La tiranía del fraccionamiento

sábado 20 de noviembre de 2021 | 6:00hs.

En enero de 1865 se empieza a publicar por entregas en la revista ‘El mensajero ruso’ un relato titulado ‘Año 1805’.Con estos datos es muy posible que pocos de ustedes sepan a qué obra nos referimos. Quizá el panorama se empiece a aclarar si decimos que el autor de aquel serial respondía al nombre de Leon Tolstói. Más si conocemos que cuando la obra apareció en una edición reunida su título definitivo fue ‘Guerra y paz’, la que fue no sólo el trabajo cumbre de Tolstói sino, probablemente, uno de los máximos exponentes de la literatura universal, adjetivo nada caprichoso.

El siglo XIX estuvo lleno de novelas como ‘Guerra y paz’, conmocionado aún por la revolución de 1789 y las posteriores que agitaron el suelo europeo, sus guerras, la industrialización, la sustitución de la nobleza por la burguesía como la clase dirigente y el nacimiento del proletariado. Uniendo a todas ellas la idea de la modernidad, aquella que marcaba que la historia estaba en manos del hombre y el hombre construía progreso mediante la ilustración. Todo se podía pensar, todo se podía hacer, todo se estaba reinventando. No es que la literatura fuese especialmente ambiciosa, es que necesitaba serlo si quería importar. Por eso los narradores tenían la necesidad de coser su presente, de darle no sólo una perspectiva, sino de darle unidad.

En el año 2021 seguimos leyendo y quizá lo hacemos en mayor cantidad que nunca. La razón, los teléfonos inteligentes, que ha dado a internet su máxima extensión social por abaratamiento de la herramienta de uso y una posibilidad de acceso en cualquier momento y lugar, no sólo a la palabra, sino también al audiovisual, en todo caso al mensaje. Y, si bien, la potencialidad llega a todo tipo de contenidos, ya casi nadie lee ‘Guerra y paz’ en una pantalla o, más allá, casi nadie leería este artículo si en vez de dos páginas ocupara cuatro. La series triunfan sobre las películas, pero sobre todas ellas han triunfado entre los más jóvenes los vídeos de menos de diez minutos en Youtube, para los nacidos ya en este siglo una eternidad, de ahí los nuevos formatos brevísimos de Tik Tok, donde la duración llega como máximo a los sesenta segundos.

Leemos más que nunca, pero lo hacemos de forma constantemente fragmentada. Las conversaciones de servicios de mensajería instantánea carecen ya de saludo y despedida, siendo un signo de indeseable adultez poner punto al final de cada oración. En Twitter, donde se concentra el debate público con pretensiones más serias, la máxima extensión de los mensajes es de 280 caracteres. Que a menudo son respondidos no mediante la palabra, sino mediante memes y emoticonos que refieren a un sentimiento primario como la ira, la sorpresa o el desprecio, contando con que para todos los usuarios la semiótica reducida acabe por tener un significado similar. Nos comunicamos constantemente, de una manera cada vez más fugaz, pudiendo transmitir un mensaje a la otra punta del mundo de forma instantánea, de mano a mano en cuestión de milisegundos. Pero, ¿qué podemos comunicar realmente entre tanta desintegración?

Cómo explicar el mundo en 280 caracteres y 60 segundos. Más allá, cómo explicar cómo nos sentimos mediante un GIF animado o un emoticono. Si durante unos cuántos miles de años el ser humano ha tenido dificultad para explicar el amor, cómo hacerlo con una carita que guiña un ojo y manda un beso representado por un corazón simbólico. ¿Recuerdan lo de las condiciones materiales y su narración de hace un par de párrafos? Si el neoliberalismo apostaba por la externalización de la producción, es decir, el fraccionamiento de los grandes centros de trabajo en pequeñas unidades, su correlato de época, el posmodernismo, luchaba denodadamente contra la unidad y la coherencia. Cuarenta años de ambas corrientes nos han conducido al momento actual: la tiranía del fraccionamiento.

En 2021, tras la Gran Recesión, mientras la pandemia comienza su retirada, el neoliberalismo parece sentenciado a ser sustituido por otra cosa, no necesariamente mejor. Sin embargo, sus formas comunicativas están en su cúspide: que un incendio se agote en su origen no significa que no arda aún con fuerza en su periferia. Cómo coser el mundo, cómo integrar lo disperso, cómo arrojar luz cuando no sabemos ni siquiera dónde poner el foco. Cómo explicar una crisis si el ciudadano medio es incapaz de establecer relación entre las causas y las consecuencias. Cómo aportar esperanza si carecemos de mapas y de dirección. Cómo construir los sujetos que la lleven a cabo si somos incapaces de ver lo que nos une más allá de nuestra propia identidad atomizada.

Hoy, quien avanza en el páramo tras el incendio neoliberal es quien utiliza el fraccionamiento en su beneficio. Mediante la desintegración del mensaje extiende sus bulos: siempre es más fácil odiar que construir si carecemos de una imagen global del funcionamiento de las cosas. Contra el miedo al páramo ofrece su refugio, uno basado en la exclusión, pero también en una pertenencia sencilla, casi de tribu. No es que la nueva ultraderecha sea un vástago del neoliberalismo, es que es su hijo primogénito y más querido. Una mezquina respuesta a sus consecuencias que crece gracias a sus herramientas: “La fe en la eficacia de un régimen de violencia”.

De todo esto podemos extraer por qué cualquier política que se base en la ilustración, es decir, la puesta de la ciencia y la filosofía al servicio del ser humano; el progreso, la idea de que la historia no es fatalidad divina sino producto de nuestras manos; y los grandes relatos, la condición para narrar de forma unitaria pasado, presente y futuro y sus protagonistas, debe estar enfrentada a la tiranía del fraccionamiento. Quien quiera coser esta sociedad debe empezar primero por coser sus mensajes. Quien quiera traer de vuelta la esperanza en el progreso debe primero reunir la fragmentación. No es una preferencia narrativa, es una necesidad de época.

Por Daniel Bernabé
Para Actualidad.rt.com

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