La fantasma

domingo 17 de octubre de 2021 | 6:00hs.
La fantasma
La fantasma

Mi lejana infancia transcurría entre la estancia “Las Margaritas”, propiedad de mis padres, y la ciudad de Victoria, en la provincia de Entre Ríos, donde concurría a la escuela primaria.

Cuando se iniciaba el período escolar, mi madre se instalaba en la casa familiar que poseían en aquella ciudad, en compañía de todos los hijos menores en edad escolar. Los mayores seguían estudios secundarios en la Fraternidad de Concepción del Uruguay o universitarios en la ciudad de Córdoba.

Todos los sábados, mi padre mandaba desde la estancia al negro Teodoro, con un caballo de tiro, ensillado, para que yo, una vez terminadas las clases de ese día fuera a pasar el fin de semana con él. En aquellos tiempos cumplíamos horario escolar de mañana y de tarde, incluso el sábado. Mientras regresaba a casa y me calaba la ropa de campaña, invariablemente nos poníamos en marcha a la entrada del sol, vale decir que la noche nos tomaba en viaje.

Siempre viajábamos por el camino “de abajo” que era más directo que el “de arriba”. Así se los designaba porque el primero atravesaba toda la zona plana que se extendía entre las últimas estribaciones de las cuchillas y el río Victoria. En cambio, el segundo subía y bajaba cuchillas, y aunque una legua más largo, era siempre viable para rodados.

Por el camino de abajo, había que cruzar una zona pantanosa, por cuya circunstancia solo se transitaba a caballo.

Estos pantanos los cruzamos entre dos luces y alcanzamos un lugar seco donde desmontábamos para dar resuello a los caballos, arreglar bien las caronas y ajustar la cincha.

A poco de reanudar la marcha alcanzamos una isleta de viejos algarrobos, algunos ejemplares muertos de pie, extendían su ramaje seco hacia el cielo. Íbamos al trote de nuestros montados. El negro Teodoro contando sus aventuras que yo escuchaba con atenta candidez infantil. De improviso el negro mira hacia un costado y grita: ¡“la fantasma”! mientras se inclina hacia adelante y azuza a su caballo con los talones y el rebenque. El noble bruto salta hacia adelante y emprende una veloz carrera. Entre tanto mi montado, que siempre estaba listo para una embestida, también dio un salto que casi me arroja por la cola y en frenética carrera se pone a la par de su compañero. El negro miraba de cuando en cuando para atrás y repetía: ¡la fantasma! Este súbito incidente electrizó mi cuerpo y sentí un raro cosquilleo que daba la sensación de que los cabellos se ponían de punta.

Así corrimos y galopamos casi dos leguas hasta llegar a la tranquera por donde se entraba al potrero de la estancia. El negro desmontó para abrirla y no podía encontrar la llave del candado que estaba colocado en un lugar convenido. Con el susto que tenía no la ubicaba porque sus ojos miraban más al camino que al lugar donde debía encontrarla. Por fin acertó y abrió. Entramos al campo y en un galope tendido llegamos a las casas, el negro con los ojos saltones por el espanto, y yo, para qué lo voy a contar.

El lunes, de regreso al pueblo pasamos el lugar de día y pudimos comprobar que la fantasma que había visto el negro no era otra cosa que un viejo tronco de algarrobo, que aún de pie y sin ramas, sufría los embates del tiempo. Su tronco retorcido semejaba una mujer vestida y sin cabeza.

¡Pucha que había sido contagioso el miedo!

Atilio Fernández de la Puente

Del libro “Pialando recuerdos”, inédito. El autor fue director del diario El Territorio en los años 1939/40. Falleció en 1971.

¿Que opinión tenés sobre esta nota?