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Corazón de erizo

domingo 19 de septiembre de 2021 | 6:00hs.
Corazón de erizo

Los limpiatubos me hicieron acordar a mi prima. Estaban espléndidos con esas florcitas rojas, tupidas, finas hebras sobre su cabo verde. Era primavera y me pregunté si esa vez, la última vez que vi a mi prima, era octubre o tal vez no, a lo mejor verano y sin embargo recordaba muy bien los limpiatubos florecidos, todos, en el parque de la estancia. Un camino de flores rojas custodiaba el sendero de entrada que llegaba hasta el casco; por detrás, corpulentos plátanos añosos. Mi prima, a lo lejos, bajaba al parque por la amplia escalinata de mármol. Delgada y nerviosa, su larga solera se abría como una campana en cada saltito; una mano en alto saludaba, aquí y allá. Se movía segura entre los grupos desparramados por el parque, parecía distendida, que nada le era extraño. Extraño era todo para mí; envidié en mi prima esa soltura, ese andar sin anclas entre la gente, su levedad y roce, levantar el mentón, reírse con esas bromas insípidas mientras encontraba de qué hablar con cada uno. ¿Por qué había concurrido a la reunión? Nada me unía a esa gente, excepto mi prima. ¡Ah!, y quizá algo, también, en algún lugar, mi acompañante, que insistió hasta la aceptación, mi aceptación, para ir a la estancia. En la reunión se presentaba un nuevo producto del agro, seguramente un pesticida o agroquímico, quizá un desparasitante animal. No lo sé, tan incómoda estaba dando vueltas de aquí para allá, sintiendo que el vestido traslucía demasiado. Mi acompañante, pipa en mano, caminaba entre los grupos tratando de insertarse, desplegando estudiada simpatía y sonrisa congelada. Quería ganarle en mundano al tío, que convidaba habanos desde una caja de madera de ébano. Mi prima levantó sus brazos allí donde estaba, lejos, junto a un grupo de hombres impecables, delgados, de sacos del color de moda, remeras de marca sobre la piel bronceada. No como mi acompañante de pancita enhiesta y corona de pelo oscuro, flanqueando las orejas, dejando por encima una calvicie poderosa. Nunca me importó la calvicie, pero la de mi acompañante me molestaba. Sería por los chistes que él mismo hacía para disimularla, aromando el humo de su pipa como alguien importante. En realidad, todo me molestaba de él, lo supe después, inmediatamente después de que murió mi prima. Ella levantaba las manos y sus brazos se desplegaban como banderas claras delante de los limpiatubos que estallaban rojos sobre el fondo de los plátanos. Yo quería disimular mi soledad ese atardecer, cuando el sol se ponía tenso y naranja entre los árboles del amplio y cuidado parque, buscando cualquier cosa, un pretexto en la cartera; diciéndome mil veces para qué viniste, para qué te pusiste el vestido de falda transparente que incomodaba tanto. Traté de colocarme de costado y alejarme de los grupos para que mis piernas no se vieran cuando la luz daba sobre la falda. Me protegía en la penumbra haciendo como si buscara algo, o corría a observar detenidamente la flor del limpiatubos, alargada como una boquilla gruesa o un cepillo tupido y cilíndrico, de esos que se usan en los bares para limpiar el fondo de los vasos. ¿Por qué se llamaría así en vez de rosa ígnea o carmesí de flecha o dedos de fuego? Ese arbusto me estaba poniendo poeta y eso era malo. Siempre que me ponía poeta algo incontrolable sucedía, como si al abrirse los poros del corazón se derramase toda la sangre por esos ínfimos agujeros. Mi prima me vio y corrió hacia mí. Su solera manteca se movía entre los limpiatubos, salía y entraba por la hilera roja, un brillo que apenas relucía contra los arbustos. El canesú de piedras opacas formaba un semicírculo ámbar alrededor de su cuello largo. Mi prima llegó y en ese abrazo supe, nuevamente, cuánto nos queríamos. Quizá había ido a la estancia sólo por verla, para agradecerle una vez más su casa, la hospitalidad, sus cuidados durante el tratamiento. Para abrazarla. A ella solamente, no a mis otros primos que desplegaban su dinero como si fuese muralla, ásperos, distantes, ocupados en cosas de importancia que no lograba descifrar. Me apretó fuerte y preguntó, ¿Estás bien? Un resplandor recorrió sus ojos y creí, o me pareció, que se desprendían hilos de agua invisibles al borde de sus párpados. La brisa se coló del este y comenzó a mover las flores rojas, que oscilaron. Entonces, aturdida, pregunté a mi vez, ¿Estás bien? Mi prima sonrió, o trató de sonreír, tomó entre sus manos un cabo lleno de hebras delgadas. ¿No son hermosas? dijo, parece que el aire se desangra, ¡corazón de erizo!, duran un tris fuera del árbol, como la vida, ¿viste? Sin dejar que respondiera me explicó que a esa reunión la organizaba ella, su nuevo trabajo, dijo el nombre en inglés, no lo retuve, algo así como coordinadora de eventos. Mentalmente enumeré el decálogo de trabajos que ella había realizado en los últimos muchos años. Como si viese lo que pensaba, retrucó, No es lo que más me gusta hacer, vos te das cuenta, lo sabés. ¿Qué era lo que yo sabía? Que mendigaba a su padre para sostener con sus brazos delgados esa enorme olla familiar; que se había quedado sin hombre y que sus hijos famélicos sólo sabían pedir y devorar.

