Treinta y tres

domingo 19 de septiembre de 2021 | 6:00hs.
Treinta y tres
Treinta y tres

Un desliz, un paso en falso y absolutamente todo lo que creía firme y real se desmorona. Pensé mientras atravesé ferozmente la carne de este hombre desconocido al mismo tiempo que contemplaba y disfrutaba la desesperación, la vulnerabilidad condensada en el brillo de aquellos ojos que gradualmente se opacaban dejando tras sí un cuerpo que, lánguidamente y ahogado en desesperación, moría. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… treinta y tres. Treinta y tres tajos y el tipo aún seguía vivo. Sus grotescos labios manchados de sangre intentaban gesticular, expresar sus últimas palabras, creo. Pero sólo me detuve a contemplar las muecas de dolor que se manifestaban en su rostro, mientras sus patéticas manos luchaban inútilmente contra algo que ya había sucedido.  Me senté a su lado para observar los últimos hálitos que le quedaban, mi regodeo yacía en haberle arrebatado su vida, en aquel dolor desesperado, en su ira inservible. Mientras acariciaba su rostro medio tibio, contemplé aquellos ojos, teñidos de horror, de una ira perfectamente entremezclada con dolor, e impotencia. Cuán injusto debe ser, cuánta impotencia que otro, ajeno a tu persona decida matarte, pensé mientras junté mis cosas y abandoné el galpón. Sonreí, recordé que no tenía que preocuparme por ocultar lo que había hecho, porque acá todos los homicidios son anónimos.  Relojeé, y caminé apresuradamente hacia el laburo porque nuevamente llegaba tarde.

Doctor, tiene dos pacientes que lo están esperando, escuché que dijo la mujer de la cual ni siquiera sé su nombre. Nunca ha sido fácil ser psiquiatra, jamás lo fue. Supongo que es una buena forma de justificar mi conducta.

Recordaba meticulosamente cada una de las treinta y tres apuñaladas que di y disfruté, era una experiencia epifánica. Me reí por dentro y atendí a los esquizofrénicos. Doctor, ¿usted cree que me voy a sanar? Escuché que dijo una. Por supuesto, dije. -por supuesto que mentí, porque una mente trastornada nunca vuelve a sí, es lo que somos-. Con los años he logrado una precisión que hasta me resultaba admirable, ya no me temblaba el pulso, las tajadas eran cada vez más exactas, estéticas, cada uno de mis crímenes ante mis ojos eran definitivamente composiciones artísticas, quiero ser recordado por ellas. Sentía -siento- una fascinación con ese olor fuerte a hierro, con la sangre que salpica y a veces deja ese peculiar gusto a moneda vieja.

Esa noche visité a Ofelia en su departamento, quien con los años se convirtió en una especie de amiga. Mariano, vos lo volviste a hacer, ¿no?, reconozco ese brillo bestial en tus ojos. Sentí las largas y blancas manos de Ofelia que me acariciaban el rostro, compartiendo aquel secreto, comprendiéndome. Asentí ante su pregunta, y detesté su mirada de desaprobación. Me enfurecen tales reacciones. Horas más tarde, hallaron el cadáver de Ofelia frente al bar donde ella solía trabajar.

Un paso en falso y todo se desmorona, me repetí mientras salí a recorrer los pasillos apenas iluminados por unas luces pálidas y desgastadas. Desde pequeño tuve esta obsesión de ver los rostros de las personas, sus rasgos, gestos, miradas. Siempre sostuve que los ojos desnudan a las personas, exponiendo la vulnerabilidad. Si tan solo pudiera verlos de cerca, develarlos y hurgar su carne, mientras escucho cómo cruje, liberarlos de su cuerpo y alma.

Conforme a mis pasos que se adentraban a la noche, recordé que papá solía liberar las almas de mis mascotas, hemos crecido en el campo y recuerdo vívidamente la tarde en la cual el sonido de las moscas y el olor fétido me despertó de mi siesta en aquel verano húmedo y caliente. Fui apresuradamente corriendo hasta el patio trasero de nuestra antigua casa, y observé de lejos cómo papá adsorbido por una furia bestial y sin remordimiento abría la carne de mi primer ternero, yo había bautizado a aquel animal con su propio nombre, y con una tajada límpida que lo abría en dos, todo se desmoronó. No sólo la vida del animal, sino mi propio yo. Desde aquella tarde, soy. He de reconocer que para lograr esta precisión que me caracteriza, durante años tuve que suprimir todo tipo de afecto, pues sé que aquello que afecta... ciega, para extirpar la carne hay que aprender a anular las emociones, papá me enseñó muy bien.

