Frontera fría

domingo 10 de octubre de 2021 | 6:00hs.
Frontera fría
Frontera fría

Aquella calurosa y húmeda tarde de noviembre de 1955 se hacía eterna en la Sección de Gendarmería ubicada en el antiguo pueblo Jesuítico de San Javier. En una siesta, donde el pombero se embriagaba de caña, el viento norte soplaba feroz exasperando todo a su paso, y sólo el grito de caza de un águila arpía quebraba el silencio candente. En sus alrededores una llamarada verde de selva y serranías acompañaban el sinuoso viaje del mítico “río de los pájaros”, testigo privilegiado de la excelsa obra realizada en este recodo natural por los religiosos de la Compañía de Jesús.

Sentado bajo un frondoso árbol de mango estaba el alférez Franchesco Vivani, un oficial bonaerense descendiente de italianos que había sido trasladado hace seis meses por el Comando Superior para garantizar, en la frontera con la República Federativa del Brasil, la seguridad de los colonos, los guaraníes y los pobladores que residían sobre las márgenes del Río Uruguay.

Vivani vestía un clásico uniforme verde gris, portaba dos bandoleras de cuero marrón que se cruzaban en su pecho y que sostenía un cinturón del mismo color con cuatro cartucheras porta municiones, arma reglamentaria, lustradas botas de cuero a tono y un elegante birrete. Pasadas las 17 horas el galope de un tordillo negro irrumpió la soledad de la calle terrada, forjada de laterita, colorada como la tez del jinete que llegaba quien regresaba de patrullar por horas varias zonas de la región. Era el sargento Thiago Silveira Marques, nacido y criado en el pueblo, hijo de brasileños, baqueano y conocedor de cada rincón de esa frontera. El suboficial descendió de su monta, lo amarró en un palenque de madera de anchico, en una antigua tinaja guaranítica refrescó su rostro, acomodó su uniforme, centró su birrete y caminó con pasos firmes hacia donde estaba su superior a quien saludó llevando su mano derecha a la sien en respetuosa venia.

—¡Novedades de la patrulla de frontera!

—Escucho las novedades de la patrulla —exclamó el alférez con un acento lunfardo que no conoce las “ll”.

—Por la mañana recorrimos la zona del “Cerro Monje”, sin novedades. Al medio día la zona de Itacaruaré, yo me dirigí hacia el norte del poblado y el cabo Da Costa Moreira se dirigió hacia la zona sur. Lo esperé por más de una hora en “Punta Pitanga” pero no concurrió al lugar de encuentro. Vengo a pedir autorización para comenzar inmediatamente su búsqueda en coordinación con los efectivos de la Policía de Misiones.

Sorprendido el oficial por el reporte recibido, inmediatamente respondió.

—¡Autorización denegada! El cabo Da Costa es un hábil baqueano, conoce todos los caminos, picadas, chacras y comunidades, además maneja muy bien los idiomas guaraní y portugués igual que usted sargento. Habrá tenido sólo un retraso en su rutina. Esperaremos hasta el anochecer y si no se reporta organizaremos un operativo de búsqueda y rastrillaje en coordinación con las demás fuerzas.

—¡Como usted ordene señor! —respondió el sargento mientras ambos se alejaban del patio e ingresaban a la vieja casona donde funcionaba la Sección.

Un antiguo reloj Seiko de pared marcaba las 17:55 horas, y el sonido perfecto e incesante de su péndulo sumaba ansiedad y preocupación al sargento Silveira Marques quien temía por la vida de su compueblano, pues en tres años de permanentes patrullas en la zona nunca había ocurrido un retraso similar. Pasadas las 18:15 horas se escuchó a lo lejos un relincho. Inmediatamente el alférez y su ayudante salieron expectantes en búsqueda de una noticia alentadora, y en la calle terrada, como en un desfile patrio, venía al trote lento montado en su tobiano el cabo Carlos Da Costa Moreira. Para sorpresa de sus superiores no venía solo, detrás suyo una yunta de bueyes blancos tiraban un “carro polaco”, dirigiendo sus riendas el “Polaco” Pelinski, un conocido verdulero de Itacaruaré, y a su lado sentado, con las manos amarradas, un sujeto de estatura media que vestía solamente un pantalón bermuda. El cabo rápidamente bajó de su montado y caminó hacia sus superiores quienes atentos aguardaban una explicación.

