La uñita de Dios

A Carolina, la primera en verla en su divino esplendor
domingo 05 de diciembre de 2021 | 6:00hs.
La uñita de Dios
La uñita de Dios

Muchas veces sentí que más pertinente que andar por ahí preguntando “¿cree usted en Dios?” sería plantear, en todo caso mirando al vacío o a lontananza, “¿Dios, creés en mí?”. Y, les confieso, no sé qué respondería Él. Bah, sospecho lo que me contestaría, y prefiero no saberlo.

¿A qué viene esto? A que la otra noche contemplábamos con mi mujer el cielo; la luna estaba hecha una medialuna apenas insinuada, con la curvatura (la pancita o joroba) hacia abajo, y mi mujer dijo en su perfecto italiano “gobba a ponente, luna crescente; gobba a levante, luna menguante”. Lo que en mi imperfecto castellano se podría traducir como “joroba al poniente, luna creciente; joroba al levante, luna menguante”. Y eso fue apenas el comienzo. Porque segundos después de informarme de ese hábito de la luna de ir recostando lo convexo de su luminosidad para distinto lado según el momento o el estado de ánimo lunar, mi mujer, iluminada no sólo por esa luna que era apenas una línea curva y muy finita de luz sumergida en lo negro, sino por algo parecido a la inspiración poética (todavía no sé si atreverme a decir “divina”), continuó diciendo: “parece una uñita de Dios”. ¡Eso… sí!, pensé entusiasmado, ¡excelente idea, un trozo de uña recién cortado! ¡Un Dios bandido se las recorta con un alicate infinito y nos deja ver el pedacito nomás de uña, del meñique derecho o el izquierdo quizá por lo finita! Muy sutil, cortada con sumo cuidado y asomando su divina presencia por una hendija del cielo, para supremo goce de quienes la descubran.

No sé si los filósofos tomistas, por ejemplo, habrían aceptado como prueba de la existencia de Dios esa uña (rectifico: ese pedacito de uña, aparentemente recién cortada y abandonada por Alguien en el cielo como al descuido). Una uñita que se asomó sobre mi ciudad una noche de primavera cuando volvíamos a casa, yo con mi vacilante agnosticismo a cuestas y mi mujer sosteniendo con denuedo lo que evalúo como un antiguo y complejo panteísmo. Espero que nadie a esta altura esté burlándose de mí por esto de la uñita, por favor, esperen unos segundos; presten atención y bríndenme el beneficio de la duda, así como yo se lo vengo brindando a Dios desde hace tantos años. En las próximas líneas, como quien corta de un saque un apretado nudo gordiano, voy a intentar resolver de una vez este problema ya antiguo pero siempre actual, el de las pruebas de la existencia de Dios (o, más en general, de cualquier grupo de dioses). Tema que hizo y hace perder demasiado tiempo a tantas mentes preclaras. Aunque a veces sospecho que todos esos tiempos supuestamente perdidos día a día por todos nosotros no se pierden, sino que se retienen en algún lugar, llamémoslo provisoriamente las alforjas de Dios. Ahí estoy seguro de que se deben acumular como pueden, algo apretujadas pero en estricto orden, todas las hilachas de tiempo que vamos derrochando o descartando y dejando sin uso cada día, por simple y terrenal negligencia nuestra. Porque en este universo nada se pierde, todo se transforma, dicen el saber popular y también algunas leyes físicas y químicas, aunque no aclaran demasiado adónde va a parar ese todo que se transforma todo el tiempo, transfigurado en no sé qué.

La hipótesis de mi mujer acerca de la luna/uñita como ejemplo de la existencia de Dios no es nada inocente y tiene tradición, está sustentada en el fondo en una gastada figura retórica llamada sinécdoque, que consiste en mencionar la parte para referirse al todo. Como cuando uno dice “vi cien cabezas de ganado”, y lo que está viendo en realidad no son cien cabezas sueltas caminando por su cuenta, sino cien vacas completas, y las cien cabezas constituyen sólo la representación del centenar de bovinos completitos, cabezas incluidas. Si estamos viendo una uñita de Dios, me dijo mi mujer sinecdoqueando entonces con placer, es porque por allí hay (o hubo) un Dios que se cortó las uñas, una parte obviamente implica siempre la existencia del todo que la incluye. Así que en este preciso momento estaríamos viendo a Dios, concluyó sonriente.

