El sicario de la triple frontera

domingo 24 de octubre de 2021 | 6:00hs.
El sicario de la triple frontera
El sicario de la triple frontera

Continuaba inmerso en la pesada tarea de acomodar el cadáver en la embarcación, cuando la figura de Celestino, el más experimentado de todos los ejecutores de la zona, apareció entre la niebla crepuscular. Blas se sorprendió al verlo llegar y aún más al observar su cuerpo completamente cubierto de barro. Tenía su habitual cuchillo en la cintura y una mancha roja en la parte de atrás de su camisa; mancha apenas visible debido a la gran suciedad que lo cubría. Un pañuelo deshilachado envolvía su cuello, aunque el clima no lo requería. Más allá de estos detalles, su aspecto era el de siempre: el de un eterno hombre viejo, delgado y nervioso. Blas agudizaba sus pensamientos con la misma intensidad que observaba a Celestino.

—¿Éste era el fácil? —preguntó Celestino mientras su compañero seguía estudiando el extraño aspecto que presentaba—. Parece que Alves se equivocó. Éste es mucho más grande que el otro infeliz que matamos en Brasil; ese sí fue presa fácil. Yo tendría que haber estado acá por si vos me necesitabas.

—Cómo ves no hizo falta, pero podés ayudarme con el cuerpo y el lastre, necesito más lastre —respondió Blas.

—Es demasiado el lastre que llevás, puede que la canoa no aguante.

—El lastre nunca es demasiado, prefiero asegurarme de que no flote.

Celestino lo ayudó, pese a sus dudas, sin cuestionar. Después de todo, con el segundo cadáver, el trabajo estaba hecho. Sólo faltaba acomodar el cuerpo y arrojarlo en el medio del Paraná. Ambos permanecieron callados, ejecutando el plan maquinalmente. Blas comenzó a remar mientras Celestino persistía en su silencio hipnotizado por la noche. Solamente podía oírse el ligero contacto de los remos empujando el agua. Ni Blas ni Alves sabían cómo Celestino había podido resistir tanto tiempo en el negocio. En realidad, nadie lo sabía. Pero no había demasiado lugar para pensamientos rebuscados. Los sicarios, como en cualquier otra profesión, también compiten por sus clientes. Sin embargo, es fácil intuir cómo se resuelven los conflictos. Un sicario mata porque es su trabajo y, cuando es necesario, mata para que otros no le roben sus encargos. La mayoría de las veces, es necesario trabajar en conjunto. El marco de la triple frontera brinda generosas alternativas de escape luego de cometer el delito. Salidas por rutas oscuras y silenciosas. La logística posterior al crimen constituye la parte más fatigosa. Pero con la coordinación necesaria es extremadamente sencillo consumar el asesinato en un país y desaparecer el cuerpo en otro, cruzando alguno de los dos ríos que establecen los límites. O, ¿por qué no?, en el mismo cauce.

Blas, como si fuera un doctor, continuaba observando a Celestino. Le alcanzó un trapo viejo para que limpiara su rostro todavía cubierto de barro profundo. Llegaron finalmente a un remanso opaco y vasto del Paraná, más cerca del lado argentino. Los asesinos se observaron con tranquilidad furiosa durante unos segundos, hasta que Celestino comenzó a atar el lastre al cuerpo que yacía inerte bajo una lona en el medio de la embarcación. Como lo había advertido, refunfuñó diciendo que el lastre era demasiado y utilizó solamente la mitad del mismo. Argumentó que, de hundirse muy rápido, los nudos de las sogas podrían zafarse y el cuerpo salir peligrosamente a flote. Blas nunca había cuestionado la extensa experiencia de Celestino. Tampoco lo hizo en aquel momento. Sólo se preguntaba en silencio porqué no estaba haciendo todo esto solo, como se había hablado en un principio. Debía encontrarse en Paraguay con Alves y contar las anécdotas de un trabajo bien realizado. Trabajo que había conseguido Celestino gracias a sus innumerables contactos en los tres países y por el cual le correspondía un cuantioso porcentaje. Esto era usual. Celestino era su nombre para el que lo buscase con estos fines, pero tenía tres identidades bien desarrolladas y con la documentación requerida en cada uno de los países. ¿Cómo lo había conseguido? Otro misterio. Algunos conocían la inclinación que tenía hacia distintos cultos que adoraban a la muerte. «Así la mantiene lejos, adorándola», decían. Pero para la mayoría era más probable que la obstinada permanencia del viejo en el negocio se debiera a su astucia e ingenio.

Después de arrojar el cuerpo y contemplar con frialdad cómo se desvanecía en las aguas del río, Celestino no pudo resistir la incomodidad de su socio y, finalmente, comenzó a narrar lo sucedido en Brasil.

―Esperamos que el fulano ese cruzara al Brasil, lo seguimos después del puente. Lo abordamos cuando estacionó su auto en las afueras de un cabaret, lo de siempre. Lo llevamos al matorral cerca de la costa del Iguazú. Ahí donde es bien oscuro. Alves lo ejecutó y yo observaba de lejos haciendo de campana. Hasta ahí todo normal. Decidimos enterrarlo ahí nomás, no hacía falta que sea profundo, lo llenamos de piedras por las dudas. El río está bajo, cuando llegue a su nivel de siempre va a estar tapado por el agua también. Ahora escucháme bien —dijo golpeándose la rodilla con el puño—, mientras estaba tapando al fiambre, el malparido de Alves quiso ensartarme. Logré esquivar ese cuchillazo y sólo me cortó. Como tenía la pala pude golpearlo en el brazo, pero yo sabía que él andaba con la pistola todavía en la cintura. Me escapé por el monte hasta llegar al río.

