El tambor en la noche (1751)

domingo 10 de octubre de 2021 | 6:00hs.
El tambor en la noche (1751)
El tambor en la noche (1751)

El mitá omandu`á, el joven que hace recordar, está con su tambor de cuero de carpincho acuclillado contra la pared del refectorio. Como todas las noches espera allí para recibir la orden que el padre José sale a darle después de cenar.

A poco de esperar el Padre se asoma a la puerta, con el regusto de lo que ha comido en la boca y aspira aquella atmósfera humedecida que impregna la reducción. Ambos saben que en cada vivienda de indígenas las familias también ya han comido y se disponen a dormir, por eso es que el mitá momandú`a está allí esperándolo, abrazado a su pequeño tambor.

Al ver salir al Padre el tamborilero se pone de pie, y entonces el Padre le indica lo que el mitá ya sabe de memoria: que ha llegado el momento de iniciar su tarea de todas las noches, pero, antes de partir, como siempre, el joven que hace recordar baja la cabeza para recibir la bendición, y el padre, luego de otorgársela, vuelve a entrar para encerrarse en su cuarto.

Desde allí estará atento al sonido del tambor, siguiendo mentalmente el recorrido que haga por entre las viviendas.

El mes de agosto ya termina, y aun cuando las sombras de la noche hayan caído sobre la reducción, los zorzales, invisibles, continúan su canto entre el follaje. La luz rosada que irradian los lapachos durante el día se ha ensombrecido, y sólo al pie de cada árbol un mantillo de pequeñas campánulas ilumina todavía tenuemente el piso. El verde nuevo del follaje tampoco reluce, impregnado de oscuridad, y esperará hasta la mañana siguiente para volver a mostrarse en su esplendor.

Por ahora, toda esa fuerza vital que durante el día tuviera inquietos a pájaros e insectos, se ha traspasado en los seres de la noche. Aquellos que buscan comida y pareja entre el monte y cuyos ojos relumbran, a veces como brasas rojizas, y otras como piedras preciosas de extraño verdor.

Las campanas de la reducción ya hace rato han dado el toque de oración y el pueblo ha quedado en silencio hasta el momento en que el tambor del mitá momandu`á comience a oírse.

Ese día ha sido uno de tantos. Las mujeres han tejido prendas y cocinado bajo las galerías, desgranando su charla en guaraní, prodigándose chanzas sin alterar la seriedad del rostro, entretenidas en saber cosas de la comunidad, y atentas a los desplazamientos de sus hijos pequeños, pero sin imponerles jamás ninguna restricción.

Los hombres, por su parte, han terminado una jornada llena de trabajos que comenzara en el amanecer. Algunos en los talleres, aserrando y cepillando maderas, otros en los corrales, sacrificando las reses y despositándolas, cargando luego la carne a hombros para repartirla, y otros en los sembradíos, azada en mano, carpiendo la maleza que en esta época del año crece casi a ojos vista.

En las reducciones ya se sabe -y al padre José le consta- que una vez de regreso a sus viviendas, y no bien han comido, luego de tan larga jornada, en cuanto los hombres apoyan la cabeza sobre el cuero que les sirve de cama, o en las hamacas, se quedan dormidos. Más si lo que han cenado es un trozo de carne asada que les satisface como ninguna otra cosa. Allí, a la lumbre del fuego que arde dentro de la habitación, les viene esa somnolencia acogedora que el cuerpo pide para reponerse, y es por eso que el mitá momandu`á debe salir en el momento justo, porque si se demora un rato más, el profundo sueño en el que caen los casados hará que su trabajo sea inútil.

El tamborilero conoce de memoria el recorrido nocturno, que no es largo, pero sabe también que el padre, aún sin verlo, recogido en su habitación, lo está siguiendo. De allí que se esmere en cumplir su tarea, porque él no es como el kuimba`e omandu`á su antecesor, el hombre que hacía recordar, y no quiere perder los privilegios que le depara el cumplir su trabajo como corresponde. Por hacerlo bien es que tiene poncho nuevo, listado, y chiripá, y nunca le faltan los mejores choclos en su olla. Tabaco tampoco, ni yerba de la buena, sin que tenga que salir al monte para conseguirla, porque el padre ya se la da canchada.

De todo esto también disponía el kuimba`e omomandu` á hasta que el padre lo sorprendiera en falta y le hiciera pagar por ello, quitándole el tambor y mandándolo a trabajar al campo.

