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El Negro Malatesta

lunes 25 de octubre de 2021 | 6:00hs.
El Negro Malatesta

Durante mucho tiempo los avisos clasificados de los diarios eran el nexo indispensable para la venta de bienes o la búsqueda de trabajo. Eran tiempos de la universidad, de alegrías y carencias, de optimismo y frustraciones.

La necesidad y un aviso del diario El Litoral me llevó a encontrarme con el Negro Malatesta en un sucucho ubicado en la calle Hipólito Yrigoyen. Tenía que pagar la pensión y las arcas estaban vacías; había que encontrar una solución.

En Santa Fe de la Vera Cruz la gente estaba muy interesada en obtener una cobertura de salud, cuando los sindicatos aún no se habían apropiado de las obras sociales. Debían recurrir a lo que hay llamaríamos una prepaga, y en ese tiempo era asociarse a un sanatorio.

El Negro Malatesta tenía un pequeño taller de reparaciones de televisores, pero en verdad, era un ‘busca’ de aquellos. El tipo ofrecía laburo de promotores a personas jóvenes, sin distinción de sexo, en medio de una parla infernal con destino asegurado al éxito.

Debo confesar que en la primera entrevista no me causó una buena impresión la desfachatez de su discurso, pero en realidad necesitaba guita para cubrir los gastos. Nos atendía en una mesa mal entrazada y anotaba nuestros datos en un cuaderno de carnicería.

–Esto es simple -nos decía-. Depende de ustedes, lo que ofrecen, no lo ofrece nadie en la ciudad.

El Sanatorio Español inició una conscripción de socios con un merchandising que no lo hacían los otros institutos asistenciales. “Asistencia médica inmediata, sin límites de edad, sin historia clínica ni período de carencias”.

No vamos a descubrir nada diciendo que las personas mayores, son las que con mayor frecuencia concurren a la consulta médica, y allí el Sanatorio Español jugaba una carta ganadora. Quizás esa estrategia fuese transitoria, como la de encargarle a Malatesta su representación, pero el sanatorio quería recuperar un protagonismo perdido y sabría que el que iba dirigir la campaña no era la mejor carta de presentación, pero era indudable que “calle” no le faltaba.

Mi condición de estudiante universitario le interesó al representante del sanatorio, pensando quizás que yo tuviese una buena dicción y fuese un buen vendedor.

Alberto, un muchacho de 23 años, era su persona de confianza, me mandó con él y otros tres jóvenes a un barrio de gente humilde, ubicado al fondo de la Curva de Roces, en la avenida Blas Parera y Estanislao Zeballos.

Malatesta tenía un contrato con el sanatorio de que las tres primeras cuotas de los asociados serían para él. A nosotros, los promotores, nos decía:

-La primera cuota que cobren es para ustedes. Sencillo y rápido, depende ustedes.

Arrancamos a las dos de la tarde de un soleado mes de agosto, encarando a los vecinos del barrio que vivían en modestas viviendas ubicadas a la vera de una calle de tierra, sin cordones y sin cloacas.

-Buenas tardes, somos del Sanatorio Español, estamos realizando una nueva conscripción de socios, con los beneficios de inmediata atención médica, sin historia clínica ni límites de edad.

La gente se interesaba por la oferta, necesitaban atención médica para el abuelo o la abuela, pero lo que no tenían era plata.

Cuando el sol empezaba a esconderse me crucé con Alberto, que me preguntó:

-¿Cómo te fue?

-Mal, muy mal -le respondí.

Ante tanta impotencia me quedé solo sentado en un cantero de la estación de servicio, con la firme convicción de que ese sería mi primer y último día de trabajo para el Sanatorio Español. En dos semanas tenía mesa de examen en la facultad y necesitaba abocarme a estudiar la materia.

Al anochecer llegué al taller del Negro Malatesta y le comenté la oscura tarde que transité, le dije que no iba seguir y que se me avecinaba un examen en la facultad.

El tipo me palmeó la espalda y en tono de confianza me dice:

-Negro, tuviste una mala tarde, como cualquiera. No dejes el laburo, rendí tu examen y volvé. Te va a ir bien, acordate de lo que te digo.

Llegué abatido a la pensión, de pura casualidad el dueño, Melena Periale, estaba en el pórtico de acceso. Le expliqué la situación y con una enorme generosidad agrega:

-No te preocupes, yo te aguanto unos días, yo sé que vos me vas a pagar.

Siguieron días y noches de estudio para enfrentar a la mesa examinadora, a la que pude sortear con éxito. Ahora tenía que pagar la pensión y quise darme una nueva oportunidad con el tema de los socios para el sanatorio.

Malatesta me recibió con alegría:

-Te voy a mandar a un barrio más lindo.

Allí la gente tenía las mismas necesidades con los abuelos que en el barrio cercano a la Curva de Roces, con la diferencia de que disponía de dinero para abonar las cuotas sociales.

En una semana de intensas caminatas pude reunir el dinero para pagar la pensión y me sobró un resto, que usé para ir a comer a un restaurante modesto pero agradable, a modo de festejo.

Sin darme cuenta, entendí que cuando estás en la Universidad de la Calle también tenés que estudiar, aprender a ser duro para enfrentar a la adversidad.

Al fin de cuentas, el Negro Malatesta, al mandarme al barrio humilde, me hizo ‘bailar con la más fea’, me puso a prueba. Y de eso también se aprende.

Publicado en ideasdelnorte.com.ar

Por Ramón Claudio Chávez

Ex juez federal

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