Esa enorme olla sin fondo en la cual todo se perdía sin miramientos, cayera lo que cayese. Quise preguntarle por eso, si lo hacía por la olla, de algún modo prudente, claro, como por ejemplo, tu esfuerzo debe darte un buen pasar; o mejor no, mejor decirle se te ve espléndida con esa solera color manteca. Pero antes de que pudiera desplegar la frase adecuada ella dijo, ¿sabés?, quisiera un quiosco, sólo un quiosco, pero mío. En ese momento vinieron a preguntarle algo que no escuché y ella se marchó. Me dejó con la frase a medio armar, por suerte, preocupada como estaba por mi falda. Así había sido criada mi prima y sus hermanos y los hijos de todos ellos, y así vivían, juntando del suelo las suculentas migajas que caían de los bolsillos del padre. Su padre, el tío. El que se quedó con la herencia de mamá. El hombre que vivía en la Capital y al cual todos consultaban como oráculo. La genuflexión llegaba también de los políticos de turno. Los de ahora ni siquiera disimulaban prudencia: se exhibían copa en mano jugando al tenis, o festejando la llegada al gobierno en la estancia de los limpiatubos. Escuche las risas que venían del grupo que comandaba el tío. Vi los apretones de manos, las palmas que golpeteaban su espalda. Su nueva adquisición: una bóveda en el cementerio de la Recoleta, una de esas que algún heredero lejano, de nobleza incierta, vendía como último recurso. Ya nadie podría dudar de que el linaje del tío se arraigaba definitivamente en el puerto de Buenos Aires, legitimaba su fortuna. Allí, donde trasladaba sus muertos, quedarían atados los vivos. Quise esconderme detrás de la fronda roja que estaba a mi espalda, pero la tía me había descubierto; me tomó por los hombros, me sacudía. La tía era una mujer elegante que hablaba sin parar y agarraba de rehén a cuanto pariente que encontraba para narrarle sus interminables desventuras. ¡Ahí está! ¿La ves?, se indignó después del breve saludo. Y señalando con el dedo dijo, Es la de turno, esa, la de minifalda, casi desnuda, qué descaro, ¡pero qué descaro tienen las mujeres hoy en día! Después, al darse cuenta de que sólo era impaciencia por señalar al tío, preguntó por mi madre, ¿cómo está?, y hasta pareció interesarse en mi respuesta. Dio una excusa que no recuerdo, exclamó, ¿Viste qué hermoso el parque? ¡Lástima estas flores sin perfume! y señalando los cilindros rojísimos que parecían desprenderse de sus tallos se fue detrás de un grupo de mujeres a espiar los movimientos del tío que exhalaba el denso humo de su cigarro entre los pelos de la muchacha de minifalda autoadhesiva. La noche se iba colando entre el ramaje, subía un aroma intenso a pasto fresco y prolijado y a jazmín del país que no acertaba a ver por ninguna parte. Una empleada de cofia y delantal se acercó con una bandeja brillante repleta de bocaditos tibios, seguida por un hombre con moñito al cuello que repartía bebidas. Dije sí a los dos, y luego no supe cómo sostener tantas cosas entre las manos: la pequeña cartera, el vaso, el canapé. Mi acompañante había desaparecido entre la multitud. Imaginé su placentero bienestar entre tanta gente importante. Seguro podría hablar de alguno de sus negocios. Volví a preguntarme por qué había cedido a su insistencia. Por qué seguía al lado de ese hombre calvo, allí, en la estancia, o fuera de la estancia, en mi provincia, si cada vez que lo miraba me resultaba un penoso desconocido y un leve ahogo me cerraba el pecho. Terminé el bocadito, pero la salsa tártara se pegó a mis uñas. En el toilette podría reacomodarme, pero estaba lleno de mujeres que trataban de hablar en voz baja, haciendo comentarios de lo que tenían puesto las otras, las que no estaban allí. Una se quitaba de apuro la media corrida y sacaba una nueva de la cartera; otra con saliva en la punta del dedo recomponía su máscara. Salí escapada a respirar el aire suave y dulzón del parque de la estancia. Pregunté a la mujer de cofia y delantal si podía ir a otro baño, al del casco, que yo era la prima de mi prima, la sobrina de mis tíos, ninguna de aquellas otras. La mujer de cofia dudó un momento pero me acompañó. Subimos las escalinatas de mármol y abrí la puerta sin preguntar: allí estaba mi prima inclinada sobre el lavabo, tratando de sujetarse el vientre que se movía sin brújula en sucesivos espasmos. No supe qué hacer. Le sostuve la cabeza y le alcancé una toalla. Me miró y sus ojos estaban tan lejos que no pude encontrarlos. Después pidió una silla y se la traje del hall. Tengo que ponerme bien, dijo, hacer un buen papel, de eso depende todo. La sonrisa que dibujó le salió tan mal que comenzó a sollozar despacito. Tomé el peine que llevaba en la cartera y le acomodé el pelo. Con la punta de la toalla traté de remediar su maquillaje. Se levantó ajustando el escote de piedras opacas, color ámbar. Son falsas, dijo, y agregó, todo es cuestión de plata. Prendió un cigarrillo y exhaló con fuerza el humo hacia el espejo. No quiso que la acompañara. Cuando salí al parque, la encontré riéndose con un grupo de mujeres jóvenes y bellas, que sostenían vasos largos llenos de una bebida amarillenta. Al rato, dirigía la salida de los platos calientes que se servían sobre la barra, alrededor de la piscina; luego revisaba el orden de los anunciantes y los oradores. El tío, whisky en mano, reía a carcajadas y pasaba el antebrazo por debajo de la cintura de la chica de minifalda. El grupo de hombres festejaba sus bromas. Mi acompañante también reía y hacía señas para que me acercara. Me hice la desentendida mirando las hebras de los limpiatubos adheridas a su cabo. Pinché mis dedos con su punta finita para investigar qué se sentía. Recordé cuando mi prima preparó una habitación en su casa, sólo para mí, para que estuviese tranquila mientras duraba el tratamiento. Fueron meses largos, ella venía cada tarde con masas y se sentaba a charlar, preparaba café, té, capuchino, menos el mate que aborrecía. Una de esas tardes le conté, detalle por detalle, lo que había pasado entre mamá y el tío con la herencia de los abuelos. Mi prima abrió grande los ojos, quedó quieta, callada, y después dijo, Ahora me explico. Me arrepentí, se lo estaba diciendo y me arrepentía, pero ya estaba dicho. Así fueron las cosas, rematé, no fue culpa de nadie. Se levantó y desparramó con su mano mi pelo hacia la frente. Me curé, volví a mi casa de provincia, compadecí en silencio a mi prima por los hijos que había concebido; antes de marcharme le dejé una carta y un ramo de fresias sobre la mesa de luz. Al mes llamó, quería saber cómo estaba y si deseaba acompañarla al mar. Dije que no. En realidad quería, pero no podía seguir el ritmo de sus gastos en esa playa exclusiva. Era su invitada, recalcó, in-vi-ta-da. ¿Sabía lo que quería significar? Igual no fui. Después supe que el mayor de sus hijos perdió una enorme suma en el casino, tan enorme que ella tuvo que vender la casa y empezar de nuevo. Es decir, otro trabajo, otra pelea con el tío, con su madre que la declaraba la peor de todas, con sus hermanos que la miraban desde arriba, cuchicheando. Ahora estaba cerca de mí, nos separaba sólo la hilera de limpiatubos. Podía oler desde mi lugar su perfume francés y escuchar el tono arrastrado de las vocales que ni siquiera los veinte años en la Capital pudieron arrebatarle. Mi acompañante contaba sus proezas económicas; se sorprendió al descubrirme a su lado y exigirle la vuelta a casa.