El joven que hace recordar inicia su labor en el sector que habitan las parejas casadas, primero por una de las galerías, y luego por la opuesta. Luego irá por el otro lado de las construcciones hasta acabar el recorrido. No es mucho su trabajo, pero debe cumplirlo estrictamente. Ante cada entrada de las habitaciones, algunas cerradas con un cuero colgante, y otras sin nada, se detendrá un momento, batiendo el tambor para recordarle a cada pareja su deber conyugal. Así lo han dispuesto los Padres, hace mucho, ya que el pueblo no puede quedarse sin niños, y cada año las madres deben contribuir a que la población cuente con más almas. Pero, aunque el mensaje sea sólo para los casados, el tambor en el silencio nocturno habrá de oírse en toda la reducción.

En ese momento el mitá momandu´á y su llamado se imponen a todos los otros sonidos nocturnos. No hay quien deje de oírlo, aunque a muchos ya no les importe, como a los pocos viejos, por ejemplo, pero en el cotiguazú aquel redoble les traerá a las viudas el recuerdo de las noches pasadas, cuando en vez de esta soledad compartida en que transcurren sus días, junto a ellas reposaba el difunto. Algunas, entradas en años volverán la cabeza un instante y seguirán durmiendo, pero las viudas jóvenes quedarán desveladas, en la oscuridad, hasta mucho después que el tamborilero se haya ido.

También están las solteras que duermen con sus padres, y los hombres solteros, que tienen sus habitaciones separadas, cada uno trayendo a su imaginación, con el redoble del tambor, aquel o aquella que desea. A ésta que le gusta el indiecito que barre la iglesia. Aquella que ha recibido unas plumas coloridas del que trabaja en la herrería. Aquel al que le gustan dos y las dos son amigas, y este que por la mañana ha visto a la que prefiere y le ha dirigido unas palabras. Tal vez mañana habrá de verla otra vez, pero, por ahora, no le queda más que soñar con el momento en que pueda, un domingo soleado, frente al pórtico del templo, estar casado con ella después de recibir la bendición del padre…

El tambor sigue sonando sin parar y el mitá momandu`á parándose un momento ante cada puerta, igual que lo hacía el kuimba`e omomamdu`á, solo que a veces, y el padre desde su habitación lo percibía en el momento, el tambor de éste dejaba de sonar. Entonces en la mañana, cuando el Padre le preguntaba el motivo de aquellas interrupciones, el hombre que hacía recordar, y que era soltero y bien apuesto, le explicaba que la señora había salido a decirle que no despertara a su marido, porque “él dormía juerte” por lo mucho que había trabajado. Pero al padre no lo convencía el tiempo demasiado largo que se había tomado el kuimba`e omomandu´á hasta volver a hacer sonar aquel tambor.

Ahora el mitá omomandu`á termina el recorrido y se dirige a su propia vivienda. No bien deja de tocar el tambor el silencio más profundo cae sobre la reducción y sabrá que, de su parte, el deber está cumplido. Lo demás es cosa de cada pareja y a él, como soltero, no le concierne. Pero no puede dejar de pensar en cómo ha despabilado a muchos, porque él es el primero que no puede dormir. ¿Y en qué piensa? En que también le gustaría estar ya casado y que otro tamborilero pase en la noche frente a la puerta recordándole sus deberes conyugales.

Pero por ahora no tiene más que a su soledad por confidente, y una vez apagado el candil sólo le queda repasar de memoria cada una de las viviendas frentes a las cuales se paró un momento, pero sin dejar de batir el parche como lo hacía aquel kuimba`e omomandu`á, y que recibiera, por hacerlo, sus azotes antes de ser mandado a una estancia lejana. Y eso a pesar de que algunas esposas, cuyos maridos “duermen juerte”, se asoman a las puertas para verlo.

En tanto, en su claustro, el padre José, que ha estado con el oído atento al recorrido del tamborilero, sabe que éste ha terminado su tarea sin interrupciones. Acabado sus rezos, piensa en que también él ha cumplido su deber al recordarle a cada pareja su obligación, ya que para eso están casados en santo matrimonio.

Luego se acuesta, de espaldas, pensando en lo bien administrada que está esa comunidad donde tantas oportunidades se abren para el camino de la santidad, mientras desde el monte cercano le llega claramente a sus oídos el reclamo insistente de algún gato en celo, como ocurre siempre en primavera.

Rodolfo Nicolás Capaccio

El cuento es parte del libro inédito Piedras en verde silencio. Capaccio es licenciado en Comunicación social y docente de la Unam.

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