Pablo Heidegaard

domingo 05 de diciembre de 2021 | 6:00hs.
Pablo Heidegaard
Pablo Heidegaard

Pablo Heidegaard estaba harto de la chacra, tanto sacrificio de sus padres para que fuera a la Escuela Técnica y terminar haciendo el trabajo que cualquier hijo de colono debía realizar. El solaz, la liberación, llegaban los domingos en los que iba a la costa del Paraná, a observar los barcos que navegaban desde o hacia Posadas y a las dragas areneras, le encantaba el mundo del río y de las embarcaciones. Los deseos juveniles de alcanzar otro destino lo llevaron a incursionar en la actividad política, no por vocación sincera, sino como modo de procurarse las conexiones humanas que lo ayudaran a salir de esa mortificante sujeción al arado. Por fin, un determinado día de febrero pudo decir adiós al trabajo rural y a su familia, tomando la motonave “Guaira” a la capital del territorio, donde conocidos de la militancia, le consiguieron horas de cátedra en la Escuela industrial como profesor de Dibujo Técnico, asegurándose el sustento diario en el desconocido medio citadino que venía a conquistar; en este establecimiento también conoció a Emilce.

Se instaló en el hotel-pensión para viajantes de calle San Lorenzo casi Sarmiento. Pronto tomó el pulso a lo que le gustaba de la ciudad: la laguna San José y el área del puerto. El movimiento en las riberas de la laguna era intenso, pequeños botes, canoas y lanchas repletos de frutas del Paraguay y del interior de Misiones, el atracadero de los ferris con los dos grandes vapores llevando y trayendo vagones, el trabajo de las grúas con sus movimientos grotescos para cargar y descargar mercaderías, los barcos areneros enviando el preciado material a la playa a través de caños apoyados en soportes sobre el agua; al otro lado de la Laguna, en la península, la fábrica Heller con su inconfundible silbato marcando el turno de los obreros: al fondo, la capilla San Cayetano, centro de devoción de los barrios Heller y Chaquito; Pablo solía acceder a la zona desde el puerto, abriendo el portón ubicado al lado de la usina, que daba a un atajo que corría junto a un gran aserradero.

Durante sus recorridas, llamó la atención del joven un viejo barco arenero tirado en la playa, en estado deplorable, puesto sobre rodillos. Ese barco se vendía como chatarra a precio casi irrisorio para lo que había sido. Ubicó al dueño, hizo trato con él, pagó la mitad con ahorros que hizo y la ayuda de familiares, la otra abonó en cuotas mensuales. La restauración del barco devino su obsesión. Para contar con más efectivo, se cambió de la amplia pieza con ventanal sobre la calle a otra más barata, cerca del gallinero del hotel; solía almorzar o cenar en casa de amigos, que lo recibían con gusto, favorecido por su natural simpatía. Cada momento libre, soldadora y remachadora en mano, lo aprovechaba para reconstruir el vetusto y oxidado casco, los fines de semana estaban por entero dedicados a esta tarea. Aunque no rubio, su tez blanca centroeuropea, ya olvidada de las labores agrícolas, otra vez se volvió tostada y curtida por los soles y las inclemencias del clima. Abrumado por la magnitud del trabajo, hizo venir a su hermano menor de la colonia y lo convirtió en socio del proyecto en trueque por su colaboración; cuando las finanzas daban, se permitían la contratación a destajo de uno o dos obreros para acelerar la obra. Al momento de rectificar el motor y de reparación del mecanismo dragador de arena, lo hicieron ellos mismos en talleres de conocidos, con repuestos adquiridos a lo largo de meses. Transcurridos tres años y medio de intensa tarea, el barco destinado a chatarra volvió a navegar el río y a cargar arena en sus entrañas. La venta del producto permitió a Pablo saldar las deudas y al año comenzó a percibir ganancias netas, el sueño se estaba cumpliendo, ya no necesitaba las horas de la Escuela Industrial, ni el hotel, el barco era su casa ahora, también la chacra quedó más lejana en su mente respecto a la real distancia física que los separaba, a veces de pocos kilómetros cuando llegaba cerca de Puerto Iguazú y contemplaba desde el río la barranca que fue su observatorio. Estos logros hallaban su contrapeso con el tema de Emilce, profesora colega de la Industrial. Llenaba horas muertas, entre las de clase, de largas charlas con ella en la sala de profesores; lo fascinaban la belleza criolla de la muchacha, su mirada chispeante, la sonrisa encantadora, el cuidado pelo negro, la conversación amena, los voluminosos pechos. Pablo tomó idea, porque se enamoró, que no tendría vida sin Emilce. Salieron a cenar algunas veces, ella no permitía que avanzara más allá. Pablo pensó que la joven respetaba principios tradicionales, que deseaba una propuesta formal de matrimonio y así, una noche de verano, entre vasos de vino blanco del Rin y un buen dorado a la parrilla, se explayó sobre su voluntad de realizar una vida en común. Emilce no anduvo con vueltas, jamás se casaría con un hombre que pasara la mayor parte de su vida sobre un barco, fuera almirante, capitán, grumete o marinero de agua dulce, ella se sentía atraída por él en tanto proyectaba su imagen de profesor dedicado y querido por los alumnos, no quería saber nada con la vida de hombre de río que Pablo pintaba. La magia se quebró como cristal que cae al piso, -¿profesor?- preguntó sorprendido, se trataba de una necesidad material muy lejos de su esencia; el rechazo le cayó como densa neblina sentimental que no consiguió levantar.

