El ermitaño

domingo 19 de septiembre de 2021 | 6:00hs.
El ermitaño
El ermitaño

Trastabilló y cayó pesadamente sobre un montículo de piedras. A tientas buscó sus anteojos. Le costó un buen rato hasta que los encontró. Se los colocó de inmediato. Para su pesar uno de los vidrios se había rajado y formaba una grotesca figura de astillas que le impedía ver con claridad.

Lentamente se reubicó en el lugar de su caída. Musgo, piedras y más allá su hogar. Una choza mal hecha de hojas de banano y ramas caídas.

Se levantó con cierta dificultad y recordó que hacía tiempo, no tenía más actividad física que recorrer unos metros para recoger tomates silvestres, alguno que otro mango y el fruto del banano que le había proporcionado el techo de su precaria vivienda.

Estaba más delgado y se notaba. Desde que asumió que su vida era ser ermitaño y de esa manera evitar todo contacto con las demás personas había perdido, según sus cálculos, unos quince kilos.

Su ropa estaba raída y solo cubría parte de su cuerpo. La había utilizado para guardar el único tesoro que le acercaba a su modo de vivir anterior: tres libros. La Biblia, El Hombre mediocre y Cuentos de la selva. Los ejemplares estaban cuidadosamente envueltos en lo que antes había sido una camisa. Los había leído tantas veces que podía recitar de memoria muchas partes de los mismos.

Se hacía de noche. A la dificultad de mantener el fuego encendido se sumaba el enemigo nocturno, el miedo. Miedo a verse obligado a renunciar a su vida de eremita. Miedo a tener que volver a lidiar con la hipocresía cotidiana de quienes supieron rodearlo. Miedo a perder su libertad y dejarse envolver nuevamente con la parafernalia cibernética. Notebooks, celulares, bocinazos y gritos fueron los artífices, en parte, de haber tomado la decisión de aislarse. El hartazgo hizo lo demás. Había cruzado una puerta decidido a no rendirse, pero el miedo volvía todas las noches y lo atormentaba.

En más de una ocasión le pareció sentir voces por lo que rápidamente se guarecía en su choza y se quedaba en silencio.

Se durmió tras releer algunas páginas del libro de Horacio Quiroga. Muy temprano el trinar de los pajaritos lo despertaba y lo volvía a la realidad. Estaba solo y le gustaba, aunque a veces la angustia y los recuerdos lo ponían de mal humor.

Sus ideas comenzaban a traicionarlo, temeroso se animó a caminar algunos metros más.

Casi tapada por la vegetación vio una puerta. Vieja, muy vieja. Toda herrumbrada, tanto que apenas se distinguía en partes algo de la pintura que supo tener. Alguna vez fue pintada de un verde oscuro. Un chispazo en su confundida mente le hizo recordar aquella mañana de otoño cuando el sol acariciaba muy suavemente su rostro y el perfume de las flores lo acompañaba. Se vio dejando el mate a un lado y retomando el pincel para pintar esa puerta de  hierro. ¡Él la había pintado! ¿Cuánto tiempo habría pasado?

No se animó a acercarse más. Algo en su interior le decía que no debía intentar abrirla. Del otro lado de la puerta se oían voces. Alguna risa. Algunos gritos contenidos. La tentación era muy fuerte pero su fuerza de voluntad también lo era. Giró sobre sus talones y volvió a su choza.

Calentó un poco de agua en el ininterrumpido fuego. Puso unas ramitas de marcelita y tras unos minutos pudo saborear el improvisado té. Esa noche los grillos no lo dejaron dormir. Como nunca esta vez lo molestaban. Entrecerró sus ojos y el ruidoso silencio del monte lo atormentó por horas. Finalmente el cansancio lo venció y apoltronado en un rincón se dejó estar. Se durmió.

Muy de madrugada salió de su guarida. Se despojó de su roto pantalón y, aún temblando, se lavó en el arroyuelo que estaba casi en el borde de su choza.

El ermitaño sabía que “su” territorio no era muy amplio. Pero era suficiente para el destino que se había elegido. No más de 80 metros para el lado que caminara. Una frondosa vegetación reinaba en el lugar. Árboles frutales y manojos de hierbas que crecían amañándose para recibir algunos rayos del sol vivificante. El ya mencionado arroyito y una gran cantidad de fauna propia del lugar, sobre todo insectos.

¿Era la puerta que había encontrado el límite a la soledad autoimpuesta? ¿Hasta cuándo su curiosidad sería contenida?

Un día decidió acercarse a la puerta. Una vez más sintió el irrefrenable deseo de tocar el picaporte. Estaba a punto de dejarse llevar por el impulso cuando sintió voces, a veces en forma de murmullo, otras en forma clara y audibles.

