Ñande Reko Rapyta (Nuestras raíces)

Lo que el tiempo se llevó

viernes 12 de noviembre de 2021 | 6:00hs.

Casi sin darnos cuenta, en los últimos treinta o treinta y cinco años, una especie de aceleración tecnológica impulsa a la sociedad que conformamos; el tiempo, otrora sinónimo de duración, secuencia y proceso casi parecido a laxo, prolongado y de largo plazo, mutó a ya, ahora, en este instante; como si el inmediato presente genera un pasado con mayor dinamismo, irremediablemente. En otras palabras, parece que existiera más pasado y menos presente.

Esa sensación -para algunos- de apuro deja poco resto para darse cuenta que la vorágine se lleva personas, oficios, costumbres… a no sé dónde, y un día reaparecen en una fotografía, un museo, “un rescate patrimonial” generalmente protegido en velos de romanticismo y añoranza que reducen la crudeza del ayer y lo tornan “sin morbo” para “las futuras generaciones”, transformado en otra cosa dentro del envase de siempre.

Un ejemplo de ello, si de oficios hablamos, es el aguatero, un carro con “tracción a sangre”, munido de un gigantesco tonel o barril, conducido por un señor que vendía agua confiable -o potable-, recorría las calles de cuanta ciudad o pueblo había en aquella Misiones; en Posadas, en inmediaciones de las actuales avenidas Roque Pérez y Roca, se encontraba el lugar donde se abastecían del líquido.

El palanquero, temprano, “antes que caliente el sol”, con un palo sobre un hombro y pescados atados en sus extremos, recorría las calles, voceando la mercadería fresca y barata; en general eran acopiadores y vendedores ambulantes que compraban al contado, la “cosecha” de noctámbulos pescadores del Paraná; fueron indispensables en vísperas de Viernes Santos, antes que los supermercados y pescaderías coparan la parada.

Por aquel entonces también se contaba con el servicio de las lavanderas; hasta mitad del siglo pasado más o menos la ropa se lavaba a mano; las primeras máquinas para esta tarea ingresaron a nuestro país en la década de 1940 y su costo era muy elevado, así que, según la cantidad de miembros de la familia y su “buen pasar”, una o dos veces por semana se entregaba la ropa sucia a la lavandera, que hacía su tarea a orillas del río -en Posadas- o en un arroyo cercano también.

La tarea se cobraba por docena de prendas y no incluía el planchado, que era cubierto por ella u otra mujer y con costo extra; para ello, se cargaba con brasas  una plancha de hierro, se “aventaban” las cenizas y se procedía al alisado de la ropa. En esos tiempos, los cuellos y puños de las camisas masculinas se solían “almidonar”, al igual que las puntillas, visillos y carpetas que engalanaban muebles y ventanas, consistía en rociar o mojar esas partes de las prendas con almidón diluido en agua, luego se secaba con la plancha, y de esa manera se conseguía un efecto de mayor consistencia.

Otros oficios, en general femeninos, fueron el de costurera y modista, las primeras dedicadas a reparar prendas dañadas o descosidas, cambiar cierres, achicar o agrandar vestuarios, las segundas desplegaban su creatividad a partir de modelos publicados en revistas llamadas popularmente “figurines”, confeccionaban los moldes, cortaban y realizaban una o dos “probadas” antes de entregar el pedido; asistir a una de estas profesionales se constituyó en un verdadero acontecimiento social para ocasiones como casamientos, comuniones y bautismos.

La versión masculina de este oficio fueron los sastres, dedicados mayormente a la confección de trajes para varones, de dos o tres piezas –según tuvieran o no chaleco-; a veces realizaban pantalones “sueltos” y arreglos de otras prendas masculinas.

Supo ser muy importante el colchonero, no en referencia a quien fabricaba tan indispensable, sino a quien “revivía” aquellos viejos colchones de lana y resortes. Cada cierto tiempo, y especialmente cuando resultaba difícil reemplazarlo por otro nuevo, se llamaba a este trabajador, que procedía a descoser un costado del jergón, retirar las guedejas apelmazadas que luego cardaba y reubicaba entre los resortes, reponía la costura y la renovación estaba completa.

La lista de oficios que desaparecieron, cambiaron o están en vías de extinguirse es larga, obviando la cuestión de género: canillitas, serenos de plaza, carboneros, lecheros, afiladores, campaneros, tintoreros peleteros, descubierteros, vivanderos, almaceneros, operadoras telefónicas, reveladores de fotografías, dactilógrafas, taquígrafas, ascensoristas, villenas, carteros, mariscadores, bolleros, pajeros… cedieron y ceden su lugar a otras ocupaciones, de acuerdo a la “demanda de los tiempos”, lo que se suele definir como “aggiornarse” o “reformularse”, y sencillamente significa readaptarse.

Algo similar ocurre con costumbres, modismos; no más mantillas, no zapatos blancos solo en verano, mucha sandía a la siesta en la pileta y nada de silencio en Pascua. “Cambia, todo cambia”, dice la canción, en tanto un poeta agregó “se hace camino al andar”, y bienvenido sea.

Desde siempre el cambio es parte de nuestra condición humana, algunos lo llaman evolución y es una de las capacidades que tenemos para sobrevivir desde la más profunda y primitiva condición de nuestra especie

Gracias a Carmen Pintos, tan atenta a los detalles cotidianos del tiempo que ya fue, inspiración de la columna de hoy y de la recurrente pregunta: ¿todo tiempo pasado fue mejor?

¡Hasta el próximo viernes!

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