Desde este asunto con Emilce, Pablo adquirió cierta sensación de desapego a su tierra, como si la negativa de la joven fuera rechazo de la propia Misiones hacia él. Comenzó a buscar otros horizontes Supo que dos representantes de un importante consorcio constructor de Asunción se encontraban en Posadas para contratar cuatro barcos areneros, por razones operativas e impositivas debían pertenecer a la misma empresa o persona, para extraer arena del río Paraguay; ofrecían un contrato a largo plazo de muy significativo monto. Pablo llamó por teléfono a los empresarios al hotel en el que se hospedaban, diciendo que él era la persona indicada, operaba cinco barcos en el área del Alto Paraná, de Posadas a Iguazú, los podría afectar al Paraguay una vez cumplidos trabajos pendientes; los interpelados respondieron que precisaban ver los areneros. El audaz hijo de colonos replicó que no había problema, el día adecuado para visitarlos era el domingo, estaban en sus bases con la mayoría de la tripulación de franco. Pablo, popular en el ambiente de los areneros de Misiones y este de Corrientes, tal como entre sus alumnos, obtenía el aprecio de los marineros por su trato afable y sencillo. En el momento señalado, emprendió la recorrida en lancha para mostrar “sus” barcos a los emisarios; comenzó con dos anclados entre el balneario “El Brete” y el club Pirá- Pytá, explicando a los serenos de playa como a los de las embarcaciones que tenía invitados de Asunción del Paraguay, querían conocer las embarcaciones; los guardianes, movidos por el sentimiento de hospitalidad y conociendo al anfitrión, permitían el acceso sin dudar; Pablo paseaba por cubierta y mostraba las dependencias como si fuera el auténtico dueño. La historia se repitió con otros dos barcos surtos en la laguna San José, los representantes de la constructora lucían convencidos, estaban bien predispuestos por la magnífica atención que el futuro contratista les brindaba. Al llegar al tercer barco de la laguna, último de la serie, el de propiedad de Pablo de verdad, comentó que se trataba de su preferido por la eficiencia y economía de operación, sería el primero que llevaría al río Paraguay, a los otros los incorporaría según culminaran las labores comprometidas, que no demandarían mucho más tiempo. Los emisarios aceptaron y firmaron una carta-intención, los papeles definitivos se arreglarían en Asunción.

