Ñande reko rapyta (Nuestras raíces)

Karaí Guazú

viernes 24 de septiembre de 2021 | 6:00hs.

Un 23 de septiembre, de hace ciento setenta y un años, murió en Asunción del Paraguay José Gervasio Artigas; con ochenta y seis años su cuerpo dijo basta y la leyenda comenzó. Unas pocas personas lo sepultaron, entre ellos -como siempre- Joaquín Lencina, a quien todos conocían por Alsina, el compañero de casi toda la vida.

Treinta años pasaron como un suspiro desde que había sido acogido en esas tierras, treinta años desde que Gaspar Rodríguez de Francia le autorizara cruzar por el Paso del Boquerón -a la altura de Candelaria más o menos- y dirigirse a la capital paraguaya; treinta años desde aquellos primeros días en el Convento de la Merced de Asunción, de las visitas casi cotidianas de Carlos Martínez Sanz -tratando de disimular que cumplía órdenes del Supremo- y que hicieron más llevaderos los tres primeros meses.

Treinta años desde que fuera enviado a San Isidro Labrador del Curuguaty, la última frontera paraguaya de entonces, ese exilio de alguna manera voluntario que le permitió construir una nueva vida sobre las miserias de siempre: la inequidad, el desclasamiento, la injusticia, el hambre y la esperanza.

Dicen que le asignaron una modesta casa de dos habitaciones, lindante con la Comandancia del pueblo, en la misma vereda de la iglesia y frente a la plaza; dicen también que no podía alejarse a más de “10 cuerdas” -unos quinientos metros-; dicen que pidió a Rodríguez de Francia herramientas y una yunta de bueyes, y como quien no quiere la cosa se puso a labrar la tierra, construyó más habitaciones que hicieron más cómoda la vivienda, llegó a tener más de noventa vacunos y su propia tropilla.

Poco le costó ganarse la confianza de los vecinos hasta ser uno más; como ellos cultivó, compartió las cosechas, convivió con los fantasmas, desafió a la selva impenetrable y hasta dejó simiente, su último hijo Juan Simeón nació allí, el último retoño, con su último amor Clara Gómez Alonso y, cuando se supo que la mensualidad que se le había asignado junto a la provisión de ropas y enseres era compartida con el paisanaje, se le suspendió…como si eso iba a detener a Artigas en su proceder; pero Rodríguez de Francia lo sabía, lo respetaba y, a su manera y como pudo, lo cuidó.

Veinte años estuvo Artigas en Curuguaty, solo una angosta picada, angosta e interminable, lo separaba de la “civilización”; hombre de palabra, nunca desandó el camino y cuando Francia murió lo fueron a buscar.

Eran tiempos convulsionados para el Paraguay de mediados del siglo XIX, lo llevaron a la capital -Alsina con él-, después de tanto tiempo y como nunca antes lo trataron como prisionero, con grilletes y todo, por unas semanas, tal vez unos meses… aunque algunos niegan esos trances; cuando la cosa se calmó le ofrecieron asesorar al ejército paraguayo, transmitir su experiencia y desplegar sus dotes de estratega, no aceptó; le ofrecieron regresar a Uruguay, no aceptó y como llegó se fue, allá a su “Artigas Cué”, de vuelta a la estanzuela el Karaí Guazú, como lo llaman los parroquianos.

Cuatro años más pasarían hasta aceptar regresar a Asunción, pero no vivir allí, dentro de los límites urbanos de esos tiempos; en una carreta alzaron los escasos bártulos y con Alsina emprendieron el viaje, hicieron un alto en el Camba Cuá, donde los estaban esperando, pocos quedaban de aquellos que se habían exiliados con él, pero muchos más lo conocían y lo aclamaban, los abrazos no tuvieron fin y nuevamente la carreta continuó su marcha hasta detenerse, para siempre, en Manorá.

Allí esperaron hasta que la humilde vivienda de Yvyray estuvo terminada, y finalmente la habitaron, en la quinta de Carlos Antonio López; y fue en esa casa donde Artigas recibió la visita de Alfred Demersay, autor del único dibujo del perfil real del oriental que fue publicado en el libro ‘Historia física, económica y política del Paraguay’, editado en París entre 1860 y 1864.

Dicen que una siesta o una tarde salió a cabalgar en su Morito y parece que se cayó, otros dicen que no se cayó, sino que cansó demasiado, dicen que su salud poco a poco desapareció, dicen… Amanecía aquel 23 de septiembre de 1850 cuando pidió la presencia de un sacerdote, Juana Carrillo - esposa de Carlos Antonio López - llamó al cura Cornelio Contreras, cuando estaba suministrándole la Extrema Unción, Artigas trató de incorporarse en su catre para recibir la comunión, estaba muy débil y debieron ayudarlo, fue su último acto de respeto y coraje.

Solo un rato después, pidió su caballo a viva voz y se desplomó, un profundo suspiro marcó el final.

Lo cargaron en una carreta y lo sepultaron en el “camposanto de los insolventes”, en las inmediaciones. Benigno López, Julián Ayala, Alejandro García, Ramón de la Paz, Rodríguez Martínez, Montevideo Martínez y su amigo entrañable Alsina lo despidieron. En el semanario oficial El Paraguayo Independiente, el sábado 28 de septiembre, apareció la siguiente necrológica: “(…)  Artigas ha resistido con pocos recursos todo el poder de Buenos Aires y disputó la superioridad de las fuerzas del Brasil. Su ascendiente dominaba al indio charrúa, al peón de las estancias, a los oficiales instruidos, a los elementos de la guerra (…)”.

Unos años más tarde sus restos fueron repatriados y medio siglo adelante lo reconocieron como prócer uruguayo; en el centenario de su muerte surgió la denominación Overavá Karaí y Karaí Marangatú, como parte de la revisión y rescate de su vida, obra e ideales.

Nieto de colonos conquistadores españoles fue más americano que cualquiera, fue uno con los “nativos”, se “mestizó”, se “aculturizó”, vivió casi toda su vida con la “plebe”, los “salvajes”, la “barbarie” y tal vez sea esa cualidad la que impide -hasta hoy- que la supremacía intelectual y política americana lo reconozca definitivamente.

¿Y Alsina?… Alsina quedó en Asunción, murió pocos años después, pero esa es otra historia.

¡Hasta el próximo viernes!

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