La salita

domingo 05 de septiembre de 2021 | 6:00hs.
La salita
La salita

Esta historia transcurre en el límite de dos poblados, donde sus habitantes se habían enemistado debido a un odio ancestral cuyo verdadero origen ya nadie recordaba con exactitud.  Algunos afirmaban que la génesis de aquel viejo resentimiento fue por una riña de gallos que terminó a los tiros y sin pagar las apuestas.  Otros decían que fue por un “entrevero” de polleras a la salida de un baile.   Y finalmente estaban los que aseguraban que simplemente fue cosa de chismes de viejas que no tenían nada mejor que hacer.  Más allá de esas circunstancias que ya poco importaban, lo único cierto era que ambos pueblos estaban separados por un camino de tierra, que dividía a unos de otros de manera casi salomónica.   A la derecha de la senda estaban los habitantes de “Loma Alta” y a la izquierda se ubicaban los de “Buena Gracia”.  Para cualquier forastero, a simple vista ambos parajes eran casi idénticos, pero para los lugareños esa sola afirmación era una ofensa casi imperdonable.   El rencor que se había acuñado a lo largo de tantas décadas era tan profundo, que hasta los niños no permanecían ajenos a las diatribas de sus mayores.  Desde temprana edad se les inculcaba un rosario de advertencias y consejos en contra de sus vecinos, que luego ellos mismos repetían en su vida como adultos.   Las actividades comerciales,  sociales y deportivas entre ambos poblados que otrora habían sido motivo de jolgorio y progreso,  se habían suspendido indefinidamente desde hacía décadas.   Ni siquiera las arengas de los curas de ambas localidades habían logrado aplacar tanto resentimiento y eso que habían probado sin éxito algunas medidas drásticas, como negarles la comunión o acumularles penitencias y rezos varios durante la confesión.

Cruzarse de un pueblo a otro era algo impensado.  El único punto considerado neutral era un pequeño puesto sanitario, que a falta de un hospital cercano era el lugar obligado para atender a las parturientas y enfermos leves.   Esta precaria salita se ubicaba exactamente en el límite entre ambos poblados en una especie de rotonda que bifurcaba el camino a la altura del edificio y que luego se volvía a unir para perderse en el horizonte.   Vialidad había mandado a poner señalización adecuada y un lomo de burro, porque si bien el tránsito no era intenso, varios despistados casi se ensartaron contra el pequeño local.   Ese era el único lugar donde a veces se encontraban los enemistados vecinos de ambos poblados.   Como si se tratara de una regla escrita, aunque solamente estaba en la mente de los moradores, todos permanecían en silencio hasta que el agente sanitario los atendiera.   El lugar estaba a cargo de Fausto Barboza, un enfermero que venía algunas veces a la semana desde un pueblo distante a unos cien kilómetros, ya que los vecinos de “Loma Alta” y de “Buena Gracia”, se habían negado terminantemente a que ese cargo lo ocupara alguno de sus habitantes por razones obvias.  Paradójicamente esta fue la única cosa en la que se habían puesto de acuerdo en años.  

En cierta ocasión, concurrieron a la sala Romualdo Gómez y Encarnación Benavídez acompañados por sus respectivos progenitores.  Romualdo había nacido en “Loma Alta” hacía dieciocho años.  Era un joven desgarbado y graniento que trabajaba en la chacra de sus padres porque no había querido seguir estudiando.  Hosco y poco agraciado, era el mimado de su abuela, quien afirmaba a boca de jarro que su nieto ya estaba en “edad de merecer”.  Por su parte, Encarnación había visto la luz en “Buena Gracia”.  Era una quinceañera con piel trigueña y ojos verdes que lograba cautivar con sus encantos a cualquiera que la mirase.   Por su carácter taciturno, a él le gustaba pasar largas horas pescando.  Ella por su parte, mataba el tiempo imaginando historias románticas a partir de las lecturas de novelas que le prestaba su madrina.  En apariencia y gustos no coincidían en nada, salvo por la efervescencia hormonal que ambos tenían por la edad y por la falta de un “palenque donde rascarse”.   Cuando se vieron por primera vez en la salita, el flechazo fue inmediato.   Sin siquiera dirigirse la palabra, esas miradas furtivas fueron más que suficiente.   Sus padres estaban tan preocupados por ignorar a sus odiosos vecinos, que se distraían mirando todos los calendarios de vacunación que había pegados en la pared del lugar.  Rápidamente las pseudo dolencias de los jóvenes se volvieron recurrentes y una vez por semana seguro estaban en la guardia.  Habían encontrado esa excusa para verse, aunque más no fuera por una hora.  Cada vez que se cruzaban por el estrecho pasillo de la salita, intercambiaban papelitos doblados con mensajes amorosos escritos con pésima caligrafía y peor ortografía, pero esos detalles poco importan en el idioma de los que se aman. 

Un jueves de septiembre, cuando los padres de los tortolitos advirtieron lo que estaba pasando, armaron un escándalo de tal magnitud, que los gritos e insultos se escucharon en los confines de ambos poblados.  Como si fueran Montescos y Capuletos, las cosas casi pasan a mayores cuando intempestivamente la puerta del consultorio se abrió y el enfermero Fausto Barboza dijo:

Los análisis de Romualdo Gómez y Encarnación Benavídez para COVID-19 dieron positivo.    A falta de lugar adecuado, deberán hacer la cuarentena obligatoria en esta salita, la que permanecerá cerrada para todos durante el lapso de quince días.  Solamente un familiar por enfermo podrá acercarle la comida una vez al día, dejándola en la ventanilla de la guardia, sin tener contacto con el paciente.

Nunca se supo a ciencia cierta si aquello fue una ocurrencia del enfermero, que cual celestino quiso unir a los amantes o si realmente el diagnóstico fue verdadero.  Lo que sí se supo es que después de nueve meses ambos pueblos pusieron fin a sus disputas, uniéndose misteriosamente por el nacimiento de una niña, a la que sus padres llamaron Altagracia. 

Cuento distinguido con la 2° Mención en el Concurso de Cuentos Cortos organizado por la Biblioteca Pública de las Misiones. Dacher es realizador de documentales. Reside en Leandro N. Alem

Marcelo Dacher

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