El hombre que se sabía todos los chistes

domingo 07 de noviembre de 2021 | 6:00hs.
El hombre que se sabía todos los chistes
El hombre que se sabía todos los chistes

Hubo un hombre que se propuso aprenderse todos los chistes del mundo. Y para ello tuvo que recorrer... todo el mundo. Se divirtió en el trayecto, es cierto, pero sufrió más disgustos de lo esperado. ¿Por qué quiso hacerlo? Porque estaba aburrido, probablemente. El humor era fundamental en su vida, pero la repetición le resultaba poco feliz. ¿Cómo alguien puede reírse cuando la sorpresa ya no es tal? Entonces, cuando se hartó de saber cómo les dicen a los que se invitan solos a las fiestas o qué respondió el nuevo novio de la hija de un adinerado empresario, inició su periplo en busca de las risas que en su país, en su idioma, se le negaban.

En Jamaica se sumergió en los chistes sobre turistas mal informados, una nigeriana le señaló la diferencia entre la toalla de mano y los libros de autoayuda, adolescentes japoneses le contaron sobre el samurai que perdía el pelo cuando se enfrentaba al gato de su vecino, en Moldavia le explicaron qué pasaría si un comunista y un capitalista se encontraran a la sombra de un limonero y aborígenes neozelandeses compartieron la historia, basada en hechos reales, del pescador que salió en bote en una noche de luna llena.

Cada sitio valió la pena, cada cuento nuevo despertó en él risotadas, algunas durante varios minutos, pero como saben los que trabajan en las canteras (por cierto, hay uno muy bueno sobre un borracho que se sube a una retroexcavadora), cuanto más se saca, menos queda. Y con la misma sensación de vacío que el cierre de ese último enunciado se quedaba nuestro protagonista a medida que el paso del tiempo lo ponía en posición de lamentar su conocimiento acumulado y extrañar la ignorancia. Porque nadie es más afortunado que quien escucha el remate de un buen chiste que no conocía.

Si de afortunados se trata, este buscador de risas era uno de ellos. No reparemos en cómo obtuvo el dinero para costear tantos viajes, digamos que ganó la lotería o lo heredó de un tío millonario. En definitiva, no era plata lo que anhelaba, sino escuchar nuevas historias graciosas. Y cuando llevaba más de seis meses de escuchar una y otra vez chistes que ya le habían contado, una nueva ilusión se cruzó por su vida: una azafata le dijo, como al pasar, que un tío suyo tenía un amigo que le había comprado a un pastor de cabras una piel que había sido del primo de un monje tibetano que se sabía el chiste más gracioso del mundo, pero que no se lo contaba a nadie. Y hacia allá fue.

Tardó otro seis meses en encontrar la montaña, otros dos en convencer a un sherpa para que lo acompañe hasta allí y uno más hasta que el mal tiempo amainó y permitió la escalada. Las dificultades recién empezaban: nunca había trepado una montaña, odiaba el frío y su estado físico estaba a la miseria después de tantas noches de alcohol y carcajadas forzadas en bares de todo el mundo. Pero este cuento no tendría sentido si no hubiese llegado. Así que llegó. Halló al monje. De pocas palabras el hombre. Parco, ensimismado. Tenía que ser él, el definitivo, el dueño del último y mejor chiste sobre la tierra.

En aquella cueva en lo alto de una montaña en el Tíbet, el cazador de risas aprendió a cocinar platos tradicionales, meditó, respiró aire puro, aprendió el idioma (si no, ¿cómo entendería el cuento?). Y llegó el día. El monje se le acercó, le agradeció por la compañía y, con la solemnidad del caso, se lo contó antes de emitir una risotada digna del mejor ebrio de Irlanda. Y ahí estaba. El mejor chiste del mundo, el último que le faltaba, ya no había más. Y no era otra cosa que el del hombre peludo que va al médico. Traducido, pero el mismo. Tanto viaje, tanta búsqueda, tanta preparación para que le cuenten uno que ya se sabía desde hace rato. Como un chiste del destino. Ja.

Inédito. Bachiller reside en Posadas, es periodista.
Mariano Bachiller

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