Negro y blanco

Dios es un artista con los colores y las formas. Creó la jirafa, el elefante, el gato… evidentemente no encontró su estilo, por eso siguió intentando con otros seres. Picasso
domingo 26 de septiembre de 2021 | 6:00hs.
Negro y blanco
Negro y blanco

Que el negro sea negro, es normal. Ahora que el blanco sea blanco indubitable, es algo polémico, digamos, discutible, por la sencilla razón de que no hay un solo blanco, sino decenas, tal vez miles, puede ser, millones.

Habría que preguntar a Ives Klein, a T-Mobile, a Tiffany, o a El Corte Inglés, que registraron colores como propios, desde el azul al magenta, y al verde. Les pusieron nombres, se apropiaron de ellos. Cómo hicieron o de qué modo, no importa tanto, lo que hay que destacar es que un rojo determinado, por ejemplo, está catalogado en oficinas privadas bajo una etiqueta certificada por fotometría espectroscópica. Digamos, patentado. Y esas empresas son dueñas de ese tono, como marca o sello, que se vende con firma de garantía, por descomposición científica de la luminiscencia.

 Ahora ¿cuántos colores hay? innumerables, por suerte. El ojo humano capta los siete básicos y sus respectivas mezclas aledañas, pero se queda corto en el panorama tornasolado de la Tierra. Ni qué decir del cielo.

 Yo imagino la lejanía sideral donde hay carestía de luz por no haber cercana una lumbre estelar, algún choque magnífico de soles o un big bang siquiera en miniatura, o un simple foco; y donde la negrura sea absoluta. Así debe haber un rincón nebuloso en el universo, de tan enorme que es. Una porción de espacio, quiero significar, que figure como ausente, sin anilinas, ni cometas, libre de protones; por supuesto, sin masa, y donde señoree el vacío. Y el derretido silencio observe, en la nada más honda, su tremenda tinta china volcada, sin costas, como el odio del hombre en las batallas, o sea, privada de toda orilla.

 ¡Cuánto me gustaría visitar ese baldío! Porque ahí descubriría el sabor de la muerte, su talle, cuánto calza, si es cierto que es plácida, y que es bella como una mujer suave de azúcar impalpable. Si de verdad es mansa. O como han dicho, un sitio frío, sin reproches, perdido de brújulas y de imposible amor. Características que suponemos, deducimos, inventamos. O escribimos, como si hubiéramos vuelto del Hades hechos sombras, suspiros, y aún tuviéramos cuerda para el requiebro de versos, o para la nudosa prosa de la melancolía.

 No sé por qué a la muerte la pintamos de luto. Tal vez, desde el ángulo sólido de nuestra pequeña isla bogante teñimos todo duelo con un perfil fuliginoso porque, como dijimos, el negro es negro, absolutamente siempre, pero por convención humana, no porque lo sea. Así, el terror es negro, igual que el fondo del mar, el abandono, el tedio existencial, el agujero que hay entre las cosas mudas. Negro es un recuerdo malo. Es negro el declive de un cariño. Betún-petróleo la congoja, el agobio físico y moral. Y negra, negra en bandada, una despedida cocida a fuego lento por desencuentros diarios, en un matrimonio, entre padres e hijos, entre gobernantes y el pueblo. Y si no ¿cómo pintar la distancia? ¿Con qué otro viso? Es fácil, ante lo inadmisible, recurrir al azabache; revestir lo fabuloso del desdén o a la horrible orfandad con celofán oscuro. La sospecha podrá ser marrón, violácea la duda, amarillento el jugo del desprecio, pero el lacre negro fue inventado para el definitivo sello del eterno olvido.

 El blanco es otra cosa. Quizás por ser la mezcla furtiva de todos los pomos. Porque, con diferentes gamas de colores, obtenemos blancos que parecieran de padres distintos, de madres de corazón, de madrazas de leche. Son los blancos adoptivos por donde se filtró, como extra, la pincelada sutil de un centelleo, o una amante clandestina volcó su leche para que se confundan los descendientes de manera eterna.