Rió, ¡si la fiesta estaba en lo mejor! Entonces hice algo que jamás hubiera hecho: caminé entre las hileras de limpiatubos, en la semioscuridad, hasta la entrada de la estancia, y pedí al primer auto que regresaba que me acercara a la ciudad. No me despedí de mi prima. Un mediodía llamó mi madre. Mi prima había tenido un accidente, grave, dijo, muy grave, aún no se sabía casi nada... Murió, afirmé. Balbuceando, mi madre hizo silencio, se escuchó un sollozo hipado largo, muy largo, después clic. Había mucha gente en el velorio. Charlaban, comentaban, interpretaban lo que había sucedido: cómo, por qué. Volvía de la estancia, dijo una amiga, su auto parecía un living, dijo otra, tenía todo a mano en el asiento del acompañante: la agenda, el celular, los cigarrillos, los anteojos, el agua, los chocolates. Mi prima comía poco, pero siempre tenía chocolates a mano. Me coloqué los anteojos oscuros y traté de pasar desapercibida. La tía lloraba abrazada a alguien; mis otros primos, lejos; al tío no lo vi. Escuchaba restos, hilachas de conversación. Fui la última a la que llamó. El padre no quiso cambiarle los cheques. ¿A vos te parece que el mayor le haga eso? ¿Y la madre? Inauguran la bóveda. ¿Llevaba el cinturón? Jamás lo hacía. Se reía, siempre se reía. Le dieron la espalda, ¿no? Me acerqué despacio hasta el cajón cerrado, acaricié la madera oscura. Acomodé las flores desparramadas y leí al pasar algunas tarjetas. Imaginé entre las manos de mi prima un inmenso ramo de esas florcitas rojas tupidas, Corazón de erizo, había dicho. La tarde comenzaba a caer sobre la sala y el aire parecía desangrarse.

El relato es parte del libro Mamá quiere ver las rosas y otros cuentos, editorial Contexto. Severín tiene publicado además Helada Negra (2016), Muda (2018), La Tigra (2018), entre otros.

Patricia Severín

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