Blas escuchaba perplejo. Sus ojos comenzaron a brillar de impotencia y furia. Los hechos decididamente no eran los esperados de aquella noche. Alves lo había decepcionado. Sabía que no podía emitir ningún tipo de palabra que calmara la ira de Celestino. No debía hablar.

—Vos sos el que tiene la paga del trabajo —continuó el viejo Celestino—. Empezá a remar ahora que todavía estamos del lado argentino. Cuando lleguemos al Paraguay, vamos a desaparecer juntos y, cuando vuelva a cruzar a ese bicho traicionero, voy a estar preparado. ¡Ja! Cree que le tengo miedo seguro, porque me di al raje, pero ya vas a ver cuando me vea. Va a quedarse mudo esperando que lo mate.

Blas le dijo que juzgaba lógica la propuesta. Cuando Celestino preguntó si había un arma de fuego extra en la canoa, el joven sicario le indicó que busque en la proa. Celestino obedeció y, en un instante, su hasta entonces socio, con un rápido movimiento propio del oficio, tomó la faca que el viejo llevaba en la cintura y la hundió en el fondo de su espina dorsal. Antes de que pudiera lanzar un solo gemido, rodeó el cuello de Celestino con sus brazos y apretó hasta sentir que el cuerpo finalmente dejaba de moverse.

Blas estaba cansado de trabajar para un viejo que lo había explotado durante demasiados años aprovechándose de su juventud y fuerza. Llegaba el momento de una nueva generación, la de Blas y Alves. Celestino pasaría a la historia. Ese era el objetivo que se habían propuesto hacía ya unos meses, pero las cosas no resultaron como las habían planeado. Alves falló. Mató al que debían matar pero, a pesar de su mayor fuerza, no pudo rematar al viejo sicario después. Blas lo hizo de mala gana, improvisando. Ahora, mientras unía el cuerpo del viejo con el lastre, que para esos fines había llevado, imaginaba las excusas que Alves le daría para intentar justificar su falla. «La maniobra por poco no se fue al diablo», pensó.

Remó unos minutos más y una macabra intuición susurró en su oído; quizás él había sido el traicionado. Quizás, casi sin querer, había salvado su vida al matar al viejo. Una posibilidad que lo hacía pensar en la fragilidad de su inteligencia más que en la de su vida. Ahora, con el viejo muerto, tenía la chance de salir con vida como único victorioso. Tomó el revólver antes de llegar a la costa del Paraguay donde ya estaba la figura de Alves esperándolo.

Ambos tomaron la canoa y la destruyeron a hachazos. Blas tenía la paga en un morral viejo que cruzaba su torso. Después, hicieron una fogata con los restos en un lugar seguro, alejado unos metros de la costa. Todo lo hicieron sin emitir una sola palabra. Se sentaron a esperar que la noche se esfumara para tomarse el primer ómnibus hacia algún pueblo según lo que habían conversado la mañana anterior. Alves comenzó a detallar las cosas que iba a hacer con el dinero durante el tiempo que permanecerían alejados, mientras Blas sujetaba el revólver bajo su bolsillo. Con la otra mano arrojaba pequeñas piedras a la oscuridad intentando matar sus dudas. Observaba a su compañero de reojo, desconfiado, esperando que manifestara algo sobre lo ocurrido en Brasil, pero Alves no parecía sentir la necesidad de dar explicaciones. Seguía hablando del futuro. Blas lo interrumpió y preguntó de manera salvaje qué había pasado con Celestino. Entonces la narración de Alves inició con impecable similitud a la del viejo sicario. Claro, hasta el punto en el cual aseguraba haber matado y enterrado al viejo junto con la primera víctima del trabajo. Entonces, Blas sacó su revólver ante la atónita mirada de Alves.

―¡Dame una razón por la cual no debería perforarte la cabeza, traidor!

―¿Qué carajos estas diciendo?

―¡Dejaste ir al viejo! Y si hubiese sido un error me lo hubieses dicho ni bien llegamos. ¡Lo dejaste ir para que me matara!

―¡Pará! ¿Qué veneno tomaste? ¡Te digo que lo maté, mierda!

―¡Yo lo maté! Hace unas horas lo ensarté, le rompí el cuello y tiré su cuerpo al fondo del río.

Alves no podía creer lo que estaba escuchando, pues él mismo había enterrado su cuchillo en la espalda baja de Celestino. Y, para asegurarse, le había dibujado un surco en su tráquea, enterrando el arma blanca junto con el cuerpo y un montón de piedras. A pesar de argumentar todos estos detalles, Blas seguía convencido de la traición y, por extraño respeto, esperaba al menos que reconociera su culpabilidad antes de matarlo. Entonces, Alves alzó la mirada. Congelado de espanto, no fue capaz de emitir ningún sonido mientras una piedra descendía con brutal fuerza sobre la cabeza de Blas. Lo mató en el acto. El atacante estaba mojado, chorreaba agua y tenía el rostro azul. No era otro que Celestino.

―La santa muerte te ofrece interesantes oportunidades cuando llevás tu vida en tres países diferentes. No le importa que el rito se haga con tres nombres distintos. Protege a los tres nombres, por más que sean de la misma persona. Muchos ya quisieron traicionarme. Pero debo reconocer que es la primera vez que me matan dos veces. Les faltó una —concluyó sonriendo tétricamente.

Mientras, Alves esperaba, todavía mudo, el momento de su muerte. Tal como el sicario de la triple frontera lo había predicho.

Sebastián Borkoski

Del libro Los diablos blancos. El autor publicó además El Sueño Radovan (2020), El puñal escondido (2011) y Cetrero nocturno (2012) entre otros. Ilustración: Maco Pacheco

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