Pablo y el menor dejaron la Misiones natal, fijaron su centro de operaciones en Formosa para atender las obligaciones en Paraguay; a la firma del contrato, el consorcio adelantó una suma importante, siendo la garantía el barco, con ese dinero alquilaron más embarcaciones para cumplir con la entrega de las cantidades de arena pactadas, la suerte premió el esforzado trabajo y antes que pasen cinco años, los misioneros resultaron propietarios de una de las flotas areneras más numerosas del río Paraguay. El benjamín de los hermanos, Enrique, se casó y tuvo tres hijos, las inversiones se multiplicaron, adquirieron campos y propiedades urbanas en Formosa, Asunción y Buenos Aires: Pablo jamás logró una vida personal estable, las mujeres no le duraban, siempre buscaba algo que no encontraba, la silueta de Emilce en la neblina no desaparecía. Misiones era un recuerdo al que nunca regresaron en ese tiempo, invitaban a los parientes a visitarlos.

Transcurridas decenas de años, la edad y las largas jornadas pasadas a la intemperie comenzaron a cobrar su tributo en el ánimo de los hermanos; delegaron en terceros el control de los areneros, ya no iban al agua como antes. Cierto día, el menor dijo a Pablo que quería vender su parte, estaba cansado del río, organizó su vida para volver a la chacra de los fallecidos viejos en Misiones con la esposa (los hijos volaron), para terminar sus días allí, la dotaría de los adelantos y comodidades modernas. Pablo compró su cuota en la sociedad, a esa altura no quería lidiar con socios nuevos.

El correr del tiempo siguió su labor, también el mayor de los hermanos sintió llegado el momento de retirarse a definitivos cuarteles de invierno. Acumuló gran capital, gracias al cual obtuvo buena vida material luego de las tremendas penurias sufridas, pero no consiguió felicidad; a sus bien llevados casi ochenta años se hallaba solo, sintiendo siempre la sensación que algo le faltaba. Lejos en el tiempo y la distancia estaba Posadas, la ciudad que lo hizo crecer, el llamado de la tierra se le presentó de manera abrupta, fuerte, inextinguible. De repente se preguntó cómo fue posible que en cincuenta años no pisara Misiones, urgía retornar antes que la muerte se anticipara. De una de sus varias relaciones femeninas tenía un hijo de cuarenta años, bien formado, a quien dejó encargado de los negocios.

Pablo encontró la ciudad de su juventud enorme en comparación, progresista, desarrollándose hacia arriba y a los costados; el primer tramo de la Costanera lucía magnífico, el río se veía tan cerca, sin embargo, comprobó con tristeza que el viejo puerto se sumergía para siempre y la península Heller ya no existía; el puente le pareció otra maravilla, hasta entonces vista solo en fotos, pero la isla Sarandí desapareció. La vieja usina había sido demolida; a lo que fue la laguna y a la estación de trenes no se podía acceder por las obras de nuevos terraplenes para continuar el boulevard costero. El taxi lo dejó en uno de los nuevos restaurantes de la Costanera, donde se sentó a almorzar. Sentía la ambivalencia de sus sensaciones, Posadas se transformaba en una gran y bella ciudad, pero al costo de perder sabores esenciales que hicieron, en su momento, que la adopte como propia, no percibía estar en casa, tal vez cuando visitara a Enrique en la chacra recuperaría esa impresión. De pronto, una mirada intensa desde otra mesa hizo que Pablo gire el cuello, un hombre de cierta edad, acompañado por una mujer, lo observaba con fijeza; al verse descubierto, se levantó y se dirigió al observado:

-Disculpe, ¿no es usted el profesor Heidegaard?

El aludido abrió los ojos con desmesura, irguiéndose en el respaldo. Hacía como ciento veinte mil años que nadie lo llamaba así. Se recompuso de inmediato, adoptando la expresión afable que lo caracterizaba.

-Sí, por lo menos lo fui- respondió Pablo sonriendo.

-Está igual, salvo por el pelo blanco y la piel curtida (no quiso decir arrugada). Soy Ángel Buonomi, su alumno de 2° A y 3° B de la Industrial, ¿recuerda?

Pablo tenía borrada de la memoria esa etapa, salvo por Emilce, fingió que sí.

-Buonomi, Buonomi, claro, ¿cómo andás che, ¿qué fue, ¿qué es de tu vida?

