Día de los Muertos y dos culturas

miércoles 03 de noviembre de 2021 | 6:00hs.

El Día de los Muertos es una celebración tradicional mexicana que honra a sus ancestros. Coincide con las celebraciones católicas del 1 y 2 de noviembre en recordación a los difuntos y Todos los Santos. Desde México se extendió a otros países  de américa desarrollándose en forma notable, tanto es así que en el año 2003 la Unesco declaró Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

 El culto a la muerte en México se practicaba desde la época precolombina, es decir anteriores a la llegada de los españoles. Para los antiguos humanos el paso de la vida a la muerte siempre fue un misterio. Por muchos años en diversas culturas se generaron creencias en derredor a la muerte que se manifestaban en una serie de ritos y tradiciones, ya sea para venerar, honrar o exorcizar. 

El Día de Muertos, según la tradición mexicana, los seres queridos que han fallecido regresan para estar con sus parientes y nutrirse de las ofrendas puestas en su honor. Es símbolo de la identidad nacional.

A 50 kilómetros de la ciudad de México se encuentra Tenochtitlan, la ciudad de los aztecas.  Fue el centro del poder religioso, político y económico durante siglos, sobre todo, gracias a los tributos que pagaban los pueblos sometidos al poder despótico del Estado.

La cultura azteca era de un totalitarismo sangriento, que se valía de tribus sometidas para realizar sacrificios humanos en ritual de festejos. Se calcula en 30.000 personas las que morían por año, en honor a los dioses para que estos se renovaran en recuerdo de la creación.

El sacrificio se realizaba sobre los altares de los templos, donde generalmente se extraía el corazón del prisionero aún con vida. La forma más habitual del sacrificio consistía en llevar a la víctima hasta lo alto de la pirámide mayor, donde con un cuchillo el sacerdote le arrancaba el corazón, que se ofrendaba a los dioses.

Los teotihuacanos consideraban subsectores a donde se dirigían sus difuntos según su edad: En el uno se encontraban los difuntos jóvenes y aquellos que no alcanzaron a nacer. Se les enterraba en posición fetal en la tierra. En el dos se enterraban a los adolescentes. En el tres a los adultos. A estos se les colocaba en vasijas grandes de barro, como a los primitivos habitantes del guarán. En el cuatro enterraban a los ancianos colocándolos hogueras para la cremación de los cuerpos. Se creía que los ancianos regresaban a la tierra después de la muerte en forma de animales.

Después, la historia relatará que llegaron los españoles y conquistaron Tenochtitlán en 1531 en forma sangrienta, con la ayuda de los pueblos indígenas vecinos que estaban sometidos cruelmente.

En nuestra rica historia misionera y guaraní, según el relato oral de los ancianos, sus antepasados llegaron de más al norte de las grandes selvas amazónicas, asentándose entre las orillas de los ríos Paraná y Uruguay, preferentemente en sabanas donde lentamente fueron realizando labores agrícolas, condición que los indujo a tener un profundo sentido de pertenencia. Y en su expansión no hicieron ritos de sacrificios humanos, porque Tupá, su Dios, les indicaba que si hacían mal a sus semejantes, después de muertos, no entrarían a la Tierra sin mal.

Al llegar los curas jesuitas a estos lares, los guaraníes exhibían antiguas hachas de mano, tajaderas y vasijas de distintos tipos y tamaños, todo patrimonio de culturas anteriores. Guardaban como amuletos de buena suerte y sostenían que de alguna forma parte del espíritu de los que elaboraron aquellas cosas estaban en sí mismas y a través de estas les transmitían dones ocultos. Con el tiempo desenterraron cazuelas, vasos de diversas formas, palanganas y enormes cubos conteniendo huesos humanos, enterrados en lugares anteriormente poblados. Entonces puede deducirse que estos pueblos primitivos fueron desalojados por estos guaraníes invasores y se internaron más en la selva, o fueron adsorbidos por la pujanza de un género humano más poderoso que les impuso sus costumbres y creencias. Ésta situación llevó a meditar a los curas jesuitas y a preguntarse si es ley de la vida que el hombre más poderoso subyugue al más débil física y mentalmente, de la misma forma que se comportan las otras especies en la naturaleza. También meditaron, que todo esto cobra sentido si se acepta que entre los hombres en un comienzo fue así, pero todo cambió desde que Nuestro Señor Jesucristo vino a la tierra a imponer el principio moral según el cual todos somos iguales ante Dios, que la misión de los fuertes es amparar a los débiles, que la caridad es la condición humana más sublime y que la convivencia pacífica y civilizada es el regalo más precioso que otorgó a sus hijos. Desde ese punto de vista ético decían, se entenderá nuestra misión clerical. Nosotros no vinimos a subyugar al pueblo guaraní, sino todo lo contrario, llegamos para enseñarles el catecismo, la palabra de Cristo y el Dios hecho hombre en la tierra; para que conozcan la verdad de su palabra, convivan fraternalmente con sus otros hermanos y alcancen la gloria divina.

Pero esta gran historia misionera y guaraní comenzó a implosionar con la expulsión de los Jesuitas en el año 1767, y tuvo su final sangriento en Caibaté, la última batalla de la guerra guaranítica, donde fueron vencidos por los imperios unidos de lusitanos y españoles, que se odiaban entre sí, pero se unieron para batir a los últimos misioneros de las Misiones.

Después sobrevino la diáspora. Unos retornaron a la selva. Otros emigraron a Corrientes llevando sus santos, sus instrumentos musicales, sus costumbres y el amor a la tierra. Al mestizarse, dio origen al mencho correntino. El honorable y valiente señor de la región.

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