Alto Paraná

domingo 05 de septiembre de 2021 | 6:00hs.
Alto Paraná
Alto Paraná

El Hombre…el monte…el río. Amanecer.

Retozar de mil sonidos saludando la luz del nuevo día. El sendero rojo, en viaje detenido, se pierde entre los rayos del sol hacia el río.

El río inmenso, incomparable, el Paraná.

El Alto Paraná.

La bóveda verde-oscuro, de sombras verdes, multiplica su infinitud de matices, lentamente, poco a poco.

El Hombre camina desde hace largo rato.

El Hombre, color del bronce, viste pantalón negro hasta las pantorrillas, pañuelo al cuello, sombrero de paja y ala ancha, y nada más.

Lleva un machete en la cintura y un hacha sobre el hombro.

Amanece y ya hace demasiado calor.

Toda la noche y todo el día un calor sofocante, húmedo, que agobia, cargado…

¡Y los mosquitos! Muchos, miles, millones de insectos que azuzan los oídos, hienden las carnes.

El Hombre nada siente. El Hombre, con el hacha al hombro, camina por la picada roja y verde que baja, sube y baja, serpenteante, perdiéndose rumbo al río, hacia la jangada.

Un grito penetrante perfora con ecos extraños la maleza.

Sus compañeros, por otros caminos, por los piques, también marchan con un hacha al hombro cumpliendo sus destinos de todos los días, siempre iguales.

Y otra vez el grito, el sapucay montaraz.

Pero es un grito distinto, profundo, que hace estremecer al Hombre que marcha por el sendero rojo sangre.

El va hacia su tarea, la de todos los días, en busca del árbol señalado de cancharana, laurel, vira-pitá, guatambú, araucaria o cedro…

Un árbol alto, robusto, opulento, que crece buscando el cielo entre la maraña. El está destinado a caer por elevarse demasiado arrogante, demasiado vigoroso y sano, porque su cuerpo es madera de ley.

¡De nuevo el grito! El grito distinto entre los demás gritos de los hombres que por los senderos sinuosos del monte llevan un hacha cargada sobre el hombro.

¡Sí, ese grito era de El, el Nuevo!

Ese grito hizo temblar más de una vez al Hombre que, apretando con rabia el cabo del hacha, apuró el paso.

La noche anterior había dormido muy poco, casi nada. Bebió mucho. Alcohol impuro, cachaza fabricada en el cerro con caña de azúcar en el alambique casero.

El Nuevo había llegado del sur, de allí donde el Paraná se llena de islas. Nadie averiguó sobre su vida. Tampoco importaba.

Los hombres del monte no tienen historias, o quizás resulten demasiado largas para contarlas.

Taciturno, de poco hablar, sin miedo, se había hecho amigo del Hombre que llevaba todos los días un hacha al hombro por la selva.

El Nuevo había entrado al obraje recomendado por él. Le tomó simpatía y por eso lo llevó al rancho.

Comía en su rancho, vivía en su rancho.

Su mujer, callada, trabajadora y obediente, repartía por partes iguales la comida, el reviro, lo poco que se compraba con los vales en el boliche del gringo.

Pasaban el día en el monte y de noche miraban hacia el monte, escuchaban el monte, sentían el monte.

Hablaban o permanecían callados mientras la botella de caña iba de mano en mano.

Llegó la hora de acostarse.

El Hombre y su mujer en la única pieza del rancho. El Nuevo, bajo el alero, sobre unos cueros.

El calor y los mosquitos no impidieron que el cansancio y el alcohol los durmiera cuando la luna llena iluminaba la cresta espesa del bosque.

Esa noche ladraron mucho los perros.

Ladraron tanto, que el Hombre se despertó y dándose vuelta en el catre, trató de seguir durmiendo. No pudo.

Los perros seguían ladrando.

Al fin se levantó. Buscó al tanteo la escopeta colgada sobre su cabeza y salió camino a los corrales. Los perros iban adelante, ladrando.

Su mujer dormía. El Nuevo también.

Anduvo un largo rato siguiendo a los perros, por los corrales. Después, por la huella que va en dirección al pueblo. Nada.

Habrá andado una o dos horas tal vez. Le gustaba cazar algún bicho de cuando en cuando. Mejor si era grande: un jabalí o un puma, por ejemplo. Cerca del bañado tampoco vio nada.

¡Mala suerte! –se dijo, volviendo.

Al llegar al rancho, le pareció ver una sombra que salía de él. Apuntó.

La sombra pareció meterse entre los cueros.

Le tembló ligeramente el pulso…Nunca le había temblado…pero no apretó el gatillo.

Bajó despaciosamente el arma. Caminó sin ganas hasta los cueros.

Se detuvo un instante. Miró y esperó…El dormía.

Entró al rancho…Su mujer también dormía.

Se tiró en el camastro y trató de descansar. No pudo. Se levantó.

Buscó la botella de caña y fue a sentarse en el suelo, bajo el alero, rodeado por todos los perros.

¡Mosquitos…miles, millones! …Y el calor, húmedo, pesado.

El Hombre, insensible, bebía largos tragos, mirando sin ver en dirección al monte.

No había amanecido aún, cuando el otro se levantó.

Fue al arroyo y se lavó la cara. Vino y se sentó al lado de su compañero.

