El tigre pitoco

domingo 29 de agosto de 2021 | 6:00hs.
El tigre pitoco
El tigre pitoco

a construcción de la nueva casa del flamante matrimonio solamente era un proyecto, calcularon que demoraría más de un año en terminarse, había que esperar la madera, que recién en enero del próximo año llegaría en toras desde La Pastoriza, y llevaría un buen tiempo hasta que sea aserrada y oreada; para recién poder comenzar su construcción, con el trabajo de los carpinteros. Por ello al llegar de la luna de miel, como estaba previsto, se instalaron en la vivienda de los padres de Carmen. Antes de volver al Pepirí Miní, Federico pasó por Esquina Progreso y halló a su padre sin grandes molestias de salud, atribuido al cumplimiento de su régimen alimenticio; por precaución su primo Luis ya lo había acompañado la semana anterior hasta Três Passos a una consulta con el médico, que lo encontró bastante mejor.

Llegó montado a caballo al campamento a orillas del arroyo Yabotí; se encontró con la novedad que Gregorio López en una mañana muy temprano de la semana anterior, había sido seguido y merodeado por un tigre en inmediaciones del arroyo, y en la penumbra alcanzó a verlo, según su apreciación era un animal adulto que pesaba entre sesenta y setenta kilogramos. En esa oportunidad, por suerte, estaba acompañado por sus dos perros, que espantaron al felino. Intercambiaron opiniones, y llegaron a la conclusión que seguramente los tigres se sienten cómodos en ese lugar por la variedad de alimentos que existen, porque encontraron en muchas oportunidades distintas osamentas que habían servido de alimento a los felinos. Vicente era un especialista en encontrar rastros de distintos animales, y había hallado desde el inicio de la instalación del campamento en ese lugar rastros de tigres. Sin embargo, el evento ocurrido con Gregorio era el único avistamiento directo; siguieron en el trabajo, sin ponerse en estado de preocupación máxima, a medida que pasaron los meses olvidaron las posibilidades del peligro. El trabajo en el obraje marchaba sin grandes contratiempos, sobre todo porque la planicie del terreno, ayudaba a que los cachapés, sobre todo las ruedas, se estropearan poco. Federico decididamente comenzó a preparar su retirada. Durante ese tiempo, después de su casamiento, dejaba a Vicente Amarilla a cargo de los equipos los fines de semana cuando viajaba a Monteagudo para estar con Carmen, y también para atender los primeros trabajos en la chacra; por ello acordó mejores condiciones laborables con su amigo paraguayo, que no terminaba de decidirse a hacerse cargo del cachapé de Federico, a partir del fin de año. Durante todo ese tiempo, desde la compra de la chacra, el padre de Carmen se había responsabilizado de atenderla, construyó el alambrado del predio del futuro potrero, mandó a plantar alimentos para los vacunos que pensaba pronto tenerlos, y realizó los primeros laboreos para acondicionar la tierra en un lote para plantar caña de azúcar, en la parcela que daba directamente a la barranca. El proyecto del futuro ingenio los mantenía entusiasmados.

Federico organizó su retiro del trabajo en los obrajes madereros, por ello con el administrador Félix Miranda habló claro, en el sentido que se retiraba a fin de año, con quien también había concretado la venta de un equipo completo a ser entregado en esa fecha, y que el precio a ser pagado con madera en toras de primera calidad como cedro, guaicá o timbó, que los destinaría para construir su casa y un galpón en la chacra. El segundo equipo de trabajo quedó a cargo de Gregorio López que lo trabajará en sociedad, al desistir Vicente en hacerlo, quien prometió seguir acompañando por un tiempo en el acarreo, hasta que decida que hacer de su vida, pues repetía que pensaba abandonar los obrajes madereros

Habían llegado a los días finales del mes de noviembre con altas temperaturas y sin indicios de mal tiempo, lo que permitía mejorar el promedio de metros cúbicos acarreados hasta las planchadas. Federico y Vicente se encontraban en el campamento, iniciando el ritual de preparar la cena, puesto que Gregorio pasaría la noche en la planchada principal, porque había partido tarde con una carga y difícilmente iba a tener el tiempo para volver con luz solar. La aripuca era un elemento esencial para la alimentación de los campamenteros, y Vicente era un hábil cazador con esa trampera de bichos menores y sobre todo de palomas silvestres. Nuevamente cenarían el consabido guiso de arroz con carne fresca de palomas silvestres. El ladrido y el nerviosismo de los perros, hicieron que Vicente no dudara:

-Un yaguareté, ¡seguro que es un tigre!

-¿Seguro? Yo no escuché nada — Dudó Federico.

-Sí. Vamos a subir, es un yaguareté.

Vicente habló con decisión. Los gemidos temblorosos de los perros eran característicos de cuando olfateaban el real peligro. Estaban sentados en sendas horquetas de una planta de maría preta, hablando en voz baja, sin señales del supuesto tigre anunciado por Vicente por indicación del olfato de los perros. Federico con su machete en mano, sin preocupación al dudar del anuncio de Vicente, comentaba los elogios con los que el coronel describió a su machete; Vicente mantenía el suyo envainado y colgado en el cinturón, y una escopeta de dos caños a la que revisó si estaban bien calzados los cartuchos. Era evidente el nerviosismo de los perros, que no ladraban, pero emitían insistentes sonidos agudos y se movían inquietos de un lugar a otro. Antes de subirse a las horquetas alcanzaron a arrimar leña al fuego con el objeto de que las llamas sirvieran para espantar al felino, o podía ser algún jabalí, que en algunas oportunidades solían ser agresivos. Cuando se inició el coro de ladridos de los perros, fue evidente la cercana presencia del animal, al que alcanzaron a divisar acercándose por el trillo que llegaba desde el arroyo, a paso lento, como despreocupado. Los perros ladraban, pero no se le acercaban, parecía que lo acompañaban en su cansino paso. El felino encaró directamente al campamento, no le importó el fuego avivado en llamas, ingresó para olfatear el charqui de paca colgado en una vara sobre el fuego, que seguramente el calor lo espantó o por estar un poco alto, lo descartó. Vicente lo tenía en la mira de su escopeta con los cartuchos que le había regalado Gregorio, quien los había traído de Posadas. Con ese cartucho, con un solo tiro le partiría la cabeza al animal, eran cartuchos norteamericanos para la caza de búfalos. La parsimonia en sus movimientos y su estructura corporal grande pero enjuta, llamó la atención en ambos, sobre todo a Federico, que no contuvo la exclamación en el momento en que el tigre giró sobre sí mismo, alcanzó a ver sus ancas con la claridad intermitente del fuego, el tigre no tenía cola, era el famoso Pitoco.

