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“Faz Tudo” (Hace todo)

domingo 05 de diciembre de 2021 | 6:00hs.
“Faz Tudo”  (Hace todo)

Ala vera del camino de Oberá al puerto de Panambí, tenía su chacra don Mateus Machado. Nunca se caracterizó por ser muy religioso, ni de cumplir estrictamente con los rituales de la iglesia, pero hacía más de veinticinco años, cuando vivía sobre la barranca del río Uruguay en colonia Pedregullo, donde nació, había concurrido a una kermés, en la que un cura había llegado desde Oberá para rezar la misa, lo que era demostrativa de la importancia del evento. Más importante aún lo fue para Mateus Machado; allí conoció a Yurací, hija única, que había concurrido para acompañar a sus padres. Ese encuentro cambió la historia de sus vidas. Seguían juntos desde aquellos días, tuvieron dos hijos varones, que el servicio militar los retiró de la chacra que habían heredado de los padres de Yurací. El mayor trabajaba en un secadero de yerba mate en Oberá, al que le habían comprado un terreno para la casa propia, y el hijo menor vivía en puerto Panambí.

Por años, mientras los hijos vivían en la casa, se dedicaban a cuidar las cinco hectáreas de yerba plantadas por el padre de Yurací, criar vacunos y cerdos para vender a los carniceros de la zona, plantar tabaco, algunos pinos, igual que productos de la huerta.

Cuando quedó sin sus hijos, solo con su compañera en la chacra, y los años de intenso trabajo comenzaron a mellar su físico, a Machado se le ocurrió vender al costado del camino bajo la sombra de dos paraísos guachos, mandioca, batata, y zapallo de su producción, durante la temporada aumentaba su oferta con naranjas, mandarinas y pomelos. La ubicación de su chacra y la calidad de los productos hizo que aumentaran sus ventas lo que le permitió construir un pequeño techo con chapas de cartón y un par de bancos, donde su clientela se acomodaba en largas tertulias y se anoticiaban de los aconteceres de esa colonia de frontera. Mateus era entretenido para transmitir y retrasmitir esos cuentos y anécdotas, con habilidad para actualizarlos y dar a cada acontecido su propia impronta, pues estaba dotado de considerable imaginación. Así fue que se convirtió en una ineludible posta donde se retrasmitían los mensajes dejados por algún vecino, dirigido a otro que vivía más distante, ahorrándose la caminata; otros dejaban en oferta para la venta algún ternero o vaca lechera y de ese modo, entremetiéndose en los negocios, para facilitar la concreción, comenzó a recibir alguna gratificación, luego ya la práctica puso precio a esa intermediación, y se constituyó en un virtual comisionista, lo que le permitió mejorar sus instalaciones, agrandando la galería con una media agua y otros bancos.

La presencia de clientes, compradores, vendedores y cambalacheros era permanente, lo que obligó a Machado a mandar a llamar desde colonia Pedregullo a un amigo ya anciano, para que busque agua en las inmediaciones del naciente negocio; con dedicación y utilizando una flexible horqueta de duraznero el buscador de agua ubicó la veta. En ese exacto lugar se cavó el pozo y se encontró buena agua. De ese modo se proveyó del vital y fresco líquido, y en el pozo también enfriaba algunas cervezas que un vecino del puerto comenzó a entregarle, las traía de Vera Cruz, Brasil. Junto con la cerveza llegaron algunas botellas de caña, frascos de Olina, un rollo de tabaco en cuerda y otras chucherías. Con el tiempo se había consolidado una posta, bastante concurrida, sobre todo los fines de semana.

El colectivo que hacía el recorrido una vez por día, de Oberá hasta puerto Panambí y viceversa, comenzó a parar en lo de don Mateus, donde bajaban pasajeros y subían otros. El colectivero entró en confianza y también llegaba para calentar el agua para el mate, o comprar algún pedazo de salame de colonia y pan casero elaborados por Yurací. Tanto se relacionaron ambos hombres que creció entre ellos mutua confianza, ello hizo que Mateus recibiera un talonario de pasajes y comenzó a venderlos, luego rendía cuenta cobrándose los gastos del colectivero; convirtiéndose en boletero, y su posta en parada de colectivo.

En una oportunidad el colectivero llegó con un pesado cajón y pidió ayuda para bajarlo; lo colocaron en la galería. Se trataba de las herramientas completas de un zapatero remendón que había fallecido en Oberá y su hijo estaba interesado en venderlas. Don Mateus las recibió en consignación. Pasado algún tiempo y mientras se encontraba solo, comenzó a revisar esas herramientas y las dejó armadas en un rincón; en el cajón encontró clavos y tachuelas de zapatería, algunos retazos de cuero curtido, lo que le hizo pensar que podría arreglar sus propias botas, así comenzó a ser el zapatero de la zona, con tanto éxito que no daba abasto con los pedidos de compostura de tacos y media suela. Por lo que decidió comprar esas herramientas. El Colectivero le proveía de los insumos, que los traía desde Oberá. Del mismo y exacto modo ocurrió con un banco de peluquero, esta vez el peluquero no había fallecido, solamente había decidido cambiar el banco por otro más moderno, al no poder venderlo inmediatamente, Mateus se las ingenió para cortar el cabello de uno y de otro, y casi sin darse cuenta empezó a ser requerido en su arte de rebajar las melenas de sus vecinos, sobre todo a quienes acudían con cierto apuro antes de un acontecimiento familiar, fiesta religiosa o algún baile; se había convertido en peluquero “solo para hombres”, como rezaba un cartelito que se encontraba clavado en la pared entre el banco del zapatero y el de la peluquería.

