Corea del Sur, el escenario real de ‘El juego del calamar’

jueves 28 de octubre de 2021 | 6:00hs.

Nuevo fenómeno mundial en torno a una serie de plataforma, esta vez se trata de ‘El juego del calamar’. Si algo podemos dar ya por sentado es que, diez años después de que Netflix extendiera su negocio más allá del suelo estadounidense, la compañía de entretenimiento es puntera en atraer la atención global hacia sus productos audiovisuales. El negocio se centra en la cuota que pagan sus millones de suscriptores, pero también en los datos que se extraen del uso que hacen de la plataforma: no falta tanto para que un algoritmo escriba narraciones de relevancia internacional. Existe un reverso que siempre hay que contemplar. Netflix es un poderosísimo altavoz para transmitir no sólo entretenimiento, sino también ideas. ¿Qué poder no ha soñado con llegar a todo el mundo de forma simultánea en sus momentos de esparcimiento desde la intimidad de sus hogares?

Si algo nos salva, de momento, de un sesgo en los contenidos de Netflix y otras plataformas de entretenimiento es su amoralidad ideológica mercantil: para que funcione cualquier usuario debe encontrar un contenido que se adapte a su gusto. Teniendo en cuenta, eso sí, que nuestros gustos, en la era de la loa a la diversidad, son cada vez más uniformes. En este sentido ‘El juego del calamar’ es el producto perfecto para nuestros tiempos: trepidante, visualmente audaz y controvertido. Si funciona, se emite: no hay más, incluso aunque su argumento tenga un marcado contenido crítico con el capitalismo.

No teman, este no es otro artículo sobre ‘El juego del calamar’ y sus lecturas sociopolíticas. Sí sobre el escenario del que parte la serie. Cualquier ficción, al menos mientras que siga siendo escrita por humanos, requiere de un contexto y unos antecedentes que hacen que el creador, en este caso Hwang Dong-hyuk, necesite contarnos algo que sea materia de atención común. La pregunta que viene a continuación debería ser obvia, ¿cómo alguien que vive en Corea del Sur, uno de los países más ricos y desarrollados del mundo, tiene la necesidad de hablar de un sentimiento de miedo, violencia, desesperación y desarraigo? A Corea del Sur, al fin y al cabo, la conocemos por aquellas olimpiadas de Seúl, por aquel Mundial de fútbol organizado con Japón en 2002, por las boy bands de K-Pop que triunfan entre los adolescentes y, desde hace unos años, por una dinámica industria audiovisual, que sobre todo ha llegado a occidente en forma de cine de terror. Pero por poco más.

Corea del Sur es un país altamente desarrollado, la 15ª economía mundial, con separación formal de poderes y elecciones democráticas a sus órganos políticos. Tiene, además, una alta esperanza de vida y una tasa de desempleo bajísima, del 3,6 por ciento. Pero también es el país con la natalidad más baja del mundo. Sin embargo, ocho de cada diez jóvenes consideran que la vida allí es “un infierno”, según una encuesta del medio coreano The Hankyoreh publicada en 2020. ¿Qué es lo que falla aquí? ¿Son los jóvenes coreanos unos llorones? ¿’El juego del calamar’ es una excentricidad de su creador? Empecemos con un dato que quizá aclare algo el panorama: la semana laboral es de 52 horas. Estos últimos días han trascendido las declaraciones de un político conservador, Yoon Seok-youl, que propone elevarla hasta las 120 horas semanales.

Según la OCDE, el 51% de los trabajadores coreanos declaran que soportan más presión de la que pueden, siendo el país con lo que el organismo denomina la “incidencia más alta de tensión laboral’’. La población, según un artículo de la BBC de febrero de este pasado año, considera en un 85% que “la gente más pobre nunca podrá competir con la que ya nació rica”, estando instalada la sociedad en una enorme presión que gira en torno al triunfo y el fracaso. Mientras que videos musicales como Gangnam Style reflejaban el ostentoso modo de vida de los barrios más ricos de Seúl, la mayoría de personas se enfrentan a una gran inestabilidad laboral que es cada vez más generacional, sobre todo desde la crisis financiera de 1997. El país crece, pero cada vez reparte peor la riqueza y la estabilidad vital entre sus ciudadanos más jóvenes.

Si hay un aspecto que se ha convertido en un problema nacional ese es la vivienda. La oscarizada Parasite ya apuntaba este hecho, donde una familia de clase trabajadora vivía en un banjiha, refugios contra bombardeos en semisótanos reconvertidos en infraviviendas. El alquiler supone el 50% del salario, en una modalidad, el chonsei, donde el inquilino debe desembolsar de golpe gran parte del valor de la vivienda antes de poder vivir en ella. Corea es también el país de la OCDE con menor promedio de habitaciones por persona, datos que, junto con los laborales y educativos, donde hay cada vez una mayor segregación de oportunidades, nos empiezan a desmontar el mito del desarrollo del Corea del Sur y explican el cruel argumentario de sus productos cinematográficos.

Pero, ¿y qué tal anda el país en cuanto a las libertades civiles? Bong Joon-ho, también director de la afamada Okja, denunció, cuando su película competía en Cannes, que en Corea del Sur había existido una lista negra compuesta de 10.000 artistas y escritores de izquierdas, con el objetivo de arruinar su carrera profesional: “Fueron unos años tan de pesadilla que dejaron a muchos artistas surcoreanos profundamente traumatizados”. ¿A qué años se refiere Joon-ho? A los comprendidos entre 2013 y 2017, cuando el país estuvo gobernado por su primera presidenta Park Geun-hye, hija de uno de los dictadores militares, que acabó destituida por un caso de tráfico de influencias. Incluso se intentó acabar con el festival de cine de Busán, el más importante de toda Asía.

‘El juego del calamar’ es una ficción, su escenario, Corea del Sur, una realidad que, pese a que está a la vista de todos, casi nadie conoce de una forma precisa. A veces la ficción sirve para gritar lo evidente, para advertir al mundo que detrás del poder blando de la sonrisa de las estrellas del pop surcoreano, se esconde un país enormemente desarrollado pero tremendamente cruel e injusto con su propia población. Todas las fábulas, incluso las más crueles, tienen siempre una parte de verdad.

Por Daniel Bernabé
Escritor y periodista
Para Actualidad.rt.com

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