Por supuesto, yo que siempre me ufané de integrar las huestes de la más estricta razón y el más cerril escepticismo, le contesté que el problema previo e insoslayable para sostener su argumento consistía en demostrar que esa medialunita luminosa no era en realidad una luna creciente, sino el prolijo recorte de una de las uñas de dios. Si ella conseguía demostrármelo, le dije, me daba por vencido, y la existencia de Dios estaría garantizada, al menos para mí, a partir de esa uñita. Ahí nos enredamos en un debate acerca de la fiabilidad de las epifanías (esas deliciosas manifestaciones de algo oculto) y sobre todo de las teofanías (esa clase tan dudosa y específica de epifanías que nos deja entrever algo relacionado con los dioses: léase la uñita de esa noche en nuestro cielo) Como en todos los casos en los que la discusión se traba porque uno sostiene empecinadamente que sí y el otro se emperra en decir que no, no llegamos a ninguna conclusión y menos a algún consenso, y la epifanía o teofanía de la uñita quedó sola y desamparada ahí en el medio del cielo, sin función inmediata aunque iluminándonos con la sutileza de sus destellos débiles y esporádicos. Hasta daban ganas de meterla dentro de casa, empezaba a hacer frío y el viento soplaba fuerte.

La mañana siguiente la busqué en el cielo inútilmente, no encontré ningún parpadeo que allá a lo lejos marcara su retorno. La extrañaba, así que me reconfortó saber que a la noche estaría otra vez ahí, en la entrañable transparencia de algún cuadrante celeste, esperándonos con su querida presencia. Para matar el tiempo me puse a investigar la cuestión de las pruebas de la existencia de Dios. Les aseguro que me asomé a un mundo infinito, de argumentos y debates algo bizantinos entre los que creen en Él y los que no creen o el tema les importa un corno.

Primero fui relevando, entre los ejércitos de Dios (que sin duda son los más antiguos y, es notable, los más extendidos todavía hoy), las opiniones y argumentos más fuertes, entre los que el de la uñita resultó ser nada más que una pequeña muestra. En el camino me encontré con una multitud de chamanes y brujos, pitonisas en sus oráculos, obispos en sus lujos y ermitaños en sus cuevas, monjes y rabinos, santos y profetas. Apabullante. Pero también había razonadores consuetudinarios: filósofos, escritores, científicos y pensadores en general. Y no crean que las justificaciones más relevantes del grupo de los creyentes se basaban en la fe, como sucede en tantos casos de apariciones de vírgenes, santos o imágenes sagradas; todo lo contrario, muchos argumentos se planteaban mediante complejos artilugios de la razón, desde silogismos hasta arriesgados pasos dialécticos. Quizá la invención más popular que defiende la existencia de Dios a partir de la más estricta razón sea el llamado argumento cosmológico o causal, postulado hace casi veinticinco siglos por Aristóteles, ese tipo que en la senda de Sócrates y Platón pensó y masticó y rumió una buena cantidad de problemas que hoy seguimos discutiendo. El planteo hablaba del “primer motor inmóvil”: en el mundo obviamente hay movimiento, sostenía Aristóteles, y también es obvio que todo móvil debe ser movido por otro móvil o motor, y éste a su vez debe ser movido por otro motor, y así hasta que al principio de la cadena de móviles debe existir un primer motor que no sea movido a su vez por ningún otro. Si pensamos esto mismo en términos más generales de causalidad y no de movimiento, significa que toda cosa es causada por otra cosa, porque no puede haber existido antes de existir; y en el origen de la cadena de causalidades, como en la de los movimientos, debe haber un principio, algo que no fue causado por otro ente, sino que existió siempre o se creó a sí mismo, fue causa de sí mismo. Eso sería una “causa eficiente incausada”, o sea Dios: el primero de la fila de los móviles, y la causa primera. Un Dios justificado desde la razón pura, en un camino ya trazado por Parménides un siglo antes, que intuyó que “nada surge de la nada”. Hasta que llegaron teorías como las del Big Bang… pero me las salteo, no deseo que mis queridos Parménides y Aristóteles se revuelvan incómodos en sus tumbas.

Unos quince siglos después, en plena edad media apareció un tal Tomás de Aquino. A diferencia de todos los que de bebés nos aferramos sin mayor reflexión y con total dedicación a las tetas de nuestras respectivas madres, la leyenda cuenta que él el primer día, en cuanto pudo apretar algo, se prendió a un papiro que tenía escrito el Ave María. Y se inflamó. De más grande Tomasito se volvió más reflexivo, y para unir el poder del pensamiento a la fuerza pasional de la fe representada por ese querido papiro (que operaba como su peluche), se dedicó a rizar sin tregua el mismo rizo de Aristóteles acerca de las razones racionales (con perdón) que justificaban la existencia de lo que se podría llamar Dios.

