Pastorerita

domingo 12 de septiembre de 2021 | 6:00hs.
Pastorerita
Pastorerita

Emilia es silvestre y frontal. La vida le enseñó a plantarse ante las injusticias. Trabajadora incansable y excelente administradora del tiempo, se la encuentra atendiendo su almacén, corta pasto, atiende a su familia y muchas tareas más.

 Posee un gran número de chivos, que deambulan por los cerros hasta la hora de encerrarlos.

Lo notable es que al momento de reunirlos, sólo basta un silbido de Emilia para que todos acudan a los cobertizos.

Estos detalles serían comunes para cualquier persona que desconozca la vida de la protagonista. Cuando ella nació, su madre (por cuestiones que no mencionaré) la dejó al cuidado de sus abuelos maternos.

Esa niñita frágil, era alimentada con mamadera, y por las noches, como hacía mucho frío, su abuelo que la adoraba, envolvía su cuerpecito en un pellón y la acostaba amorosamente dentro del horno de barro que conservaba el calor de la cocción del pan diario. Con gran preocupación, su abuelo, durante la noche, iba muchas veces a ver si la niña se encontraba bien.

Emilia fue creciendo y con apenas cuatro años, la abuela la mandaba al monte a pastorear los chivos. Salía temprano, acompañada de sus dos perritos; llevaba una torta frita como único sustento hasta la una de la tarde en que debía regresar, comer algo, descansar un rato y salir nuevamente con los chivos hacia el monte, hasta el atardecer.

Se hace difícil poder imaginar a esa niña, de pies descalzos, con una vara en la mano, aferrando la torta frita con la otra, caminando sola por el monte, llevando los chivos comiendo aquí y allá. Mientras que, quién sabe cuántos peligros la acechaban. ¡Qué soledad y cuánto miedo! ¿Qué haría para ahuyentarlos? Quizá cantaría o hablaría sola para darse coraje.

Un día notó que le faltaba un chivo. Con angustia, con lágrimas rodando por su carita redonda, sabía que no podría regresar sin encontrarlo. Su abuela no le perdonaría esa falta y su amoroso abuelo que también le temía, nada podría hacer para ayudarla. Caminó horas buscándolo. Caía la tarde y su angustia crecía. Cruzando un bañado encontró un rancho donde vivía un hombre solo. Ahí estaba atado su chivito. Señalándolo, le dijo que lo había perdido. El hombre luego de ver sus lágrimas y escuchar sus súplicas se lo entregó.

Caía la noche en el monte. Emilia que se había retrasado buscando al chivo perdido, tomó otro sendero para acortar camino. Sendero que evitaba por temor a algo que no podría explicarse. Cuando lo transitaba con pasos presurosos, seguida por sus perritos, escuchó un grito, que le heló la sangre. Un grito, mezcla de animal y humano. Temblando de miedo llegó a su casa de noche. Su abuela no preguntó qué le había ocurrido para llegar tan tarde. La niña nada dijo. Tampoco tomó conciencia del peligro que había corrido ante un hombre solo en la inmensidad del monte.

Pasados unos días, le contó a su abuelo sobre el grito que escuchó en el monte.  Así se enteró que según la gente de la zona, unos años atrás, un hombre cegado por los celos ató a su mujer, la colgó y degolló. También cuentan que por las noches, su espíritu aúlla desgarrado por el dolor, pidiendo piedad. Emilia nunca más volvió a pasar por ese sendero.

Un día en que el hambre comenzaba a taladrarle las tripas, como todos los días en que la magra torta frita no lograba satisfacerla y sólo había hambre y más hambre, vio entre los árboles una lluvia dorada. Sus ojos no alcanzaban a comprender qué era esa hermosa imagen que se desprendía del árbol. Caminó hacia el lugar y pudo ver que la lluvia dorada, no era otra cosa que una colmena  en un tronco, que de tan cargada derramaba su miel y la luz del sol lograba la mágica visión de una lluvia de oro. Tenía tanta hambre, que tomó un palito y con él, enroscándolo, recogía la miel y se la llevaba a la boca. Así estuvo como en trance, la magia, ella y su pancita vacía.

Cuando tuvo edad para asistir a la escuela, repartía su tiempo entre las horas de clases y pastorear los chivos. No era para ella el tiempo de jugar, de correr con los niños, de disfrutar su infancia. Su adolescencia llegó sin haber vivido ninguna etapa, como si hubiera nacido adulta.

Regresando del monte, un día se enteró que su madre estaba enferma. Pidió para ir a verla, su abuela se opuso alegando que debía cuidar los chivos. La impotencia y las lágrimas la quemaron por dentro. Una vez más Emilia, aceptaba su destino. Su madre, ante la inminencia de la muerte, rogó que le llevaran a su hija, porque quería decirle algo importante. De nada sirvieron las súplicas de Emilia, no la dejaron ir. Al tiempo su madre murió y la abuela le negó asistir a darle el último adiós.

Así se hizo mujer. Trabajó, formó un hogar, crió sus hijos y continúa trabajando en la cría de chivos.

Su rostro denota lo que piensa o lo que siente. Jamás deja de decir las cosas como son, según su sabiduría. Emilia guarda un gran dolor y una eterna pregunta: ¿Qué habrá querido decirle su madre antes de morir?

Emilia trabaja, sonríe o se enoja, enfrenta todo, tal vez con los mismos miedos que cuando niña, pero con un coraje que la hace única.

De l libro “Teyú Cuaré”. La autora ha publicado además “Palíndromo”, “ Trama mortal” entre otras obras.

Aída Giménez

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