—¡Novedades de la patrulla de frontera! —exclamó Da Costa firme mientras hacía la venia.

—¡Lo escucho cabo! —respondió el alférez con cierto fastidio.

—Por la mañana recorrimos la zona del Cerro Monje con mi sargento. Sin novedades. Durante mi recorrido en Itacaruaré por la inhóspita vegetación de la rivera divisé una canoa que provenía del lado brasilero y que atravesaba el río en diagonal. Calculé su punto de llegada, y como un puma agazapado, lo esperé detrás de un timbó. Con la canoa ya encallada procedí a dar la voz de alto e identificarme en español, en portugués y en guaraní porque hasta ese momento no sabía el origen del canoero. Él no opuso resistencia y simplemente susurró “eu faço isto por meus dez filhos”.

El oficial con ímpetu le preguntó a Da Costa.

—¿Y eso qué significa cabo?

—En portugués señor significa “hago esto por mis diez hijos”. Prosigo señor. A simple vista observé que la canoa venía muy cargada y el material que traía venía envuelto en una cotonina verde, que es la misma cotonina que está en este momento cubriendo el extraño producto en el carro de Pelinski. La verdad señor no se qué tipo de mercadería es ni tampoco sé para que sirve. Procedí a incautar todo en forma preventiva, por su aspecto debe tener un valor importante. Si lo quiere verificar ahí está, se asemeja mucho a paneles o bloques de vidrios. Pero hay que tener cuidado señor, cuando lo manipulé sentí que mis manos se quemaban a la vez que quedaban mojadas. Un panel se partió mientras lo cargaba al carro del “Polaco” a quien pedí colaboración ya que su chacra estaba cerca del lugar del procedimiento.

—¿Dijiste que te quemó las manos cuando tocaste el material incautado y que quedaron mojadas? —preguntó Vivani un poco incrédulo.

—Si señor, mientras sostenía el material me ardieron las manos al punto que lo solté rápido sobre el carro y ahí se partió. Para cargar los siguientes elementos incautados tomé precauciones y los manipulé con hojas de plátano, mismo así dos bloques se trincaron.

En ese momento el alférez, gran lector y estudioso de las historias bélicas mundiales, recordó que una década atrás, durante la Segunda Guerra Mundial, se habían utilizado en forma masiva armas químicas líquidas y gas letal, y que grandes partidas de ellas no fueron halladas luego de la rendición, pues se informó a los mandos aliados que habrían sido vendidas de manera ilegal a diversos países del mundo, muchas de estas armas desconocidas en su formato y en su textura. Alarmado por el hallazgo, y ante la incertidumbre de la procedencia del desconocido material, el oficial preguntó:

—¿Tuvo algún síntoma de salud extraño después de su contacto con ese material cabo?

—Sólo un intenso dolor de cabeza señor, ligeros mareos y algo de vómito, pero creo que debe ser una insolación - respondió temeroso el suboficial.

La respuesta del cabo dejó mudo al alférez, quien extendiendo sus brazos y dando unos pasos hacia atrás con voz potente dio una estricta orden.

—¡Aléjense todos inmediatamente del carro! Llamen urgente al médico, hay que poner en cuarentena a los que manipularon ese material.

El sargento Silveira Marques, después de hacer una breve venia, procedió a encerrar a su compañero de patrulla y al brasileño en un antiguo depósito de herramientas. Mientras el canoero era trasladado al provisorio lugar de cuarentena el alférez pudo observar en detalle al sujeto. Sus ojos estaban rojos y presentaba ampollas en el cuello y en la espalda. Esa imagen puso aún más nervioso al oficial y también al polaco Pelinski, quien se bajó del carro aterrado; el verdulero no había tenido contacto con el misterioso material, pero preventivamente fue alojado en la Sección a la espera del doctor.

