales ariscos en el rodeo.

Las hijas y los hijos de don Juvenal, ensillaban, cada cual, su montado favorita. Argentina, la mayor, el zaino osco que se distinguía de todos los otros por su alzada de gran porte, mansedumbre y andar armonioso. Juvenal, Elías, Tulio y Antuco, el morajú, el gateado, el carpincho y el petiso Guaraní. Este último ya entrado en años, fue el maestro de equitación de todos los chicos de la estancia, siempre se mantenía en buen estado porque conocía todos los lugares donde se guardaban los forrajes y a los que tenía libre acceso, como que era el niño mimado de la familia.

Cuando todo este apresto estuvo listo Doña Petrona llamó a tomar el desayuno que ya estaba servido en la larga mesa del gran comedor familiar. Mientras se apuraban las tazas de café con leche o leche con fariña acompañadas de galletas duras o pan casero, según el gusto de cada uno, se anticipaban comentarios del largo viaje que se iba a realizar ese día hasta La Bolsita, paraje isleño sobre el río Paranacito, distante varias leguas de la estancia. Allí, la puestera Doña Manuela, había dado a luz tres vástagos, suceso que había movilizado a toda la zona, pues no había precedentes de esta naturaleza.

Los primeros rayos del sol se desparramaban campo afuera cuando la caravana se puso en movimiento. Rompía la marcha la niña Argentina con su zaino-osco de trote suave y cadencioso. El movimiento de sus remos más que el trote de una bestia semejaban robustas batutas que marcaban los compases de un minuet, tan en boga en aquellos tiempos. Detrás, iba la caballería montada a la que hacía cola el viejo petiso guaraní, que empezaba ya a resentirse de las “macetas”, sobre el cual taloneaba frenéticamente Antuco.

Cerraba la marcha el breque con el resto de la familia, conducido por don Juvenal. En él se llevaban algunos sacos con ropas y provisiones para los recién llegados al mundo. Tres horas recorriendo el largo camino a través de campos vecinos e islas, entre pajonales y lagunas fueron menester para llegar al punto de destino. El apio silvestre, pisado por las bestias, saturaba el aire que respirábamos con fruición.

Allí, sobre las barrancas del río Paranacito, se levantaba la ranchada de don Pablo Martínez y de su compañera doña Manuela, los felices progenitores de aquel parto múltiple. Numerosos árboles de sauces y ceibos daban sombra al inconmensurable patio que se extendía un centenar de metros hasta los pajonales por un lado y el corral de las vacas lecheras por otro.

Entre esta arboleda, en rústicas hamacas confeccionadas con bolsas y curos sobados, se mecían los tres vástagos.

La llegada de la familia y la efusión de los saludos a los felices dueños de casa puso en el ambiente una nota extraña. El bullicio de los chicos y los ladridos de los perros ante tanta gente desconocida para ellos, la curiosidad de todos por ver a esos “angelitos” que se mecían en las hamacas, asustaron a éstos que rompieron a llorar. Entre todas las chicas se improvisaron niñeras que con caricias y chupetes contenían por momentos aquellos llantos.

Doña Manuela, criolla de ley, cuya vida se había desarrollado en ese ambiente rústico de las islas, tenía, sin embargo, esa educación innata de la gente del agro, se desplazaba de un lado a otro, cumplimentando a sus circunstanciales visitas.

Llegado el medio día, todos rodeamos el asador, donde chirriaban costillares de ovejas que reconfortaron los estómagos ahítos de los viajeros, estimulados por el largo viaje y el aire fresco de la mañana. Calandrias, cardenales y zorzales, al olor del asado acudían en bandadas con intenciones de participar en el festín, revoloteaban entre los árboles salpicando con sus “gracias” los sombreros de la concurrencia.

Un tanto abandonados, los trillizos iniciaron un lloro alternativo o conjuntamente, al parecer con hambre, susto o “humedad”. Esta, cortante, expeditiva, responde: “es al pe…que griten, ellos también tienen que aprender a llorar”. Momentos después, prendidos por turno a los senos repletos de la madre los agraciados isleritos se entregaban al sueño que los obligaba el estómago lleno.

En tanto se hizo el silencio de la siesta, la hija mayor de los dueños de casa, una robusta quinceañera, puso medio bozal a un zaino y de un salto felino se enjaretó en sus lomos y a todo galope se perdió en el pajonal. Iba en busca del terneraje tambero que se encerraba todas las tardes.

La excursión había terminado con la visita a estos buenos isleros. Llegó la hora de la despedida y de los buenos augurios. La caravana se puso en marcha de regreso, mientras la tarde caía abrazada por los rojizos rayos de un sol de enero.

Por el Oriente, la luna llena se levantaba como espiando al sol que se ocultaba. Por las sendas del camino que recorríamos las gallinetas ensayaban su carrera y luego con un golpe de alas se perdían entre las pajas. El chajá, posado en un alto sauce denunciaba con su grito nuestra presencia. Allá arriba, escuadrillas de patos y bandurrias en formación cruzaban el espacio.

De improviso, las cadencias de un vals de Metano, entonado por voces femeninas llenaron la escena de poesía y de ensueño! Tiempos aquellos!

Atilio Fernández de la Puente

Del libro Pialando Recuerdos. Fernández de la Puente fue el primer presidente de la Junta de Estudios Históricos de la provincia de Misiones, funcionario público, periodista.

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