Los hay níveos, nacarados, argentinos. Hay blancos que semejan primos que nunca se vieron, albinos hermanastros recién aparecidos, incluso no registrados por paleta alguna, ni por oficinas de ley, escribanías o colegiaturas. Y hasta, me dijeron, hay blancos impolutos, homologados por cuarenta firmas de peritos ancianos que se prepararon la vida entera para testificar virginidad ajena y conductas de esmaltes candidatos al lustre.

 En este punto convendría dejar sentado que el truco de oponer el blanco al negro, es falso. Ni están enfrente, ni combaten. Además no compiten. Es posible que se desconozcan en situación convexa, es decir, de espaldas, que es la forma supina en el reposo, dentro de la pareja, cuando los integrantes quieren olvidarse, incluso en la misma cama.

Los seres humanos que son diestros en confrontar sea quien sea el que se pare, salga o flote o vuele, han inventado el desafío interno de estas pinturas inocentes; o sea, descubrieron arrebatos y corrimientos allí donde no había, porque los hombres y mujeres creen, creemos, que sin escaramuzas no hay sentido y que sin altercados sería imposible la vida, el inframundo entero, la galaxia, allá arriba. Pareciera que siempre tiene que haber conflicto.

 Yo estimo, desde el punto de vista del concurrente humilde, que es aquel que mira y mira el espectáculo del mundo sin entender lo que sucede, que la naturaleza fue la que creó los colores para democratizar aquello que eran reinos. El vegetal, por ejemplo, que es el más colorinche, abrió su abanico para equilibrar el cuadro majestuoso que se extiende adelante, desde una colina. Fijémonos, por ejemplo, en un paisaje: cómo se moderan las manchas, cómo existe cordura en los atardeceres, qué báscula perfecta hay en el río. Y si existiera en una vista resalto de un objeto sería por el juego escénico del resto, que se ha retirado un poco, y por un rato, para que el subrayado se destaque, y retorne al cabo cuando nos detenemos en detalles.

El reino animal, que es el otro grupo que se superpone, lucha, muere o sobrevive, vistió sus machos y hembras de forma diferente, al solo efecto de seguir el camino, ampliar la descendencia, mantener los asimétricos brazos de la romana entre el exterminio y la superpoblación. Las exageraciones no se llevan bien, por ejemplo, con el sistema biológico mamífero. Lo que puede parecer un triunfo masivo, suele ser a la postre un fingimiento nulo: el fracaso colosal de alguna raza.

 Nosotros debemos aprender estas lecciones. Ya cubrimos el globo terráqueo con violencia de guerra. No hay sitio donde no estemos horadando, lijando, destapando tarros, tirando aceites y barnices, sacando brochas y rodillos para cambiar los tonos. Todo lo ponemos en un crisol, en un mortero o en una licuadora, como si los alumbramientos fueran iguales en peso específico, en tersura, en luceros, en género y en número. Vamos mezclando excesivamente los reflejos sanguíneos. Vamos confundiendo con aguadas las intenciones viles. Y no nos damos cuenta que el ensayo de alegría inicial de irisados lugares, de fecundas aguas, de pueblos levantados, de montañas, valles y campiñas floridas, se vuelve semblante peligroso de tierra arrasada, desolada, humeante, color morado, que luego será color cuervo partido.

La mixtura no tiende al blanco, a los vaivenes límpidos del blanco, como podemos suponer sino que, por contradicción intrínseca a la especie, la pátina rota al negro, al exacto negro contundente. Ya lo dijimos. Al negro como metáfora de fallo. Como símbolo de un camino de ida. Es el fenómeno con que remata toda despedida, la catadura de un viaje para siempre, el croquis de un saludo. El pañuelito que se agitará en el aire será por nadie, porque nadie permanecerá esperando en el andén, mientras todos nos estemos yendo.

Es que el prisma adonde ingresan las ondas de la luz no da, por alquimia de los seres humanos, ningún otro matiz, ni un mísero arco iris, sino más bien la ausencia terrible de color: el rotundo y triste negro de la quietud final.

Szretter es médico de profesión, reside en Puerto Rico. Tiene publicados libros de cuentos y novelas
Alberto Szretter

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