El narco II

domingo 19 de septiembre de 2021 | 6:00hs.
El narco II
El narco II

Supe que hay gente diciendo que mi nueva vida es aburrida, tipos que me conocieron cuando yo era uno con mi Bersa, siempre encarnada en la derecha y siempre con el caño caliente. Medir la vida en términos de aburrimiento y diversión es de cerebros limitados. Quisiera saber qué es lo que entienden por una y otra cosa. Felicidad y desdicha son productos que se venden al mejor postor y que yo no estoy dispuesto a comprar. Para mí la vida se reduce a tener y no tener, así de crudo. Aquél que dijo que el dinero no hace la felicidad de seguro era pobre y amargado. Quizá suene ampuloso viniendo de mí, pero yo he escuchado a empleados bancarios, taxistas, albañiles y pescadores decir, “Tengo todo lo que quiero”, como si hubiesen tocado el cielo con las manos, como hay quien dice. Yo tengo todo lo que quiero y no me parece que haya andado demasiado para poder conseguirlo. La vida se pasa para mí en una molicie crónica, voy a casi todos los eventos deportivos y a algunos artísticos, que nunca está demás hacerse ver al lado de un cuadro. No hace falta que lo aclare, como en todo negocio, hay altas, bajas, percances, imprevistos que obligan a una virada del rumbo que se venía tomando. Por supuesto, retroceder no está entre las opciones. En la calle no se consigue nada con diplomacia.

Hace un tiempo entró Robledo a mi oficina de “La Isla Bonita”, todavía no estaba abierto el local y el Pepi ya tenía una botella de whisky entre pecho y espalda. “Afuera hay un tipo que dice que viene de parte de Argüello”, me dice sin soltar el picaporte.

Ya me enteré, quizá antes que el propio Argüello, que dentro de poco sale, después de pasarse una buena temporada a la sombra y haciendo vida de esposa. No me causa gracia, repito, pero el que las hace las paga, él jodió a mucha gente, ya llegó el tiempo de que lo jodan a él. “Hacelo pasar”, le digo a Robledo sólo porque no se me ocurre otra cosa. El tipo parece un soldado de rango, no cualquier novato. Le ofrezco un sillón que rechaza y dice, como si se lo hubiese aprendido de memoria, “Argüello dice que si tu gente se mete en la zona de la Estación del Metro va a haber guerra, que ese lugar le pertenece, que pagó a quien corresponde por esa zona”.

Realmente me sorprende Argüello y ésta su pretensión, desde adentro de la cárcel, queriendo hacer valer un derecho que, él lo sabe muy bien, sólo va a tener si yo se lo doy. Donde dice “a quien corresponde”, debe leerse, “a la policía”. Eso sí me causa gracia pero evito hacer cualquier gesto delante del emisario.

“Se dice que no hay que matar al mensajero a causa de la mala noticia”. Cuando digo esto el tipo palidece, “Pero si te mato no vas a poder llevarle mi respuesta a tu dueño”. Si el hombre de Argüello pensó que lo iba a matar, ahora ya dejó de hacerlo. 

“Decile a Argüello que se ocupe de su marido y de sus cosas, que con los asuntos de la calle me entiendo yo”.

El Pepi Robledo me mira sorprendido, los dos sabemos que Argüello, a pesar de las faldas, se va a tomar esto muy a lo macho. Es verdad que controla toda la zona del Metro, más algún recoveco del Puerto, aún desde adentro. Pero debió haber sabido, debió saberlo, que si las cuestiones de negocios no se manejan de manera personal, tarde o temprano viene la ruina. El ojo del amo engorda el ganado.

Yo podría haber mandado de regreso al correo de Argüello así sin más, con un gesto de la mano. Sin embargo algo me pasó, miré a Robledo y le mostré el dedo meñique de mi mano derecha. Como si hubiese recibido una descarga, el mensajero se da vuelta hacia el Pepi que le indica con un movimiento de su cabeza de toro que salga, que la charla se terminó. Afuera lo agarraron con otro soldado, le cortaron el dedo que yo indiqué y se lo dieron envuelto en un pañuelo, “Andá a que te lo pegue Argüello”, le dijo Robledo. 

No lo habíamos hablado, no convinimos nada con anterioridad, no fue algo premeditado. Cuando hablé con Robledo sobre lo inusual de esa comunicación entre él y yo, de cómo había entendido aquel mensaje sin palabras, Robledo me dijo, “Yo le hubiese cortado una oreja”. Tiempo después, se me ocurrió que ese gesto ya fue hecho por miles, millones de Marciales, que enarbolaron el meñique mostrándoselo a millones de Robledos, durante generaciones. Todos los Marciales y todos los Robledos conocían el gesto. Y sabían lo que ese gesto significaba. 

El mutilado correo se habrá presentado ante Argüello muerto de miedo, con su dedo apretado en un pañuelo entre las manos temblorosas, “Estos tipos no joden”.

Yo he cortado dedos, también orejas. No se sorprendan, ya saben que hasta maté por encargo. Pero nunca sentí nada, nunca experimenté ninguna sensación. Esa vez, en cambio, con el simple ademán de alzar la mano y mostrarle un meñique a Epifanio Robledo, sentí que era diferente al resto de los mortales, un Elegido, un Ser Superior puesto en este mundo para convertirse en el Puto Amo de Todo. Esa noche, mientras escuchaba los gritos del pobre diablo que perdía su dedo sin comerla ni beberla, sentí que tenía Poder. Ahora necesitaba aumentarlo. 