-Me recibí de ingeniero civil en Resistencia, trabajo en la EBY. ¿Y usted? Se comenta que se volvió un poderoso empresario naval en el Paraguay…

-Algo de eso hay, Paraguay ayudó, pero me radiqué en Formosa. Eras bastante buen alumno, Buonomi.

Pablo estimó que, si se recibió de ingeniero y trabajaba en la EBY, no debió ser tan mal alumno.

-Usted sabía motivarnos, profesor, Venga, siéntese con nosotros, ella es Mabel, mi esposa.

Más de una hora, entre presas de galeto y cerveza helada, hablaron de la vida de cada uno, de los cambios de Posadas, de la represa Yacyretá. De a poco, el tono cadencioso de su exalumno comenzó a resultar familiar a Pablo, lo escuchó durante dos años, se hizo la luz, Buonomi no solo fue buen alumno, era el mejor de la clase.

-Sabe profesor que el sábado pasado nos acordamos de usted. Solemos hacer reuniones de los que quedamos de la promoción, a veces invitamos a docentes de entonces, de los que están vivos y viven acá, por supuesto. Estuvo la profesora Emilce Santana, ahí salió su nombre, la cargamos por esa especie de noviazgo que se decía había entre ustedes.

Pablo se estremeció en la silla.

-¿Emilce vive en Posadas?

-Sí, sí, se la ve bien para la edad. Es viuda, una trágica historia. Se casó con Manuel Plaza, el profesor de Matemáticas, no sé si lo conoció, vino después que usted dejó la Escuela.

-No, no lo conocí.

-Un loco de los deportes de riesgo. En plena luna de miel con Emilce, en Rio de Janeiro, se tiró en parapente, algo fue mal, se estrelló contra el suelo, murió en el instante. Emilce nunca se repuso, no quiso saber más de hombres…

-Lindo sería saludarla, luego de este montón de tiempo. ¿Tiene teléfono o celular? - preguntó Pablo con tono indiferente.

-Sí, se lo envío, de paso intercambiamos los nuestros.

De repente esa charla cálida, amena, se volvió insoportable para el casi octogenario. Adujo una cita de negocios en el hotel y se despidió del matrimonio, con el compromiso de asistir a una de las reuniones de promoción si estaba en Posadas. El pasado se le vino de golpe, sentía como si nunca se hubiera ido, la ciudad ocupaba de nuevo su lugar de casa. Apenas en la vereda, llamó a Emilce, que atendió pronto:

-Hola, Emilce, soy Pablo, Pablo Heidegaard.

El silencio fue de varios segundos

-Pablo… ¿qué Pablo dijo?

-Heidegaard, de la Industrial

-La Industrial desapareció, es una escuela provincial, todas las escuelas son provinciales,

-¿No te acordás Emilce? Pablo, el que te propuso matrimonio.

-Ah…entonces no es broma, los chicos me cargaban el otro día, viejos y bromistas, siempre están en la secundaria cuando se juntan, pero nadie sabe que me ofreciste matrimonio, sos vos Pablito, ¡qué sorpresa!

-Te invito a cenar esta noche, Emilce, mándame tu ubicación y te busco en taxi

-Encantada, no entiendo bien eso de la ubicación, pregunto a mi sobrina y la envío.

Fueron al restaurante que fue del almuerzo para Pablo, estaba de moda. Emilce devino una anciana elegante, bien puesta, con pechos que conservaban el volumen. A lo largo de tres horas, ajenos al mundo, se contaron biografía, sueños rotos, ilusiones pulverizadas, decepciones. Sobre la medianoche, Pablo habló de la soledad sentimental que lo envolvió desde el rechazo de Emilce, rara vez le faltó compañía, nunca resultó suficiente. Ella lo observó con la mirada chispeante que mantenía intacta; tomó y puso una mano de él entre las suyas, diciendo:

-Ya no estás solo, Pablito.

Carlos Manuel Freaza

Inédito. Freaza tiene publicados los libros Rotación de los Vientos, El amigo jesuita (novela) seleccionado para la Feria Internacional del Libro 2018.

¿Que opinión tenés sobre esta nota?