El vuelo del peluquín

domingo 28 de noviembre de 2021 | 6:00hs.
El vuelo del peluquín
El vuelo del peluquín

Fue un día gris y llovía de a ratos. Los pájaros sobrevolaban despacio sobre los capots de automóviles y sus estridentes gorjeos por momentos aturdían. Me daba cuenta de que la gente se tapaba disimuladamente los oídos. A mí me encantan los pájaros. Es quizás lo único que daba vida a esa masa viscosa de lentos movimientos, tránsito y bocinas.  En ese tiempo apenas los veía a través de los cristales de mis anteojos, de marcos grandes y negros. Es que persistían las gotas. Y dejaba que esa persistencia de nebulosa me invadiera y también el aluvión de trinos que desataban cuando me divisaban y se largaban siguiéndome. Es como si nos estuviéramos esperando. Eso sí: cuando tenía la gorra parecía que los ahuyentaba, pues se alejaban rápidamente como si los asustara. Así que regresaba del depósito con la gorra en la mano. Me la había regalado la abuela. Era escocesa y me bailaba un poquito en la cabeza.

-El año que viene te quedará bien –me decía la abuela.                     

La gorra era otra cosa que abultaba la mochila. Tenía la cartuchera de lápices, cuaderno de deberes, el de ciencias naturales, un nido viejo de gorrión, “Sansonita” -una piedrita imantada roja que la alimentaba de clavitos y alfileres de gancho-  y un vasito plegable azul para el agua en el recreo.

-¡Pelado cabeza de tuna! –se escuchaba desde los fondos del cuarto grado. Sabía que era para mí.

El día que olvidé sacarme la boina mientras izaban la bandera, la maestra me mandó a la dirección. Creo que coincidió después con la pérdida de la gorra. Fue muy confuso pues no sé si la dejé en el baño donde me escondía de gritos y corridas en la galería. O se me cayó a la salida al huir de mis compañeros en la calle.

-Cuatro ojos y no me ve –gritaban a coro.

Ahí fue que volvieron los pájaros. De a poco los fui distinguiendo por sus colores: unos amarillos limón en el pecho, otros con banditas negras en los copetes, alas celestes y penachitos morados, cenicientos como el pelo de la abuela. Los ojos rojos brillantes, abiertos a los chorros de luz de las jirafas siempre prendidas.

La abuela trinaba, no como los pájaros, sino torciendo los labios que era cuando estaba muy enojada. De esa forma las palabras por más suaves que fueran en su significado resonaban ásperas, duras, metálicas, rebotando en las estrechas paredes de nuestra casita.

-Igual buscaremos otra, más sencilla.  De tanto arrancarte el pelo estás quedando pelado.

Era muy sencilla: un pañuelo blanco con cuatro nudos esquineros y a medida. ¡Cómo admiraba en la abuela ese sentido práctico de las cosas! Ese encuentro con las acciones simples sin dudar solucionando lo que parecía complejo.

De por sí era mi cabeza la que estaba en juego, no cabía duda. Era cierto. De tanto jugar a enrollar mis rulos con los dedos, tenía una pista cada vez más amplia y brillosa. Debería haber controlado esa manía de explorar los límites -con el índice y el pulgar de la diestra- esa porción libre de cuero cabelludo asomándose al sol. Pero no vislumbraba salidas pues deseaba complacer a la abuela con la boina puesta, ganarme el premio del ahorro que me prometió y también quería ese esperado revoleo de mis amigos de vuelta a casa que no se daba con la gorra.

Entonces en esos días de lluvia se me venían las lágrimas, los cristales de los lentes  empañados, y un lloro como hipando de desconsuelo. No sabía por qué ni para qué lloraba. Me brotaban de golpe en medio de la gente. Alguien me tenía que mirar en ese alboroto del tránsito. Solamente a retazos mi figura aparecía borrosamente en los reflejos de las vidrieras. Sin embargo, un ojo rojo me seguía desde la esquina de la plaza. Justo cuando empezaba a atravesarla él, o ella no sé, se movía mecánicamente y me miraba. Ahí sí sonreía. Tenía mis amigos del centro: los pájaros y el ojo rojo.

Al llegar al portoncito del arrabal me ponía el pañuelo de pintor. Trataba de espantarlos para que no coman los últimos arroces que quedaban un poco desperdigados en mi cabeza. Pues a pesar de todo, el premio de juntar arroces era algo que también ansiaba.

Ese día parecía que el ambiente estaba tranquilo. Siempre deseaba oír ese tono amable e irradiante de la abuela al principio cuando me recibía con esas frases calcadas de un manual de cortesía, “queridito todo bien, mojadito el chico”. Me molestaba eso sí el escarbar de sus dedos ya que los sentía como los del capitán Garfio en cubierta sobre mis rulos, inclinándome para que se deslizaran los granos a la lata naranja. Siempre creí que las caricias eran ésas: raspaduras de garfios.

-Estas quedando sin pelos –decía- Mal negocio.