Como si yo se lo hubiese ordenado, Robledo reclutó más soldados. Un día se apareció con cuatro pibes, flacos, con las caras talladas a martillo y formón, la piel curtida por el sol y el alma curtida por la necesidad, hijos de pescadores, que encuentran en el delito la única alternativa a la pobreza. Muchachos un poco mayores, veinte, veinticinco años, que han dejado la escuela y las barcas pesqueras para rodar por las calles aspirando pegamento. Hasta que alguien los recluta.

Así como se me había ocurrido que Argüello sólo contrataba asistentes de nombre comenzado con H, llegué a pensar que Robledo contrataba soldados con nombres bíblicos. Trajo a Ezequiel y a José, trajo a Ismael y hasta se trajo a un Jesús. “Jesús es tu nombre”, le pregunté. Con toda la actitud de un soldado, respondió:

-Sí señor, Jesús Honorio Brizuela.

“Mierda, hay que andar por la vida con un nombre de esos”, le dije. Los cuatro bien armados y sabiendo tirar, no se necesita más, el resto lo hacen los huevos y la necesidad de tomar cocaína. Se reforzó la vigilancia en la zona del Metro, el propio Robledo suele ir a supervisar las entregas, los encargados de transportar el producto escogen caminos alternativos, a veces más largos, para evitar una posible emboscada. A pesar de la tensión impuesta por el mensaje de Argüello y sus consecuencias inmediatas, la cumbiamba en mi guarida sigue a todo ritmo, ajenos los invitados a la inminencia de una guerra que, aunque sea de refilón, tiene que ver con ellos.

Una noche, debo reconocer que un poco incómodo por el frenesí que se había apoderado de mi jardín, le dije a Robledo, “En cualquier momento la policía nos viene a patear la puerta”. Cada diez segundos un corcho estallaba y el champán brotaba a borbotones, obsceno; las risas eran carcajadas, mejor, graznidos que a veces acompañaban con coros ininteligibles a las canciones que sonaban, sin intervalos de silencio, a un volumen muy por encima de lo que el sentido común recomienda.

Robledo me mira casi con ternura y me pregunta, con ese tono del profesor que busca humillar al alumno, “Vos pensás que si la policía no estuviese untada ya no habría venido”. Me quedé mirando a Robledo con una cara que habrá sido muy de estúpido, él me puso su mano enorme y pesada en un hombro, “Ésa es sólo una de las tantas cosas que yo resuelvo antes de que vos te enteres”.

Si el hecho de haberle mostrado al Pepi mi meñique levantado me había hecho sentir poderoso, esa mano de Robledo en mi hombro me dio la confirmación de que había ascendido un peldaño, fue un espaldarazo, una señal de que era cuestión de tiempo para que yo pase de Emperador a Dios. 

Poco me duró la euforia. Luego de que se fueron todos, dejando tierra arrasada, cuando el silencio de la madrugada se vuelve insoportable, mi cabeza empezó a girar en torno a la idea de que algunas, quizá muchas cosas, estaban sucediendo fuera de mi conocimiento. Empecé a observar los movimientos de Robledo y a pedirle, sin llegar al tono de exigencia, que me rinda cuentas de todo (evité decir “absolutamente todo”) lo que entraba y lo que salía. Utilicé como pretexto para estas nuevas observancias el hecho de que estamos creciendo como empresa, se hace necesario un control un poco (subrayé “un poco”) más cuidadoso (dije “cuidadoso” como quien lo dice al descuido).

Robledo asintió, grave, las manos detrás de la espalda. Para mi sorpresa, se tomó las cosas muy a pecho, empezó a detallarme hasta el combustible que se cargaba en los vehículos, que ya en ese entonces teníamos una verdadera flota. Yo me serené. Las cosas marchaban por buen curso, tal vez el mismo Poder que empezaba a emanar de mí me estaba volviendo un poco paranoico. A modo de resarcimiento por haber sospechado de Robledo, aunque él nunca se enteró, le quité su responsabilidad en los negocios de la calle y le regalé una moto como la que tenía el Turco, pero cero kilómetro. Subí la apuesta y arrasé la zona del Metro, el dinero entraba a “La Quinta de Marcialito” por carretillas, sin exagerar. Ya no me alcanzaba el Mustang, compré un Mercedes y durante algún tiempito me anduvo dando vueltas por la cabeza la idea de comprarme un helicóptero. Las fiestas aumentaron en frecuencia y en intensidad, en mi casa no se dormía, se encontraba gente tirada en cualquier parte, a cualquier hora. 

Durante una de esas fiestas yo estaba en la terraza, solo, tirado en la hamaca viendo cómo se divertían todos abajo, en la pileta. Algunas mujeres en bikini y otras de vestido largo, tipos de bermuda y caballeros de esmoquin, una orquesta tocando canciones del Cuarteto Imperial y champán por todas partes. Miro a esos especímenes, cardumen heterogéneo, ruidoso, colorido. Los narcos más poderosos de la ciudad están aquí, son revendedores de mi producto, me tratan con obsecuencia.

Robledo se acerca por detrás como una sombra, se para junto a mi hamaca, las manos cruzadas atrás, ahora somos dos sombras mirando de lejos el bullicio. Casi todos los mafiosos que ahora se divierten en la piscina entraron a mi casa de la mano del Pepi. Él parece estar pensando lo mismo, “Ya te presenté a toda la mierda de esta ciudad”. Me río y le doy un trago largo a mi vaso. Robledo se aproxima un poco más, baja el tono, “Ahora te voy a presentar a la gente”.

Capítulo II del libro Delincuento II, El Narco. La trilogía se completa con El Sicario y El Candidato. Vogler tiene publicado además Esperanza y la muerte (novela). Email: mano38@live.com.ar

Ilustración: fotograma de la película Scarface

Mano Vogler

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