La niña de la artesanía

domingo 17 de octubre de 2021 | 6:00hs.
La niña de la artesanía
La niña de la artesanía

Camino por Itaembé Miní. El barrio urbanizado de Posadas todavía tiene vestigios de monte: árboles de eucaliptus en parcelas rojas cubiertas por pasto verde claro. Aún los trinos de los pájaros compiten con los chillidos de los automóviles. ¿Por cuánto tiempo más? Me muevo a duras penas hacia mi casa, no puedo respirar muy bien y tengo muchas ganas de ir al baño. ¡No puedo ni salir dos minutos que ya tengo que orinar! No sé cómo voy a llegar a los 40, si a los 30 estoy así. Para colmo, me transpiro en demasía apenas hago cuatro pasos afuera. Pero si me quedo tanto tiempo trabajando frente a la pantalla de la computadora, sufro. ¿Se puede tener sed, querer orinar y transpirarse a la vez durante una caminata obligada? Yo puedo.

El pensamiento se difumina con la aparición de una niña de ojos pequeños, cara redonda y oscuros cabellos gruesos que me dice: “¡Hola!”. Le respondo con una sonrisa breve y tirante (me cuesta tratar con adultos, más con los pequeños) y, acto seguido, me tiende la mano para darme un animalillo de madera, de esos que tallan algunos artistas de la comunidad guaraní. Lo miro, extrañada. Es un tucán que, tras mirarlo y remirarlo, me resulta familiar. Cuando levanto la vista para devolvérselo, ella ya no está. La diviso corriendo lejos, como solo los niños pueden hacerlo. “Bueno”, me digo. “Si la vuelvo a ver, se lo devolveré”.

Ya en la casa, me quejo otra vez de lo tedioso que me resulta salir. Es una odisea, sobre todo con este calor. Mas, tengo mis días. Por ejemplo, el jueves de la semana pasada salí a hacer diligencias a pesar de la lluvia y del esguince que sufrí en el tobillo a la madrugada, cuando me levanté de la cama a causa de un calambre que retorcía mi pierna derecha. El viernes, ya podía caminar normalmente, aunque con la consabida molestia. Es que soy propensa a los calambres y, con el pasar de los años, he perdido fuerza muscular. Con decir que si me acuclillo para buscar lo que se ha caído o mis calzados bajo la cama, tengo que apoyarme en algo para levantarme. ¡Y pensar que hasta hace 19 años trepaba hasta las paredes!

Miro la figurilla de madera y atisbo escasos recuerdos de la infancia. Lo curioso es que desde pequeña vivo en el mismo barrio, en esta misma provincia argentina, pero todo el pasado aquí me parece un sueño. Las remembranzas son como abrir un portón que solo me separa del otro lado por sus hierros. Paso al otro lado, dejo el portón entreabierto y soy otra vez la niña que trepaba árboles de ingá, descascaraba sus leguminosas amarillas y engullía la felpa dulce que envolvía las semillas. A veces, movidas por el calor, junto a otras chicas de mi edad nos atrevíamos a adentrarnos al monte detrás del barrio y nos colgábamos de un limonero para recolectar sus frutas de color verde oscuro que la mamá de alguna, luego, convertía en zumo ácido y dulce con hielo para tomar tereré. ¡Solo bastaban cuatro limones del tamaño de una pelota de tenis para una infusión que compartíamos seis niñas! Y ni hablar de la valentía que tenía cuando, en vez de bajar paso a paso, saltaba escaleras enteras de ocho peldaños cada una… a veces, con un resultante dolor de pies que se me pasaba enseguida.

El salto me trae al presente de golpe. Es que ya me tengo que poner a usar la computadora. Pero todavía no puedo. ¿Qué me pasó que cambié tanto? Me miro al espejo… Aún quedan indicios de esa chiquilla: los pequeños ojos marrones, el rostro redondeado y el grueso cabello indócil. ¡Por eso ya había visto el tucán! Me lo había regalado mi madre cuando cumplí 5 años. Lo llevaba a todos lados desde entonces. ¡Yo soy la niña de la artesanía!

Marcela Vargas

La autora es comunicadora social, redactora y correctora. Reside en Posadas. Publicó su primer libro de cuentos en el 2019.

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