En el fondo de la chacra se encontraba el potrero, por donde corría un arroyo, allí había una planta de guayubira con una buena horqueta aproximadamente a tres metros de altura, especial para medio colgar con un lazo al vacuno a ser faenado, y lo hacía un sábado cada tanto, luego de dar aviso durante la semana, para garantizar la venta de la carne; en poco tiempo la faena eran todos los sábados, y de este modo Mateus se convirtió en el carnicero de la colonia; si sobraba o quedaba sin vender algún corte, los asaba y por dos o tres días los vendía al plato con mandioca, en su posta, opción que era muy bien recibida por vecinos y ocasionales viajeros, sobre todo porque el chofer del colectivo se las arreglaba para hacer coincidir el paso de la unidad, en hora cercana al mediodía en la ida, y la tardecita a la vuelta. Yurací no hacía faltar en la posta mandioca hervida, pepinos encurtidos y el muy ponderado pan casero. La posta también era un comedor.

Una situación insólita ocurrió una tarde noche de invierno, al llegar a caballo un colono que vivía retirado algunos kilómetros del camino. El hombre venía con el rostro desencajado por el dolor y por la evidente hinchazón en una mejilla. Mateus preocupado por el cuadro lo recostó en un banco largo de madera al que acondicionó colocando dos o tres ponchadas dobladas, y ante los gemidos de dolor de su cliente y el ruego que haga algo para terminar con su calvario, intentó abrirle la boca para alumbrar en su interior con su linterna de seis elementos, maniobra que resultó imposible por los gritos de dolor, del ahora paciente. Desconcertado don Mateus optó por una acción sencilla, le hizo beber dos vasos grandes de caña brasilera, y esperó que el alcohol haga lo suyo. Transcurrida menos de media hora el doliente visitante dormía de a ratos cortos, estaba extenuado. Logró abrirle la boca y alumbrar con la potente luz de su linterna, se encontró con un inmenso absceso amarillo viscoso y según su parecer a punto de reventar. Le hizo beber unos tragos más de caña, porque ya tenía la idea cual era la solución; buscó una lezna de zapatero, repasó el filo, la lavó con caña por varios minutos y atacó con decisión al absceso, que literalmente explotó y despidió pus mezclada con sangre; ayudó al paciente a sentarse y con gárgaras de salmuera lavó la herida y la boca.

El proveedor fronterizo que le fornecía de algunos productos del otro lado del río Uruguay, como los muy demandados frascos de Olina, medicamento de amplio espectro, igual que la pomada Mináncora, también le traía un frasco con pastillas blancas similares a las aspirinas, pero según el vendedor era “penicilina”. Para asegurarse de la efectividad del tratamiento le hizo tragar dos pastillas, lo volvió a acomodar en el banco y el hombre se durmió. Temprano al despertarse se lavó la boca con salmuera por indicación de Mateus, que le ayudó a ensillar el caballo, y al despedirse llevó en su bolsillo un puñadito de “penicilina”. El paciente se encargó de desparramar en cuentos y comentarios por la colonia lo ocurrido con su dolor de muelas, y don Mateus ganó en confianza como dentista, solucionador de urgencias. Como no era un hombre improvisado, acondicionó el banco de peluquería para que cumpla la doble función.

En la vecindad se lo comenzó a conocer como Mateus “Faz tudo” (Hace todo) Machado; en realidad el apodo lo tenía bien merecido. No solo por su multifacética habilidad en tantos oficios, sino también por la disposición en buscar soluciones a cuantos inconvenientes se le presentaban. El tiempo pasaba, y su bien ganada fama se sedimentaba en hechos, que todos conocían como eficientes y necesarios en esa apartada colonia.

El transcurso de los años trajo dos cuestiones ineludibles para Faz tudo Machado; la vejez, con los inconvenientes físicos que esa etapa de la vida trae emparejado, y el inevitable progreso de la zona. Ambas cuestiones eran imposibles de detener, e impactaron en su vida.

El asfalto llegó, desde ese momento el colectivo ya no se detenía en su patio, porque la Municipalidad había construido dos paradores a la vera del asfalto, uno de cada lado, lo que había obligado a los pasajeros a esperar el colectivo lejos de la posta de Mateus “Faz tudo” Machado, y el chofer tampoco era el mismo.

Se había facilitado el viaje a la ciudad, y pocos demandaban sus servicios y productos. Mateus también comenzó a viajar seguido a la casa de su hijo a la ciudad, en realidad, esa habitualidad estaba marcada por las consultas médicas en el hospital de Oberá. Hasta que se mudó a la casa de su hijo en Oberá. Mateus Machado recordaba con nostalgia la época de esplendor de su posta al costado del camino y extrañaba las tertulias con sus vecinos y amigos; la chacra ya estaba a cargo de su hijo menor, al que visitaba muy de tanto en tanto.

Una mañana de febrero su hijo lo dejó en la puerta del hospital para cumplir con la rutina que demandaban las consultas por sus dolencias corporales. Tuvo una alegría sanadora del alma, al encontrarse con su viejo amigo, el chofer del colectivo, que andaba en los mismos menesteres. ¡Volvió a ser Mateus “Faz tudo” Machado! Se sentaron en un banco a la sombra de un árbol, y hablaron y se rieron por horas, tanto que perdieron los turnos, al no escuchar cuando los llamaron. No se hicieron problemas. Solicitaron nuevos turnos, para un mismo día y a la misma hora.

Ricardo Argañaraz

El cuento es parte del libro Nevada en Oberá. Argañaraz publicó además la novela Federico Batista, matador de tigres

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