-Hay un ojo que mira en la esquina, abuela.

-Deber ser una cámara que filma. La próxima cambiá de cuadra donde no te vea.

-Quiero que don Solomón me vea.

-Don Salomón se llama. Él sólo ve que no quede ni un grano de arroz atascado en la zaranda. Si sabe que se atascan en tu cabeza… te cortará el cuello. No te descuides.

Sobre el lustroso hule floreado la abuela contaba los granos de arroz apartándolos como en los tantos de los juegos de mesa.

-Treinta y ocho…treinta y nueve….No llegamos. Uno menos que ayer… Otra vez distraído.

La abuela guardaba la lata anaranjada en la alacena que decía Arroz entre laureles. Descorriendo los bordes de una ajada cortinilla la elegía como si fuera la primera vez, entornando sus ojos que variaban en el día de azules a violetas. Y el ojo de buey de la lata era una circunferencia blanca y plena.

-Seguro los pájaros te madrugaron. Si te dejas comer…nunca llegarás a ahorrar.

Yo miraba la montañita de la lata. Me encantaba observarla. Un mar de arroz blanco, radiante. Hundidos los billetes de colores de Belgranos y Sarmientos, dobladitos mis ahorros del trabajo, sumergidos en el mar de granos. Algunas puntas sobresalían. Quería moverlas, sacudirlas, me parecían que se ahogaban. “Queridito, cómo dices que se ahogarán nuestros próceres. Ni nunca jamás”. Cuando estuviera llena me compraría un trompo verde brillante de guayabo, silbador de viento norte decía la abuela. Promesa de la abuela.

-Te pelaré. Haremos un peluquín. Un peluquín, justo y peludo. Ni cuenta se dará don Salomón.

Unos tijeretazos acabaron con las raleadas matas. Toda la noche estuvo la abuela costurando una pelambrera teñida en un entretejido natural y oscuro. Y perfumada con gotitas del extracto de “Embrujo de Luna” que usaba.

Al otro día en la escuela resonaba el vocerío de los juegos en el patio. Yo estrenaba mi nuevo peluquín perfumado, apretando a Sansonita con disimulo. Tomamos distancia en una fila y fue todo normal alegrándome de tener un día de paz, si bien ocasionalmente hubiera ocurrencias de motes y empujones entre ellos. De a ratos por los ventanales abiertos del salón se colaban los requiebros y gorjeos. Seguro eran ellos, esperándome.

A la siesta me tocaba ir el galpón de las afueras. En la arrocera me recibía el Terry moviendo la cola. Ese día con algunos gemiditos de extrañeza. Apenas lograba calzar la palanca pero descubrí que tomándola desde un extremo con energía respondía fácilmente. El monótono clap-clap tipo lavarropas de la zaranda era el inicio del dormitar de Terry. Siempre estábamos envueltos en el pica-pau de la máquina y en un polvillo amarillento suspendido en la luz de la bombilla.

El pequeño casquete estilo peluca era más frondoso que mis reales cabellos. Solo atinaba a mantenerme atento a las largas siestas de don Salomón. Él dormía en el jergón de su oficina. Entonces yo aprovechaba para captar granos voladores fugados de improviso del cernidor, en rápidos cabeceos como un arquero estirándome hacia el ángulo del arco en fenomenal atajada. Terry se despabilaba y me imitaba con la lengua afuera. Yo atajaba aquellos que pronto colmarían el ojo de buey y un trompo de guayabo bailaría en mis manos.

-Buen trabajo, muchachito –me dijo don Salomón al final de la jornada. Y Terry que gemía como cuando detecta ratas en el depósito. Don Salomón en un gesto de cariñosa compostura descentró un poquito con la mano, tal vez centímetros, mi masa rulosa que cambiaron quizás unos segundos mi fisonomía dejando ver la corona de granos. Grabé aquellas palabras del patrón que siempre repercutirían y cambiarían mi vida:

-“¡Indigno desvergonzado! ¡Con razón ningún grano en el piso! ¡Ladronzuelo!”. No opuse justificativo alguno. Es más, pensándolo mucho tiempo después lo deseaba fervientemente.

Volví jugando con el peluquín y sonriendo, sin despertar asombros en el mundanal tráfico. El sol relumbraba en los anuncios, las vidrieras y en la cámara esquinera. Los cristales mostraban hasta los canutillos minúsculos y negros en mi pelada cabeza. Y fugazmente una peluca a los malabares por los aires. Una y otra vez la tiraba y la hacía girar en un remolino de pájaros que danzaban en un tumulto de trinos. Se la llevaban, fieles y alegres, disputándose cada uno la supremacía de mantenerla en el aire y yo solamente seguía la envolvente rueda cuyo centro se movía a través de las calles.

Tras ellos me perdí.

Inédito. Raúl Novau ha publicado libros de cuentos, novelas y es autor de varias obras teatrales. Participó además de varias antologías.

Raúl Novau

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