La chica que corría

domingo 31 de octubre de 2021 | 6:00hs.
La chica que corría
La chica que corría

Iba con una carrera que, sin ser rápida ni lerda, le hacía sobrepasar a los numerosos transeúntes que paseaban por las veredas de la frondosa Avenida Tres Fronteras. La gorra con visera cubría casi toda su cabeza y tapaba su frente hasta los ojos que calzaban anteojos de sol inmensos, escondiéndola de la gente. Los auriculares, llevados como si fueran una prenda más de vestir, le creaban un mágico y aislado sueño, al estar rodeada de personas y coches que no escuchaba. Se trataba de una marcha sin metas ni tiempos por cumplir. Lo suyo, fue siempre, correr por correr. Cuando la traspiración la cubría toda y el agua empezaba a deslizarse por la espalda sentía a su grácil cuerpo atravesar por el túnel de la tarde-noche tropical de Puerto Iguazú, que sofocaba a todos los demás, pero no a ella, como si fuera un pez nadando en un límpido mar azul transparente.

Al llegar extenuada a su coche, primero calmó protesta de la respiración y luego se dirigió a su casa.

En el trayecto pensó que tenía tiempo de descansar un rato, para luego salir a buscar a sus dos hijos adolescentes que estaban en una fiesta de cumpleaños.

Al traspasar la puerta del hogar, un marido huraño la recibió.

Un murmullo al pasar fue el saludo. Siguió derecho a la ducha. El círculo de placer cuando corría, se cerraba en esa estación de agua fría, que le hacía tiritar, pero que la cargaba de energía.

Al salir del baño, el hombre se dignó dirigirle la palabra.

-¿Se va a comer esta noche en esta casa?

-Si querés pido una pizza- contestó ella.

-Dije comida, a ver si me entendés.

-Todo es comida. Hasta la comida chatarra es comida.

El hombre terminó la cerveza que estaba tomando, apagó la televisión y con rabia dijo.

-Podrás ser muy inteligente y a mí dejarme siempre mal parado cuando discutimos. Pero la verdad es que un hombre no necesita a su lado a una luminaria. Alcanza con una mujer que cocine. Comida casera, de esa que lleva tiempo hacerla y para la que hay que tener ganas de crearla.

Se fue dando un portazo.

No era la primera pelea, seguramente no sería la última, que después de largos silencios terminaría en un encuentro amoroso, adonde se perdonarían palabras y gestos.

Pensó en sus padres que se pasaron la vida discutiendo y sin embargo se amaron siempre, cumpliendo con el adagio de que el amor es una larga discusión con intervalos de sexo.

Aunque el paso de los años había hecho que, al menos para ella, el sabor de esos encuentros, perdiera bastante su encanto porque el trajín de la vida desgasta algunos amores y pospone la fecha de las reconciliaciones.

La pelea anterior había sido porque encontró ¡terrible pecado!, unos versos que, cuando todos dormían se largaba a escribir con pasión y denuedo, cambiando algunos minutos de sueño, por retazos de sueños.

-Vamos a comer algo - murmuró con resignación, pensando que en cualquier momento la llamarían sus hijos adolescentes para que los fuera a buscar.

Luego, aletargada en el sofá, con los relámpagos de la pantalla de la televisión por toda iluminación, imaginando viajes a tierras extrañas, y con ganas de estar lejos de esta casa que a veces la asfixiaba, recordó su amorío corto, transitorio y frustrado con un amigo de muchos años. Una sonrisa se dibujó en su cara ¡si alguien llegara a enterarse! Lejos estaba ahora del castigo que sintió con el dolor del remordimiento de los primeros tiempos. Cuando el ansia de escapar venció al pudor y se refugió en ese otro mundo de trampas.

Época amarga fue aquella de reproches íntimos y pesares porque nunca le quedó en claro por qué lo hizo. Aunque se reconoció empujada por la desatención y el desamor de su pareja.

Claro, siempre nos justificamos, cuando hacemos cosas que nos dan placer, pero que sabemos que no deberíamos hacer. Actitudes de momento que pronto se desbaratan como un juguete mal armado. Maduró al justipreciar ahí, la distancia que va de las ilusiones a la realidad.

Supongo, se dijo, que a las personas, cuando las conocemos y nos agradan, las envolvemos en un halo de fantasía que fatalmente se termina cuando se corren las cortinas que no nos dejaban ver a la parte de la película de esas vidas, que ocultaban tan bien.

Luego, llega el hastío y la comprensión, de que las puertas que otros nos abren no conducen a nada.

Tan sólo, si nosotros buscamos, tanteando la suerte y, decidimos elegir la salida, en ese momento, por fin, estaremos haciendo caminos, andando la vida, corriendo los riesgos y amando de veras. Y mientras tanto, los hijos, la casa, el trabajo y las cuentas.

El fin de semana llegó luminoso, con una suave brisa matinal que encendía las ganas de hacer que la vida valiera la pena vivirla.

Todos dormían en la casa y lo harían hasta casi el mediodía.

La mañana era suya.

No se detuvo a pensar y, casi por reflejo, se calzó su gorra con visera, sus anteojos grandes de sol, sus auriculares para escuchar sin prestar atención y se largó a correr.

Al rato su respiración entrecortada le dijo que debía bajar el ritmo. Cuando lo hizo, al sentir plenamente la transpiración que iba en aumento, pensó que podía usarla como lubricante para que sus sueños echaran a volar, extendiendo sus alas.

Como quien lanza al fumar una bocanada de humo después de una larga pitada, tomaron volumen y cuerpo sus fantasías, desplegándose en un abanico de colores y empezaron a remontar vuelo, adelantándose y planeando cada vez más alto, con la majestuosidad de un águila buscando los cielos.

En el truculento e inefable desgarro que deja al cuerpo aferrado a la tierra y los sueños escapando con vida propia, creyó ver su destino, con suerte o sin ella, con amor o abandono, corriendo por correr, sabiendo que los sueños que corre, sólo le sirven para correr.

Cruz Omar Pomilio

Del libro Cuentos misioneros volumen II. Pomilio reside en Puerto Iguazú y ha publicado Cicatrices del alma (poesía), La licorera y otros cuentos y Los 33, (novela), entre otros.

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