El animal más peligroso es el hombre, recuerdo que dije la primera vez que carneé un humano convirtiéndolo en cadáver, debo admitir que fue un homicidio grotesco, feo, para nada agradable a la vista, pero no me arrepiento. Los años en la academia donde me formé como el profesional que soy me mantuvieron ocupado. Ahí conocí a Simone, quien fue mi primer y único amor. El padre de Simone estaba a cargo de un matadero, y debo agradecerle todo lo que he aprendido gracias a sus hábiles manos que sin querer me han nutrido de saberes y técnicas para ser tan hábil hoy en día. A veces en cada fútil incisión recuerdo a Simone, y me río sólo. Nunca supe qué sucedió con Simone. A veces tengo miedo de topármela sin querer entre la multitud de rostros, y que estas ganas no me dejen sino matarla. Simone es el único crimen que no quiero cometer. Anoté en mi diario. He heredado la escritura de mi madre, ella solía escribir muchas horas mientras lloraba encerrada en su cuarto. Nunca le pregunté por qué lloraba, quizás tenía miedo de los cuchillos que coleccionaba papá. Acabo de recordar que hallé el cadáver de mi madre junto a su cama una tarde. Nuevamente, fueron las moscas y el hedor que hicieron que la encuentre. Recuerdo que subí las escaleras, escuché los tablones rechinar tras mis pasos, la casa estaba muy caliente y silenciosa. Abrí la puerta, y a través de la luz clara que ingresaba desde la ventana abierta, la vi ahí. Tumbada en su cama, en sus ojos noté el horror. Conté treinta y tres tajos sobre su cuerpo. Quise gritar, pero enmudecí. Cierro los ojos, porque no quiero recordar más. Desde ese día no sé nada de mi papá. Sospecho que debe seguir carneando en algún descampado. Encontré el cadáver de mamá cuando tenía 17. Anoté, subrayé y guardé mi bitácora junto a mi cama. Quisiera contar con la capacidad de olvidar mis recuerdos -porque yo vivo de mi fastidiosa herencia que arrastro como una cadena herrumbrada y mohosa-, no olvido aquella tarde en la que papá me enseñó a despellejar a uno de esos hombres con los que solía trabajar. Esto es algo de lo que no podés escapar, me dijo, mientras penetró la carne aún tibia del pobre hombre que rogaba por su vida. Todavía atesoro nítidamente el recuerdo del sonido de su sangre fresca derramándose a cuentagotas y salpicar el suelo curtido y enmohecido. Decido cerrar los ojos porque me pesa recordar.

Estoy despertando porque escucho una gotera cercana, persistente, una y otra vez que salpica y resuena haciendo eco en los rincones de esta pequeña, sórdida y descuidada habitación en la cual vivo. Escucho pasos fuera de la habitación que ahora es blanca. Y vienen unos tipos también vestidos de blanco, que me dan una serie de píldoras.  Y la vista se me nubla un poco, y entre el limbo escucho una voz de mujer, sospecho que es la de Simone, sufre de esquizofrenia. Dijo, encontramos un cuaderno donde escribe y se ficcionaliza a sí mismo como psiquiatra, y habla de crímenes que nunca cometió, está encerrado acá desde que tiene diecisiete años. Pero, la mujer no sabe que aún escucho el sonido de la carne que se rompe conforme a las tajadas, mientras gozo la sangre que cae -similar a una gotera- y salpica, y saboreo ese peculiar hedor a metal oxidado. Desde mi cama los observo, sé que ellos jamás lograrán la precisión que se necesita como para hurgarme. Mientras charlaban de diagnósticos -como si yo no estuviese-, me senté cómodamente en la cama, noté una mueca de satisfacción en mi rostro, miré fijamente a sus ojos y simultáneamente cerré mi diario.

Mara Luft cursa las carreras  Profesorado y Licenciatura en Letras en la UNaM.  Blog de la autora: Rizoma

Mara Luft

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