Se quedó muy quieto. Tanto que hasta limitaba el sonido de su respiración. ¿Quiénes estaban al otro lado? ¿Qué buscaban? Siguió allí un buen rato y se dispuso a volver a su choza cuando observó que alguien, o algo, movió la puerta. Presuroso, se agazapó y buscó una rama vieja para protegerse o para defenderse si era necesario.

Dos hombres altos y fornidos, vestidos de blanco, cruzaron la puerta y escudriñaban el entorno. No se adentraron  mucho. Uno de ellos salió y el ermitaño escuchó que hablaba con alguien, una mujer. Él seguía escondido pero ahora con todos sus sentidos en alerta. Tomó con fuerza el garrote y se dispuso a atacar si fuera necesario.

El hombre que había salido reingresó al bosquecillo. Esta vez lo acompañaba una mujer. Dudaban y se consultaban los pasos a seguir.

-¿Está segura que su papá ingresó al bosque?, preguntó uno.

- Sí. Siempre lo hacía y se quedaba unas horas. A veces por unos días. Pero después volvía al patio principal de la estancia y se lo veía más relajado, más tranquilo. Pero ahora hace ya tres meses que se metió en el montecito y no volvió a salir.

Unos uniformados se abrieron paso y comenzaron a observar atentamente el entorno.

El ermitaño estaba cada vez más asustado y enojado. Sabía que no tardarían mucho tiempo en dar con él.

Ya eran casi diez las personas que habían cruzado la puerta. A la única que reconoció fue a su hija Eleonora. Recordó que había pensado en decirle que necesitaba estar en soledad pero que finalmente no lo hizo. El día que se decidió que su vida tendría más sentido viviendo en comunión con la naturaleza solamente abrió la puerta y se metió en el bosquecito. Sin dejar mensajes, nada.

Uno de los hombres vestido de blanco se aproximó al sitio donde se guarecía. No lo pensó y le asestó un violento golpe con la rama que tenía como improvisada arma. El intruso cayó pesadamente mientras la sangre brotaba de su cabeza. Fue el inicio de un pandemónium. Gritos, confusión, y movimientos alborotados de adueñaron del silencio del bosque.

El ermitaño sintió que alguien (uno de los uniformados) lo tomaba por detrás y con un movimiento fuerte y estudiado lo derribó. Todo fue muy rápido. Cuando se hizo una relativa calma se vio caído de bruces, esposado con las manos en la espalda y totalmente inmovilizado.

-¡Papá..! gritó Eleonora. – Soy yo, tu hija.

La mujer se había arrodillado y estaba a su lado. Las lágrimas bañaban su rostro.

-¿Qué te pasa? ¿Porqué no nos avisaste que estabas en el montecito?

El eremita la miró y balbuceó, -Solo quiero estar solo. No quiero estar en contacto con la violencia, con la hipocresía, con la corrupción. Y la única manera de hacerlo era buscar un sitio que me diera paz, tranquilidad, sosiego.

De nada sirvieron esos argumentos. A los empellones, innecesarios, lo sacaron y le hicieron cruzar la herrumbrada puerta alguna vez pintada de verde.

Le inyectaron  un calmante y unos minutos después le quitaron las esposas. No obstante dos de los uniformados se quedaron junto a él.

Por la mente del ermitaño se sucedían pensamientos e imágenes.

¿Qué daño había hecho? ¿A quién había perjudicado? Se repetía a sí mismo que nada ameritaba el procedimiento llevado a cabo por los hombres de blanco, los uniformados y hasta su propia hija.

Estaban sentados a pocos metros de la puerta que él había cruzado un día. Desde allí percibió el olor a humo. Estaban quemando su choza. Estaban destrozando sus “tesoros”, sus libros.

Una fuerte carga de adrenalina lo impulsó. Tomando fuerza y cierta dosis de coraje empujó al uniformado que estaba más cerca y salió disparado hacia la puerta. Entró en el montecito y rápidamente llegó hasta donde dos hombres atizaban el fuego de lo que había sido su vivienda por unos meses.

Sin detenerse se arrojó dentro y abrazó sus libros. El fuego consumía todo velozmente. Los intrusos no atinaron a hacer nada. El ermitaño quedó en cuclillas mientras las llamas lo rodeaban y llegaban hasta él.

De nada sirvieron los esfuerzos de quienes intentaban socorrerlo.

El asceta prefirió la muerte física antes que la agonía de existir en un mundo que ya nada le proporcionaba.

Poco tiempo después cuando la historia del ermitaño se conoció, algunos, solo algunos, lo entendieron.

Inédito. Reyna Allan reside en Posadas. Blog del autor: Poedismo

Guillermo Reyna Allan

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