La turista

domingo 12 de diciembre de 2021 | 6:00hs.
La turista
La turista

Acomodada mi valija sobre el techo del ómnibus, me ubiqué en un asiento general para cinco personas, con la suerte de encontrar un espacio libre junto a la portezuela. Tragaría tierra pero tendría ventilación hasta Alem.

Cumplida la tarea de subir los sacos de correspondencia, ya partíamos cuando una insistente bocina seguida de frenada de un coche de alquiler –tragué la primera ración de tierra- nos detuvo para aumentar nuestro pasaje con un perfecto ejemplar de turista: una señora nada delgada, sofocada, de misteriosa cara oculta por anteojos ahumados, chillón pañuelo cubriéndole la cabeza. Ocupó justamente el sexto lugar del asiento para cinco en que yo estaba, después de revolucionar a todos con sus valijas, su retaso, su gordura que, íntegra, desplomó sobre mis pies en un pisotón inolvidable. Se ubicó con ágiles movimientos de cadera y el ómnibus inició el largo viaje.

La turista me odiaba desde el pisotón. Seguramente por haber contestado a sus excusas con una mueca, muda protesta de dolor y fastidio. Trató de tirarme del ómnibus. De otra manera no puedo explicar cómo iba sentado en ese espacio ridículo entre la portezuela y ella. Al bajar en Candelaria me costaba creer que pudiera caminar; las piernas no se me habían pegado entre sí pese a los intentos de mi vecina. Ella también bajó. Engullendo un alfajor empujado por un espantoso líquido violáceo que el bolichero le aseguraba era “bolita”, preguntó al chofer si aún faltaba mucho para llegar a Oberá. Yo pensé: “el tiempo exacto para que su blusa inmaculadamente blanca quede percudida para siempre”.

Entre Santa Ana y Bonpland me defendí como un león. En cada vuelta que el ómnibus tomaba a toda velocidad, debía rechazar o atacar, según los caprichos del camino.

La izquierda me favorecía. Entonces era para mí un alivio ver cómo la turista abandonaba su intento de hacerme sardina aplastando a los tres polacos y el ucraniano del otro lado. Pero los recodos de la derecha me dejaban extenuado luego del rechazo con la mitad de mi espalda de la avalancha de los cinco, aferrándome desesperadamente a la portezuela.

La señora gorda, ignorante de la belleza misionense, iba a Oberá sólo a visitar unos parientes. Conocía ya las ruinas de San Ignacio. Desde Oberá seguiría a las Cataratas del Iguazú. Esos dos puntos eran para ella los únicos atractivos que Misiones le ofrecía. Todo esto lo supe porque entabló conversación con un viajante de comercio, ocupante de un asiento delantero. Tanto comentó las ruinas y las Cataratas, aún desconocidas, que terminó por hacerme hablar:

“Está equivocada, señora, al pensar que San Ignacio e Iguazú son los únicos lugares de atracción en Misiones. Si usted se quita los lentes podrá ver el color de la tierra, los distintos tonos de la selva. Penetrándola con sus ojos descubrirá orquídeas y helechos en toda la lozanía silvestre, que los hace más bellos que cuando se exhiben en una vidriera de Buenos Aires.”

La mujer quedó estupefacta. Quizá porque hasta entonces me creyó mudo. Proseguí, aprovechando que no reaccionaba: “cuando crucemos arroyos mire su transparencia. Si el chofer se detiene para poner agua en el radiador, baje usted también. Junte sus manos, beba esa agua sin temor, para gozar su frescura, su sabor. Porque el agua de Misiones tiene sabor, es rica”.

El conductor me miraba sonriente por el espejuelo, con ganas de detenerse en el primer arroyo. Un viejo paseaba nerviosamente de uno a otro lado de su boca un cigarro apagado, aprobando con la cabeza mi discurso. Sólo la turista seguía impávida. Si usted observa todo eso, le dije, interesándose en las especies de maderas, en los cultivos, en las infinitas variedades de mariposas, y lo hace sin pensar en las alimañas, ni en el sol que le quitará su blancura, ni en los mbarigüís, podrá decir en Buenos Aires que conoce esta tierra.

Para usted todo es familiar porque es misionense…arguyó con timidez.

Se equivoca –respondí- No nací aquí, como posiblemente tampoco ninguno de los treinta que vamos en este ómnibus.

¡Veintiocho! Cortó el conductor, temeroso de que alguno viajara sin haber pagado el pasaje.

Todos soltaron la carcajada. La turista también. Cuando el recodo de la picada era hacia la derecha, ya no se me venían encima los cinco; primer resultado del discurso. El segundo fue que la mujer se quitara el pañuelo y los anteojos con gesto decidido y comenzara a observar todo con interés.

Esa palmera se llama pindó- le dije- y sus hojas se utilizan en las chacras como forraje, por su dulzor. Por eso en los rozados se respetan. El tronco abierto por la mitad, a lo largo, libre de fibras, sirve como canaleta de desagüe en los techos de las viviendas de las colonias.

¡Aaahhh!...!

Ve aquella planta que crece en lo alto de los árboles?

¿Allá sobre esas lianas?

Sí. Pero no son lianas, sino sus raíces. Se llama Güembé. Su fruto es comestible. Con esas raíces se sujetas las varillas a los horcones en los ranchos del monte. También se utilizan para hacer cedazos y cestas…

¡Aaahhh…!

Ese árbol es una cancharana, especie común de cedro. Su madera es colorada. Aquel otro es un guatambú; su madera de color amarillo claro es muy apreciada. Ese gigante es un timbó cubierto de orquídeas, que son epífitas y no parásitas…

¿Sí…?

Aquel terreno cubierto de troncos caídos es un rozado. Hasta hace poco fue monte virgen. Ahora servirá para plantar tabaco porque es pedregoso.

Me reproché haber tenido para ella pensamientos tan duros, porque mis palabras las seguía con evidente interés. Ya éramos el centro de todo el pasaje y al llegar a Leandro N. Alem donde yo debía trasbordar, mi popularidad era un hecho. El chofer me aseguró haberse divertido. El viejito del cigarro se lamentó que no siguiera hasta Picada Sueca, donde su viejo preparaba un vino de naranja que me hubiese gustado.

Antes de arrancar el ómnibus pedí disculpas a la señora por la vehemencia de mis palabras, a lo que contestó estar agradecida, prometiéndome, después…si le quedaba tiempo, iría hasta las Cataratas.

Alberto Garavaglia

Publicado en la Revista Apuntes, abril de 1967. El autor fue el primer gerente del Hotel de Turismo de Puerto Iguazú. Falleció en 1998.

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