-¡Pará, pará!, no le tires, es Pitoco.

Vicente lo sacó al felino de la mira de la escopeta y alcanzó a preguntar en voz baja:

-¿Cuál es el problema? es un tigre.

-¡No le tires!

El animal recorrió con su mirada el campamento, lo que permitió a Federico examinarlo con detenimiento, calculó que no pesaba más de sesenta kilogramos y que sus huesos sostenían una estructura corporal de pocos músculos, le sobraba cuero. Vicente también lo observaba con detenimiento:

-Mirá atrás de la oreja izquierda, esa mancha, ¿es o no es una bichera?

Federico pensó que efectivamente era una bichera, no respondió y guardó silencio para no herir el recuerdo de lo que había sido el felino. Al observarlo de frente, buscó el oscuro tenebroso de su pelaje en la frente, no lo halló, pues su piel floja caía en pliegues desordenados sobre sus párpados. Pitoco seguía hurgando torpemente, olfateando con inspiraciones ruidosas hasta que encontró la palangana de latón que hacía de fuente, con las tres palomas silvestres muertas, pero sin haber sido desplumadas, que guardaban para ser cocinadas para la cena. Con desusada parsimonia las masticó una a una y a medida que lo hacía desparramaba las plumas que salían despedidas de su boca con el pausado movimiento de su calmosa masticación, mientras lo hacía se mantuvo parado sin moverse, parecía no tener apuro; terminó de comerlas, sin siquiera desplazarse, giró su cuello hacia arriba con una mirada calma, primero a Vicente, luego a Federico, que notó que sus ojos estaban apagados, no reflejaban las movedizas llamas del fogón, no fijaba la mirada; recordó la descripción de aquella recordada mirada de Pitoco, cuando en una oportunidad le había dejado paralizado a Alcides Amaral como una piedra de sal, en aquel campamento a la vera del arroyo Turvo. Pitoco volvió a girar su cuello a uno y al otro lado del campamento con displicencia, hizo un lento movimiento semicircular intentando un último paneo, y comenzó a girar con dificultad por lo reducido del espacio, para retirarse por el sendero por el que había llegado, caminando con el mismo ritmo perezoso con el que ingresó al campamento. Los perros lo siguieron unos metros ladrando con poca convicción, parecían cumplir el ritual por compromiso, y luego volvieron a acostarse. Vicente hizo una última apreciación:

-Le veo jodido al bicho, mira la renguera de la mano derecha.

Federico no lo había notado. En esa patética retirada solo observó el pedazo de cola que tenía; era el santo y seña que lo había identificado por más de una década, mutilación que se transformó en su propia marca, en su señal distintiva, con la que lo habían identificado como la verdadera fiera en los montes del alto Uruguay, con fama en ambas orillas. Durante todo ese tiempo, el solo hecho de haberlo avistado, un montaraz se ganaba el derecho de ser parte en primera persona de un sucedido junto a Pitoco. Por el contrario, esa noche se presentó como una desdibujada y cruel caricatura de lo que había sido, que contradecía brutalmente su fama. Seguramente, algún encuentro con un tigre macho joven o una piara de chanchos del monte, había marcado el inicio de su ineludible final. Estaba seguro que la bichera descubierta por Vicente en la base del oído era importante; le estaría distorsionando la audición, con fiebre permanente. Guardaba silencio y pensaba que esas tres palomas podrían haber sido su único alimento en días. Le fue imposible no recordar las palomas que la Ka’a Porá había masticado en la selva, en las nacientes del río Iguazú, del modo que lo relató Pedro Fonseca en aquel sucedido, y pensó convencido que Pitoco solo podía seguir viviendo con la protección de esa hada, y fue ella quien lo condujo hasta las palomas muertas que tenían para la cena en la palangana. Federico llegó a la conclusión, de que un nuevo encuentro con dos o tres chanchos del monte, o con otro tigre, será su final. Y morirá y terminará podrido, en algún oscuro rincón del monte. Sus pensamientos eran contradictorios, sus recuerdos divagaban entre el pasado y el presente, de joven había esperado el encuentro con el tigre sin cola, su obsesión era que el encuentro sea cara a cara con Pitoco, como un objetivo trascendental en su vida, es más, el encuentro imaginado era con la sangre del felino derramada. Nada de eso había ocurrido, pues Federico había logrado apartar a Pitoco de su propia historia y al verlo de cerca, en primera persona, en la etapa final de su existencia, su sentimiento no era de condena, ni de perdón: fue de piedad.

 

Ricardo Argañaraz

Fragmento de la novela Federico Batista, matador de tigres. Argañaraz tiene publicado además, de reciente aparición, el libro de cuentos Nevada en Oberá.

¿Que opinión tenés sobre esta nota?