Había por esos medievales años una manía de debatir todo hasta el hartazgo. Parecida a la de los programas deportivos de la tele, con paneles de periodistas repletos de hipótesis endebles y de peleas pensadas para consumo de la tribuna, esa manía terminó con los doctos de la iglesia polemizando acerca del sexo de los ángeles, mientras los turcos a unas poquitas cuadras de ahí se dedicaban a conquistar Constantinopla. Con el mismo espíritu inquisidor, Tomás de Aquino apiló no solo dos sino cinco vías para sostener la existencia de Dios desde la razón; las dos de Aristóteles, y les agregó otras tres, que mostraban a Dios como ser necesario, contrapuesto a todo el resto del universo que solo era contingente, y como ser perfecto frente a todo el resto que era imperfecto, y como ser inteligente que determinaba cuál era el fin último de todos los otros seres del universo. Así que el Dios de Tomás de Aquino era primer motor, causa primera, ser necesario, ser perfecto y fin último. Nada menos. Tomasito con ese listado les pasó el trapo a todos durante varios siglos.

Durante mi recorrido por Aristóteles y Tomás de Aquino, en lugar de que uno u otro argumento me convenciera fui atormentado por una alucinación: vi imágenes de filas infinitas de cuerpos que empujaban a otros cuerpos (o móviles) hasta adonde la vista se le perdía a uno, y mujeres que tenían hijos que a su vez tenían hijos que tenían otros hijos, y filas de orquídeas cada vez más perfectas que llegaban más allá del horizonte, y también filas de bellas mujeres, al final de las cuales, allá en la bruma, era posible adivinar a la más hermosa y etérea de todas, y no llegué a distinguirlo pero me pareció que mucho más allá había también filas innumerables de cañones del Colorado y de cataratas del Iguazú, cada cual mejorando a la anterior hasta el recontra más allá, donde se encontraría la idea o móvil último que justificaba todo.

Pero nunca faltan los criticones. Por ejemplo el famoso Epicuro, quien ya unas pocas décadas después de Aristóteles y muchísimo antes de Tomás había lanzado una molesta paradoja: ¿por qué pensar que exista un dios omnipotente y bondadoso si el mundo está lleno de injusticias? Como es obvio que existe el mal (es suficiente con mencionar la continuidad de los genocidios o de los niños desnutridos), aceptar la existencia de Dios sería aceptar que o no puede combatir el mal, o permite que exista. En ese caso, o no sería omnipotente, o sería malvado: sería un dios incompleto o inadecuado, lo que es un contrasentido (y justificaría una famosa frase de Woody Allen: “Si Dios existe, espero que tenga una buena excusa”). Hubo infinidad de respuestas a esta paradoja, pero la guacha insiste y sigue rebotando dentro de las cabezas de la gente cada vez que, con enloquecida frecuencia, la maldad o la injusticia aquejan excesivamente al mundo y se nos ocurre saber por qué.

Como Epicuro, los antideístas (otra vez me sirve Woody Allen, que los definió -y se definió- con justeza: “para vos seré ateo, para Dios soy la oposición”) sostienen con sagacidad que en realidad a Dios, a los dioses, los inventamos nosotros, y no ellos a nosotros. En esa línea se presentan obritas maestras como la de Bertrand Russell, lúcido matemático y filósofo y además lord inglés, que aseguraba que eran los que creían en Dios los que tenían que demostrar su existencia, y no los ateos los que debían demostrar su no existencia. Para eso, seguramente mientras tomaba su five o´clock tea, pensó en este razonamiento: si él, Russell, asegurara que una pequeña tetera como la que en ese momento tenía en la mano gira alrededor del sol como un planeta cualquiera, nadie podría refutarlo, porque Russell podría sostener que por ser tan pequeña la tetera no es visible ni siquiera para el telescopio más potente, pero puede existir a pesar de no ser detectada. Pero pasar de la mera posibilidad de existencia de esa tetera a sostener que nadie puede dudar de que esa tetera existe y que gira alrededor del sol simplemente porque alguien lo afirmó, no sería válido como demostración. Eso pasa con Dios, decía Russell: su existencia es tan dudosa como la de esa eventual tetera que giraría por el espacio sin que la veamos.

