¡Vida ‘e perros!

domingo 05 de septiembre de 2021 | 6:00hs.
¡Vida ‘e perros!
¡Vida ‘e perros!

Suena el despertador, son las cinco de la mañana. El administrador abre los ojos. Extiende el brazo para tocar el timbre y siente frío. Es pleno invierno, tiempo de cosecha. Se levanta y se viste con calma, mientras el mestizo sirviente le ceba unos amargos bien calientes. Mira por la ventana; la escarcha raya los vidrios; el yerbal está blanco. Va al comedor a tomar el desayuno y los tacos de sus botas resuenan en la casa vacía. Afuera el frío le congela los pies, pero adentro el vacío le congela el alma. ¡Vida ‘e perros!

Su caballo, ensillado, lo espera a la puerta. Sale al tranco. En ese momento suena el silbato de la fábrica; comienza el corte de las hectáreas. Sigue por la picada: esta es recta de punta a punta. Su mirada escudriña las plantas y penetra entre los liños que van hasta el horizonte. Todas las plantas parecen iguales y pasan y pasan; el camino no termina nunca. Ahora se le congela el pensamiento. ¡Qué frío es el frío de un yerbal!

El primer rayo de sol lo distrae durante un segundo. Las plantas brillan como esmeraldas y el rojo de la tierra se despierta. Después su imaginación cubre el cielo; sueña con ciudades y con cariños lejanos, lejanos en el tiempo y en el espacio; recuerda el sentir agitado y la turbulencia de su juventud; piensa en sus viejos proyectos y en lo que había querido ser, y por un momento la felicidad se pinta con los colores de su imaginación. Luego baja los ojos. No hay nada. Las plantas, todas iguales, pasan y pasan. ¡Vida ‘e perros!

A medida que se acerca a la cuadrilla de mensúes, oye más claramente el metal de las tijeras de podar. Cien hombres y mujeres; indios, mestizos y extranjeros; trepados a las plantas, recogiendo hojas del suelo y formando montones sobre las lonadas, van dejando el yerbal desnudo, calado hasta los huesos, más frío que antes. El administrador llega junto a la romana en cuyo pulido gancho se cuelgan unas tras otras, sin interrupción lonadas y más lonadas de setenta, ochenta, cien kilos de yerba que enseguida van a llenar los camiones. Desmonta y habla con el capataz. Hace frío, y las hojas están todavía mojadas por la noche; pero hay muchas hojas; la cosecha va bien. Las manos ateridas que aprietan las tijeras se acalambran, y las que quiebran y deshojan las ramitas se agrietan y se rajan. Pero las plantas están cargadas, y la cosecha va bien. Ruido sin fin de tijeras, de ramas, de lonadas, y el continuo correr del pilón sobre el brazo de la romana: ir y venir de mensúes con las ropas desgarradas, librando al frío partes de sus cuerpos de bronce; acarreo constante de los camiones que llevan a la fábrica toneladas de yerba y llenan el aire con la música del trabajo, el sonido de los motores.

El administrador penetra en la plantación para observar la poda. Se acerca a un mensú, luego a otro, habla con el de más allá. Una mestiza lo mira desde un montón de yerba. Él la mira también, y ella baja la cabeza. Es bonita, con sus ojos estirados y sus labios carnosos, y su cuerpo esbelto, de formas firmes.

-¿Tienes frío?

La mestiza fija en él, solo un instante, sus ojos renegridos, y contesta con una sonrisa fresca:

-No, señor.

La conoce bien; muchas veces ha mirado a través de las plantas podadas ese cuerpo perfecto y ese rostro expresivo. Se aleja unos pasos, mira las plantas sin ver nada, y vuelve.

-¿No te duelen las manos?

-No, señor.

No encuentra más qué preguntarle, qué decirle, no puede conversar con ella. Ella no levanta los ojos, no osa mirarlo de frente. Él es el administrador, el amo, el que paga, el señor poderoso. Todos lo respetan y le temen porque no dice ni hace lo que todos ellos dicen y hacen. El los comprende y se aleja de nuevo. Pero no se va. Un poco extraviado, recorre los liños y dirige preguntas hueras a los podadores. Su mirada busca siempre, inconscientemente, la fina silueta de la mestiza, y de vez en cuando, a lo largo de los liños, la ve junto a su lonada, amontonando yerba, con los ojos escrutadores y quizás, ella también con el corazón agitado. Y él va, así, poco a poco, describiendo un amplio círculo cuyo punto central son esos ojos negros, punto que representa el centro de gravitación en la vida del hombre.

El tiempo pasa; ya son las nueve. Disminuye el ruido de las tijeras y se forman algunos grupos que ríen y hacen fuego. Descansan, comen reviro y toman mate.

Por el otro extremo de la hectárea se acerca un podador. Es un muchachote sucio y rotoso, tiene el aspecto de todos: miserable, y muestra sus manos agrietadas y ennegrecidas por la yerba. Ve a la mestiza y se le aproxima. Le dice algo, gesticula torpemente, y ríen los dos, ajenos al mundo. Se acerca aún más, le toca la cara, y ella hace un movimiento de débil defensa. Nadie repara en la vulgar escena. El, entonces, le rodea la cintura con un brazo brusco, y los dos, muy apretados, caminan hasta que se pierden en el yerbal tupido.

El administrador los ha visto alejarse; monta a caballo y se va al tranco. Y piensa en que él es amo, el hombre que manda, el señor poderoso.

-¡Vida ‘e perros!- murmura.

Del libro Alto Paraná –Editorial Tor  1939- Dras publicó Aguas turbias y Apuntes del Alto Paraná (1939); Tras la loca fortuna (1940).

Germán Laferrere, su nombre verdadero, residió en la zona San Ignacio varios años.

Germán Dras

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