Anécdotas de Don Cacho: Las Flores

domingo 22 de agosto de 2021 | 12:32hs.
Anécdotas de Don Cacho: Las Flores
Anécdotas de Don Cacho: Las Flores

Ya recibido y sin rumbo (estaba previsto trabajar en un prestigioso sanatorio con mi amigo cirujano Beto Oria, pero hubo cambio de dueños, de planes y de ilusiones), fui por entonces invitado de pura casualidad a participar de un nuevo sanatorio en el pueblo de Las Flores, en el centro mismo de la provincia de Buenos Aires. Un pediatra, un ginecólogo, un clínico y yo cirujano; es decir, la medicina básica completa; todos médicos jóvenes con conocimiento y necesaria experiencia para resolver los problemas de primer nivel. Lo complejo, me llamó la atención, se derivaba desde el pueblo a La Plata, pero en mi caso a Buenos Aires, donde tenía la gente amiga con la que había trabajado y formado. Ganábamos buen dinero; en esa época era al “taca taca” y no atendíamos obras sociales (salvo la de los ferroviarios, porque en el pueblo había muy importantes talleres, era la época pre-Menem), pero no porque no las hubiera, sino que nuestra clientela era la gente del medio rural que por entonces tenía buenos ingresos y nos veía con simpatía y confianza. Éramos el sanatorio nacional y popular. La gente caté se atendía con los médicos tradicionales del pueblo en el sanatorio también tradicional. Con los médicos locales nos mirábamos de reojo, pero cuando empezamos a ir al hospital se fueron limando asperezas y a tratarnos respetuosamente como colegas.

Quienes no tuvieron asperezas desde el inicio fueron las chicas del pueblo, para quienes, al mismo tiempo y en tropel, les aparecieron cuatro candidatos jóvenes y con título, como si fuera poco. Y no les faltó decisión; recuerdo que a la tardecita salíamos a balconear (el sanatorio era una casa antigua, con puertas-ventanas a la calle, como casi todas las casas del pueblo) y las lindas señoritas nos hacían la “pasada”… Pero no una pasada caminando y mirando el horizonte y ni te veo, nada de eso, nada de disimulo, nada de dar una vuelta la manzana, o pasar y volver de cuando en cuando. Era de frente y sin pudor; pasaban con un flamante IKA Rambler espectacular, iban hasta la esquina, vuelta entera, y otra vez pasando, giro y pasando, como dejando la pelota en nuestra cancha… pero con auténticas muestras de profesionalidad dábamos un sutil cabeceo y un adiós adornado por una tenue sonrisa… Hete ahí que uno era casado, el ginecólogo, pero no hacía ostentación; el pediatra, de novio a punto de casarse; el cirujano, de novio ídem; el único auténtico soltero era el clínico, a su vez primo mío, quien sí terminó poniéndose de novio con una chica del pueblo.

Las vueltas de la vida merecen ser contadas: el novio decide irse a Nueva York a hacer un posgrado en psiquiatría y antes de un año, como el noviazgo seguía firme vía “air mail”, resuelven casarse por poder (en esa época nada de vivir en pareja, papeles o nada, a pelarse). Quién era el “apoderado” para el evento… eu, el cirujano. Y nos casamos -guaú- con todas la de la ley: testigos, firmas, fotos, sonrisas y arroz a la salida.

Con aprobación legal y social, la novia parte a Estados Unidos a consumar el matrimonio; todo bien, o no tan bien. En un año y algo, al casado virtual/legal se le enfrió el amor y nada fue como era entonces. No recuerdo si al año o al año y medio terminó en divorcio, también legal. Muchos años después me contaba mi primo que en el aeropuerto, donde fue a esperar a su flamante esposa, al verla bajar del avión sintió una voz interior: “Uhh… que cagada me mandé”.

Pero volviendo a Las Flores, el nuevo sanatorio fue un éxito, las especialidades faltantes iban regularmente al pueblo, más por amistad que por necesidad, desde Buenos Aires: todos profesionales de prestigio. No pasó mucho tiempo y me compré un Renault 4L, mi primer auto, al que amaba como si fuera de carne y huesos. Creía que en vez de carburador tenía corazón…

El médico cirujano opera regularmente y en oportunidades salva realmente muchas vidas, pero en otras pierde. Lo sabía desde el comienzo y en Las Flores era cabeza y único responsable si ocurría la pérdida. Iba invicto, pero sabía… En una oportunidad opero a una viejita de una colecistitis aguda y cuadro de peritonitis; además, de muy numerosa familia. La operación fue un éxito, pero… decía un colega. La enferma hizo una septicemia posterior a la operación y la suerte estaba echada. En la habitación, firme el doctor con la paciente ya agonizando en el momento previo de su muerte. Los numerosos hijos e hijas rodeando en herradura la cama, mis dedos en la arteria radial y mis ojos en la respiración constatando el momento; calla el pulso, no vuelve y llega la muerte. Levanto la vista y recorriendo la herradura con la angustia en la cara y un gesto de un no con la cabeza, cuando veo salir del motón como una palomita futbolera y venirse al humo a un grandote brazos abiertos y ojos rojizos (pausa,”¡¡me ahorca!!”). Pero en pleno vuelo y entrecortado me dice: ”Doctor querido, hizo lo que pudo”, y el homicidio en puerta se transformó en cariñosos y multitudinarios abrazos entre lágrimas y besos. Un debut soñado.