Frente a todos los argumentos que fui recorriendo, la uñita allá sola en el cielo de mi ciudad era limpia y sencilla, nada pretenciosa, casi casi que volvía a ciertas fuentes, al Monte Olimpo por ejemplo, con esos dioses parecidos a nosotros, con envidias y tristezas y uñas y pelos y granitos y quizá hasta caspa o gastritis. Se me ocurrió que la uñita, esa epifanía entrevista por mi mujer, era quizá tan demostrativa de la existencia de Dios como uno de esos relampagueos intensos y generalizados en un cielo nocturno, que en su potencia amenazante nos hacen retroceder a temores que laten agazapados en nosotros desde la época de las cavernas, cuando si el cielo se nos venía encima corríamos, casi como hoy, a guarecernos de esa inmensidad inabarcable e implacable. O también la presencia de una sutil orquídea, una mujer hermosa o las vertiginosas cataratas del Iguazú suelen remitirnos con suma facilidad al cuarto de los argumentos de Tomás de Aquino, el de la perfección. En medio de esa turbulencia de impresiones recordé a un profesor de música del colegio secundario que nos acompañó en un viaje de fin de curso a las cataratas, y que cuando llegamos a la impresionante Garganta del Diablo dijo algo así como “hasta un artista como yo se ve impresionado ante este espectáculo digno de los dioses”. El tipo era pianista y no muy humilde, se sentía algo así como un semidios pero se rendía en ese momento ante el sentimiento de lo sublime, de eso que nos conmociona y hasta nos parece que supera lo humano, y nos llega a hacer creer en algo parecido a un Dios que orquesta esas maravillas.

Por falta de espacio se me pasaron aquí varias cuestiones, por ejemplo comentar sobre los que en su momento dieron por muerto a Dios, como Nietzsche, o tantos anarquistas y marxistas que intentaron demostrar sistemáticamente que un mundo sin Dios era más vivible y, por lo tanto, más humano. ¿Será que Dios estuvo y ya no está, y vemos esa uñita como se ve la luz de alguna estrella que ya desapareció hace millones de años pero su luz todavía nos llega? Tendrían razón entonces los que decían que Dios creó el mundo y después se retiró y dejó que las cosas siguieran su curso. Como si nos hubiera regalado el libre albedrío no por divina generosidad sino porque este kilombo es ingobernable, y ya no quiere hacerse cargo: ¡arréglense!, habría dicho con voz estentórea antes de hacer mutis por el foro. Bueno, un Dios abandónico no es la mejor de las imágenes como para que nos decidamos a creer en él. Y, si somos más drásticos todavía, Nietzsche no estaría tan errado y Dios en realidad habría muerto. En ese caso la uñita quedó por ahí a la deriva y sería una reliquia que si no la guardamos en algún momento desaparecerá. Todo pasa, el tiempo huye, es fugitivo decían los antiguos, y eso vale para todos, incluido Dios, a pesar de esas alforjas en las que tan cuidadosamente guarda nuestro tiempo derrochado.

Se dice que cuanto más cerca de la muerte estamos, más nos acercamos a Dios; yo comencé ateo, ahora me considero un agnóstico, y quizá en pocos años me vean con un librito de tapa dura lleno de salmos adentro, camino a la sinagoga. Lo que sería tan humano como lo que manifiesta el denominado teorema de Baglini, que dice que cuanto más se acerca un partido o grupo político al poder, más realista se vuelve, en cierta manera apacigua su capacidad de indignación y de entusiasmo, y menos promesas hace, porque en una de esas le toca gobernar y después le reclamarán. A mí me gusta fantasear con que Dios (de existir) al final del camino me reclamará algo, a mí que soy tan contingente e innecesario, tan imperfecto y todo eso, y estoy seguro de que por todas mis dudas y vacilaciones es que Dios, a pesar de lo que debería ser su infinita paciencia, ha dejado de creer en mí desde hace tiempo. Además, como leí en algún lado, lo que creemos se ve influido por cosas tan prosaicas como el tipo de digestión que tenemos: si la digestión es pesada, tendemos a no creer en la existencia de un ser superior; si es liviana, nos animamos a creer en Él con más facilidad. Y yo tengo digestión pesada, estoy en un problema. Otras veces me parece que Descartes no estaba tan equivocado, y que existe una especie de genio maligno que tiende a engañarnos acerca de lo que percibimos en la realidad, y que dios existe para que no caigamos en el engaño de los sentidos, esa vil trampa que nos tiende el cartesiano geniecillo.

De todas maneras, cada vez que veo otra vez la uñita, esa medialuna nocturna y titilante en mitad del cielo, me invade una sensación de familiaridad casi tan confortable como cuando uno vuelve a casa después de una tarde de lluvia y frío, se saca la ropa mojada y se toma un café con leche calentito en la cocina. Pavadas nomás, de ésas de las que a veces vivimos los humanos a falta de otras certidumbres.

Osvaldo Mazal

Inédito. Mazal es profesor de Teoría Literaria de la Unam. Publicaciones: Mundos-Diálogos-Silencios (poesía), Darwin poeta (novela) y Andrés vuelve, novela ganadora del premio Arandú de la Municipalidad de Posadas.

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