La cotonina verde no permitía ver lo que se había incautado, el oficial estaba frente a una situación límite ya que de confirmarse sus sospechas habría que realizar una evacuación masiva del pueblo y convocar a los especialistas químicos de la institución para que puedan determinar: la composición del material, su grado de toxicidad, la gravedad de la situación y sus probables consecuencias. Era consiente además que este hallazgo dispararía procedimientos, acciones y decisiones jamás llevadas adelante en una frontera Argentina. La curiosidad se asoció a su ansiedad. Debía develar rápidamente qué había debajo de la cotonina verde para poder describirlo a sus superiores. Mirando fijamente el carro, llevó su mano derecha al rostro, acarició una y otra vez su barbilla y tomó una decisión: ver qué contenía su interior. Caminó presuroso hasta el patio de la Sección, tomó un machete, cortó una tacuara de buena talla y diámetro, la desgajó y con determinación se dirigió al carro. Con su corazón latiendo aceleradamente, con una ebullición de nervios pero con la valentía y coraje de un verdadero oficial de gendarmería, deslizó con la tacuara lentamente la cotonina hacia la parte trasera del carro. En forma sigilosa y con cautela se fue acercando, asomó su cabeza con todos sus sentidos en alerta y lo que observó lo perturbó aún más: el interior del carro estaba vacío y las tablas sumamente húmedas.

—¡Dios mío! Ya se esparció —murmuró resignado con cierta disfonía.

Pero para preparar un informe de urgencia a sus superiores debía saber el origen y la procedencia del letal producto. Rápidamente llamó al sargento Silveira Marques y juntos se dirigieron al depósito para hablar con el canoero.

—Sargento, pregúntele en su idioma al foráneo dónde consiguió el material que traía en su canoa y si trabaja para alguna fuerza militar de Brasil —ordenó el oficial.

El sargento inmediatamente cumplió con la orden.

—No frigorífico eu comprei. É um novo produto —respondió en voz baja el detenido

—¿Qué dijo sargento? —preguntó ansioso el alférez

—Dijo que lo compró en un frigorífico, y que es un producto nuevo señor.

Ante esta respuesta el alférez quedó totalmente desconcertado. En absoluto silencio se tomó unos segundos para reflexionar, como tratando de develar un difícil acertijo. Fue recopilando en su mente los testimonios y la cronología de los sucesos, buscando un patrón y una explicación, uniendo las piezas cual rompecabezas. Concentrado, razonaba en voz baja:

—Semejante a bloques de vidrio, al tomarlo quema, desapareció del carro por algún proceso de transformación química, manos y tablones quedaron mojados, provocó intensos dolores y vómitos al cabo, se quiebran al golpearlos, los retiró de un frigorífico...

Y segundos después de esa intensa reflexión el alférez le dio una orden más al sargento:

—Pregúntele si sabe para qué sirve lo que trajo a esta orilla.

Una vez más el sargento cumplió la orden y el foráneo respondió.

—São blocos usados no frigorífico, servem para esfriar a carne.

El sargento tradujo al instante las palabras del detenido

—Dice que son bloques usados en el frigorífico y que sirven para enfriar carne.

Al escuchar esta respuesta el alférez, que había venido de Buenos Aires y que conocía de las comodidades de la Capital, comenzó a reír a carcajadas, reía sin parar y su risa estremecía todo el viejo depósito, lo miraba al cabo Da Costa intentado decirle algo pero sus carcajadas no lo permitían. Por casi un minuto y medio rió sin parar, hasta que ya casi sin aliento y con ojos lagrimosos una frase jocosa partió de su boca.

—Cabo Da Costa, usted incautó el primer contrabando de bloques de hielo de la frontera nordeste. Lo que manipuló e intentó traer hasta esta Sección eran sólo bloques de hielo utilizados en los frigoríficos para congelar la carne.

Luego de decir estas palabras el oficial nuevamente estalló en risas, reacción que descomprimió totalmente su extrema preocupación, risas que fueron contagiando a los suboficiales que con alivio reían con él.

Pasadas las 19 horas Franchesco Vivani ordenó medicar la insolación del canoero y del suboficial Moreira, cuadro clínico que fue confirmado por el médico de la institución. A la vez dispuso la liberación del detenido ya que la mercadería incautada se había derretido por el calor y no había pruebas del contrabando. Antes de liberarlo ordenó conseguir algunas prendas para que pueda vestir y regresar a su país con su familia. Esa misma noche el alférez y sus ayudantes compartieron juntos un dorado a la parrilla en la Sección de Gendarmería, como corolario de un día que jamás podrán olvidar, pero con la convicción plena de seguir cuidando, trabajando y defendiendo con enorme vocación de servicio cada rincón de los umbrales donde se les encomiende cumplir con su funciones de centinelas de la Patria.

Juan Marcelo Rodríguez

El relato forma parte del libro “Cuentos con Esencia Misionera”. Rodríguez tiene publicado además Poemas con Esencia Misionera

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