No fue feliz el final de la historia. El ginecólogo, al ir a ver un paciente en la ruta, sufre un accidente que lo deja parapléjico, en silla de ruedas para el resto de sus penosos días. El pediatra, con sobrepeso desde sus años jóvenes, ya casado, sufre un infarto masivo que lo mata de inmediato sin posibilidad alguna de pelearla. Mi primo, él se fue de Nueva York, ante el peligro de ser reclutado a la guerra de Vietnam; migró a Londres, donde siguió la misma especialidad. Volvió a casarse, esta vez con una médica australiana, también psiquiatra. Varios años después resuelve volver a la Argentina con su nueva señora para anclar definitivamente donde trabaja en su especialidad hasta el día de hoy. Una vez, en una reunión familiar, en Buenos Aires, donde reside, le pregunté por qué volvió después de tantos años afuera. “Por esto”, me respondió, refiriéndose al entorno familiar.

La historia que falta, la del cirujano del equipo, fue la siguiente: recién casado y mudado con mi señora a Las Flores, un día le comento a un colega, Manes (coincidencia o pariente del actual), médico y político, candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires por la Unión Cívica Radical Intransigente: “Mi deseo es volver a Misiones porque quiero hacer medicina y política” (y no sólo por eso, me sentía desarraigado y con un futuro ajeno). “Piénselo dos veces, aquí le va bien y la política es muy dura, tiene muchos más dolores que alegrías”, me contesta y aconseja. Pero no cambié de opinión, la idea firme era volver (sin el alma marchita).

Una tarde, aún en Las Flores, recibo sin esperarlo ni aviso previo, una llamada del doctor Teodorico Krieger convocándome para formar parte del cuerpo médico del sanatorio Nosiglia. Se habían quedado sin cirujano y me llamaba para ocupar el lugar. No lo pensé dos veces y le dije que sí, que iba… Por ese entonces hacía prácticas de proctología con Cacho Espeche, misionero que quedó en Buenos Aires y trabajaba en el hospital de Vicente López. Excelente médico, llegó a presidente de la Sociedad Argentina de Proctología. Le pregunté qué opinaba sobre regresar a Misiones, y como si fuese un deber no cumplido o la fuerza de la nostalgia, sin dudar me dijo la remanida frase: “Más vale cabeza de ratón que cola de león”. También mi tío Alfonso Arrechea, oculista, director del hospital de ojos Santa Lucía, me contesta: “Si volviese a empezar, creo volvería a Misiones”. Tá, decisión avalada…

Ante el desafío, volví a Buenos Aires a perfeccionar lo aprendido y la experiencia ganada, con tanta suerte en la mochila que pude entrar como asistente al hospital Rawson a un curso de cirugía general para médicos “del interior”. Mucha suerte (y palanca), porque de no ser así, no hubiese podido acceder a un lugar tan demandado. Sólo faltaba un tiempo para volver al nido que tiraba como un imán…

Reflexionando/recalculando/recordando: hoy día, globalización de por medio, comunicaciones al toque, pantallas para charlar cara a cara, los arraigos son de raíces cortas. Los jóvenes de mi país se van casi sin dolor y con inglés en la mochila para ser de nacionalidad global. Apuntan a países desarrollados, de donde vinieron sus abuelos, prosperan y no vuelven. Si no prosperan tampoco vuelven, se quedan viviendo normal. Ya van con pareja o se casan con iguales, tienen hijos que nacen en países previsibles y chau Argentina. Una vez pregunté a uno si no volvería a la Argentina, y me contesta: “Para qué, para que me maten para robarme las zapatillas…”. Me quedé mudo y avergonzado.

Hace muchos años fui a un congreso médico a Lima, Perú. Nos alojaron, como en todos los congresos, en un excelente hotel, céntrico por supuesto. Al salir me llama el conserje y me advierte: “Camine por la avenida, no salga por las calles laterales porque es peligroso”. Sorpresa total, en mi país se podía caminar por donde quisiera sin miedo y sin apuro, la seguridad era un derecho al nacer. Recordarán los viejos que no se “llaveaba” la puerta de entrada a la casa. Y también recordarán que no hacía falta irse del país para progresar, ni ser profesional siquiera. Recordarán que la gente no se iba, por el contrario, venía. Había ascenso social y económico con el esfuerzo personal. Siempre a la generación siguiente le iba mejor que a la anterior. En un discurso escuché a Alfonsín lamentarse de tan valiosa pérdida: “Nieto de abuelo analfabeto, llegué a presidente de los argentinos”. Desde Irigoyen se podía ser presidente sin palanca de apellido ilustre. Solamente haber nacido en Argentina.

En qué momento perdimos ese gran país… Ya no importan las culpas, importa recuperarlo, encontrar el camino y dar el primer paso adelante (en éstas últimas décadas sólo caminamos para atrás).

Volvé Argentina de antes, perdonanos, te queremos y necesitamos.

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