La mujer de los tamales

domingo 03 de octubre de 2021 | 6:00hs.
La mujer  de los tamales
La mujer de los tamales

Flora...No saben lo que tuvo que pasar, hasta conseguir lo que se había propuesto...

Flora era hija natural. No, natural no. Era hija de un matrimonio de hecho, igual que todos los que vivían en ese pequeño, perdido pueblo de Honduras. Y llevaba el apellido de la madre. En una de esas vueltas de la vida, los padres se casaron y, automáticamente todos los hijos tomaron el apellido del padre. Cuando fue a gestionar su pasaporte y el de su hija, -porque para entonces ya era madre- los datos no coincidían. Eso se allanó, gracias a un abogado amigo que se ocupó del asunto sin cobrarle nada. Claro, los papeles demoraron.

Entonces vino el segundo problema: permiso para salir del país. Para ella y para su niña. Obviamente, le exigieron la autorización del padre.

En el nombre del padre hay un vacío. ¿De qué padre me hablan...?

Eso también se solucionó.

Y después de mucho andar y esperar, ¡por fin! obtuvo la visa para el ingreso a México.

Flora hace la cola. Hay mucha gente. Conversa mientras espera. Algo le dicen que cambia la expresión de su rostro. Desolación. Suspiro. Resignación. ¡No! Nada va a detenerla. Los coyotes se acercan. Flora mueve sus labios, gesticula. Saca unos billetes. Accede.

Flora se entera de que no otorgan la visa a mujeres solas, con hijos. Ya se sabe que van en busca de mejoras económicas. Sin embargo, estos personajes - los coyotes- sí lo pueden lograr ¿Cómo? Evidentemente es una cadena organizada con gente en el interior de la Embajada, que hacen el negociado y reciben su parte. Pero, lamentablemente, ni pagando consigue la visa para su hija.

No obstante, toma la decisión: lo mismo va a intentar el viaje con su niña. Nada de esto dice a su familia, para no preocuparla, sólo a una prima, con quien tiene más confianza.

La madre y la niña suben al ómnibus. Primera etapa. Tegucigalpa - San Pedro Sula. En un albergue muy humilde pasan la noche. Cerca está la ciudad de Esquipulas, donde se reunieron los presidentes centroamericanos para firmar un tratado de paz, en el límite entre Honduras y Guatemala. En el camino se encuentra con otra mujer en su misma situación, pero con dos criaturas.

Flora se entera por esta otra mujer que, en la frontera, hay coyotes que las pueden ayudar. Efectivamente. Y no entregan pasaporte ni papeles, sino que pasan al otro lado con un permiso provisorio, como si fueran a pagar una promesa a la Virgen de Esquipulas. Ante ese argumento los agentes de Migraciones las dejan pasar. Por supuesto, una vez allí, suben a un ómnibus que las lleva a la ciudad de Guatemala.

El viaje es largo. Hay que tomar otro transporte más, para llegar hasta la frontera de México. Unidas en una empresa cuyo desenlace no pueden saber, para no pensar, se cuentan sus vidas. Dos mujeres. Tres hijos.

Se dirigen a la casa de los amigos de la mujer. Preguntan por el coyote. No está. Ha salido de viaje, pero va a volver. La casa es humilde. Les dan de comer, tortillas calentitas, frijoles. Duermen en el suelo, sobre petates. Y no son las únicas descansado sobre las esterillas. Al otro día llega el coyote. Sí, las va a ayudar. Hay dos maneras.

Flora piensa. Flora tiene que decidir una vez más. Si cruzar el río sobre una cubierta inflada, ella y su niña sentadas sobre una tabla y el hombre tirando de la cámara con una cuerda al cuello y nadando o adentro de un camión que transporta productos químicos desde México a Guatemala, y que vuelve vacío. Flora opta por esto. Son sesenta quetzales.

Ya llevan como seis horas de viaje. Dentro del tanque, hay sesenta personas. A una señal preestablecida del conductor, todos hacen silencio. Contienen la respiración. Están pasando un puesto de control. Un niño tose apagadamente. La madre casi lo asfixia con el pañuelo. Falta aire y una sustancia pegajosa les mancha la ropa, la piel, el pelo. Los tres compartimientos del tanque están llenos de seres que rezan a la Virgencita. Familias enteras. Bebés de pecho. Ancianos.

Algunos habrán de morirse intoxicados. Es el riesgo. No hay alternativas.

Flora había hecho el trato de que, cuando no hubiera peligro, ella viajaría en la cabina. Y así fue. De a ratos volvía al interior del tanque, de a ratos ambas respiraban aire puro; en varios retenes, abrían las tapas del camión tanque, se asomaban y preguntaban: “ ¿Qué tal? ¿Van bien?” La policía de frontera tratando de que alguien mordiera el anzuelo. O simplemente burlándose, ya que habrían cobrado las coimas correspondientes, de quienes se estaban jugando el todo por el todo. Momentos de suma tensión, sobre todo por los chicos. “Mamita, no vaya a hablar, no vaya a decir nada. Acá, si nos descubren, nos matan!”

Flora y su hija llegan a Tuxtla. Se dirigen al mercado, a comprar ropa nueva; la que tienen, está a la miseria. Toman un hotelito, se bañan, descansan. Falta poco ya. El rostro de Flora, con huellas de un profundo cansancio, no obstante, resplandece. Compra boletos e inicia el tramo final. Les tocan los dos últimos asientos. La niña se duerme, extenuada; Flora se relaja.

A los pocos kilómetros el ómnibus se detiene. Sube un policía de migraciones y a éste, es imposible sobornarlo. Todos deben bajarse. Desesperada, Flora se achata contra el asiento y esconde a su niña. El policía avanza. Flora siente que un líquido caliente le moja los calzones y va formando un charquito sobre el piso. Con los ojos desorbitados mira el charco que se agranda, mientras los pasos se acercan.

Los pasos se detienen. El policía no ve a nadie y retrocede.

***

Sobre el escritorio está la foto de Flora, la sonrisa ancha y carnosa; el pelo suelto, ondulado, y al fondo, los bananales y su casa, en Honduras, donde viví los primeros años de mi largo, triste exilio , con la compañía de la fiel Flora, que me ayudó a criar a mi propia hija.

Luego viajé a México, al D.C. donde un día, sorpresivamente, me la encontré a Flora y su niña, esperándome. ¡Habían conseguido burlar los límites impuestos por las convenciones, las leyes, el hombre!

La ubiqué en una colonia de inmigrantes donde por ese entonces trabajaba como Asistente Social.

Flora no solamente estudió e inscribió legalmente a su hija en una escuela, sino que, inteligente y emprendedora, se dedicó a preparar platos típicos para las familias ricas de la zona.

Hoy tiene su propio, próspero negocio.

Mis amigas ni siquiera saben su nombre y menos su historia. La conocen, simplemente, como “La mujer de los tamales”.

Que los hace mejor que nadie.

Rosita Escalada Salvo

*Cuento publicado en el libro “La Mujer de ” ilustrado por Gerónimo Rodríguez, edición de la autora.

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