Ambos silenciosos. Los perros también.

Poco después se levantó la mujer. Prendió el fuego y comenzó a cebarles mate.

Todos en silencio. Los perros también.

De pronto el Nuevo comenzó a hablar de cualquier cosa.

El Hombre no respondía, no lo escuchaba. La mujer tampoco.

El otro se animaba cada vez más. Contaba chistes y se reía solo. Poco a poco fue poniéndose melancólico. Empezó a recordar, como en un balbuceo, la historia de su amigo, allá, en el Delta. Los ojos se le humedecieron un poco, por primera vez. Quizás por exceso de caña o por el humo del brasero.

Comieron el reviro con galleta y tomaron el último mate…

El Hombre se puso el sombrero y cargó el hacha al hombro.

El Nuevo hizo lo mismo y lo siguió por el camino hasta el cruce donde se separaron sin decirse una palabra.

Estaba amaneciendo. Los hombres marchaban por el monte con el hacha al hombro en busca de árboles que debían derribar todos los días.

¡Otra vez el grito! El sapucay del Nuevo se apagaba en la espesura salvaje como una burla.

¡Claro que sí, parecía una burla!

El Hombre llegó a su destino final: al último árbol que le tocaba tumbar ese día, el de todos los días.

Lentamente descargó el hacha dejándola apoyada con suavidad contra el tronco. Miró de arriba hacia abajo al gigante. Midió de una sola ojeada al lapacho: “más de veinte metros” –pensó.

Erguido, impotente, abría un boquete de claridad entre la oscura selva para mostrar sus flores rosadas al cielo.

Probó el filo y se sintió satisfecho. Al pasar los toscos dedos, la herramienta le produjo una sensación de frío en las yemas. Agarró el cabo como un ritual. Calculó el golpe al descargarlo. El hacha se clavó secamente en el tronco de apariencia abatible. Se sentía con todas sus fuerzas, más que otras veces, más que nunca. Cada hachazo era más potente, más rabioso. Tenía ganas de regresar temprano al rancho.

¿Por qué?

A veces él había llegado primero. Otras, ya encontraba a su amigo, tomando mate con su mujer. Pero nunca se le había ocurrido pensar en eso, y hoy ¿por qué? Casi tenía miedo de llegar después…

¿Después, de qué? ¡Miedo él! ¡Si nunca tuvo miedo!

La herida se agrandaba en el vientre del inmenso árbol con cada golpe de hacha enfurecido, con cada golpe de rabia incomprendida. ¡No quería pensar! ¡NO QUERÍA!

Y los golpes le dolían, a él, ahí, en su cerebro cansado y embotado por la cachaza, por el calor, por la noche sin dormir…por la sombra que se metió entre los cueros…Pero, ¿qué le pasaba? ¿Por qué tenía que pensar? ¿Por qué?...¿Por qué?...POR QUÉ…

Se secó el sudor con el antebrazo. Le palpitaban los músculos y las sienes. Se escupió las manos, las refregó en el pantalón y se corrió hacia el otro lado para asestar los hachazos finales que darían de una vez por todas con el coloso por el suelo.

¡Golpe tras golpe! Ya faltaba poco. Comenzó a sentirse bien, casi feliz al terminar más temprano que de costumbre; llegaría antes al rancho. ¿Antes de qué? ¡De qué! Unos golpes más y todo habría terminado. Por ese día. Aunque solo fuera por ese maldito día.

Estaba muy cansado, pero bueno, más tranquilo. Unos golpes más.

Y seguían saltando los pedazos de leña de la enorme herida que era como una tremenda boca desdentada que reían con él: “Estúpido, hay que reír…”

Ya falta casi nada y qué contento está…¡Tan contento! Llegaría antes al rancho y de un galope…¡Claro!...¿Cómo no se le ocurrió antes?

Iba a denunciar en el puesto de Gendarmería que el Nuevo era ¡un asesino!

Y entonces, todo en su rancho volvería a ser como siempre, igual, lo mismo que antes era.

¡Y otra vez el sapucay! Se quedó escuchando cómo el grito se perdía en el monte. Ni siquiera se dio cuenta de que el mango del hacha se le deslizaba de entre las manos. Los últimos ecos del alarido se mezclaron con el crujir del gigante que se desplomaba bajo el peso de su gajo maestro.

¡Y de nuevo el sapucay!

El Hombre, mecánicamente se agachó para recoger el hacha. Cuando volvió la vista, el enorme lapacho con su flores rosadas, estremeció al monte con su brutal caída.

…Y ya no hubo tiempo.

Hombre y hacha formaron una cruz bajo el tronco colosal que moría crujiendo con sus ramas sin cielo.

No hubo tiempo para gritar, para un quejido.

Por las picadas verdirrojas vuelven los hacheros cuando la tarde cae como un manto de duelo.

Con sapucay se pierden en ecos opacos y agoreros.

Después del velorio, al Nuevo no se lo volvió a ver. Dicen que cruzó la frontera por el Alto Paraná.

Los cueros están vacíos bajo el alero. La puerta del rancho, abierta.

En la noche, solo los perros siguen ladrando a las sombras del monte.

Primer premio Certamen de Cuentos del Alto Paraná. El autor ha publicado varios libros, algunos inspirados durante su estadía en Misiones.

Fausto Zuliani

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