jueves 28 de marzo de 2024
Nubes dispersas 20.5ºc | Posadas

Bernardita

domingo 03 de octubre de 2021 | 6:00hs.
Bernardita

Esperamos a que el padre abriera la parroquia. Coloqué las manos en los bolsillos y miré detrás de las rejas: algunas copetitas habían florecido. Yo necesitaba mi certificado de bautismo, iba a casarme. Miré la puerta y las ventanas de la secretaría al lado del templo, permanecían cerradas. El hombre canoso y trajeado me hablaba insistente, no tuve más remedio que seguirle la conversación: no quería quedar como un maleducado. Era un antiguo vecino del barrio, dijo que me conocía de chiquito, aunque yo no lo recordaba. Hacía décadas que no volvía a la parroquia. Fuimos entrando en confianza y recordé a Bernardita.

A doña Bernardita, le decíamos cucaracha de iglesia, nos vio crecer a varios y eso, supuse, continuó para las generaciones venideras. La doña conocía a todos los niños que se sentaban en los primeros bancos durante las misas de catequesis. Nosotros sí que habíamos aprendido a entenderle los gestos y miradas durante el sermón del cura.

Bernardita, daba consejos sin ser pedidos y cantaba firme las canciones de entrada, perdón, gloria, aleluya, santo y así. Guiaba la celebración con estricta voz de gallo y escogía con cuidado a los lectores del salmo: sabía en qué parte del templo aparecerían caras familiares.

La nariz aguileña, la cara ovalada, la piel blanca, y los ojitos en conjunto con el cabello corto y pelirrojo, hacían imaginar a uno que conversaba con un fósforo.

Antes de mudarme, vi en la iglesia a una chica nueva tocando la guitarra. Bernardita, le quería decir como tocar, en qué nota, desde donde y en qué ritmo. Corrió a la pobre con sus críticas: “¡toca muy rápido!, no se sabe la letra y los acordes, ¡canta muy chillón! No le puedo seguir”. Lástima, Bernardita, solo aceptaba hombres al mando de cualquier iniciativa.

Pensativo, pregunté al señor:

—Y de Bernardita, ¿se acuerda?

—Esa vieja de mierrrda. —Negó con la cabeza y miró al cielo. —Siempre haciendo la vida imposible al resto. Sus hijos viven en el mismo barrio, pero ninguno la visita —dijo suspirando —. Bernardita era la joven más deseada hace unos cincuenta y cinco años, sus muslos atrapaban al pasar, usaba unos aretes colgantes y blusas de seda con bolados que bailaban. En los casamientos y bautismos adornaba con rosas y hortensias los bancos. —Inspiró hondo, sonrió y se acarició la calvicie. —Un día hacía un calor de perros. —Hizo un ademán con la mano, como esforzándose por recordar. —Y nos retó porque entramos a la iglesia con bermudas en vez de pantalones. —Alzó los hombros. —Estábamos de paso; nadie quería entrar realmente, pero para buscarle pleito, entramos igual. Su cabello pelirrojo era largo y ondulado hasta los pechos. Su carácter mandón nunca cambió. Dicen que tenía ese carácter porque el marido la golpeaba.

La mirada del hombre se perdió en el asfalto. Hubo silencio.

A lo mejor, cuando el agredido no sana las heridas, ataca impiadoso, y está a la defensiva todo el tiempo, como antes con su opresor. Miré el celular, faltaban diez minutos para que viniera la secretaria y el padre abriera el portón.

El anciano hizo una mueca de dolor, no era fácil con su edad aguantar el frío de la tarde, le debía doler algo. Me llamaron la atención sus zapatos, no pegaban con el traje nuevo: estaban deformes, viejos.

—Es una mujer obsesiva, por eso dicen que el marido la dejó ¡Y las velas! No sabe cómo era con las velas del altar, debían prenderse únicamente cinco minutos antes de la celebración y no dejaba a nadie que las apagase. Solamente ella podía hacerlo. —Alcé las cejas.

—No me diga.

—Sí, insoportable. Bueno, dicen que su marido la dejó, pero no creo que sea todo.

—Cómo todo.

—Y sí, para mí hay otro lado de la historia, acá son chusmas y siempre van a contar la versión de ella. Pero ella se habrá desquitado con el tipo, lo habrá dejado en la calle sin trabajo ni casa, conociéndola. Por eso ¿Y la versión del hombre? No puede ser que ella sea la víctima, la relación de pareja es de a dos ¿No le parece?

—Y eso es algo que nunca vamos a saber —dije.

El señor suspiró, impaciente, miró la esquina de la cuadra. Yo volví a mirar la hora, ya eran las siete. En cualquier momento se acercaría alguien a abrirnos.

Escuchamos un motor, era un taxi. Estacionó en frente, y luego siguió marcha bajo los retos de la pelirroja encorvada con tapado negro. Bernardita, ahora usaba bastón. Quiso estirar las piernas y subir el escalón. Dijo algo, como quejándose de su tardanza. Me dispuse a bajar los escalones para ayudarla a subir, cuando un estallido dejó pitando mis oídos. Me tiré al suelo, cerca de las rejas. Grité. Levanté apenas la cabeza del piso y las manos. El anciano sostenía un arma pequeña. Bernardita, había quedado desparramada con el bastón en el suelo, la sangre se mezclaba con su cabello rojo.

Nunca imaginé morirme frente a una iglesia.

—¡Eso es por dejarme en la calle! ¡Víbora! —gritó y se voló los sesos.

Me quedé acostado, y pedí auxilio. El padre vino corriendo desde adentro del templo. Las arcadas no me dieron tiempo a rezar, ni agradecer estar vivo. Era él, el hombre violento del que hablábamos.

Valeria Dávalos

Inédito. La autora es parte del Comité de Lectura provincial para la Feria Internacional del libro. Blog: Itatilescribe.blogspot.com

¿Que opinión tenés sobre esta nota?


Me gusta 0%
No me gusta 0%
Me da tristeza 0%
Me da alegría 0%
Me da bronca 0%
Te puede interesar
Ultimas noticias