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El sótano

domingo 22 de agosto de 2021 | 6:00hs.
El sótano

Mientras espero que traigan a mi amigo de su habitación repaso mentalmente los puntos escritos en mi cuaderno de apuntes. Es el listado de cosas que debo hacer antes de dar el paso crucial. Casi diría que es mi testamento, pues debo dejar todo listo como si me fuera a morir.

El enfermero empuja distraídamente la silla de ruedas cuyos ejes chillan atrozmente por falta de lubricación. Cuando se detiene frente a mí, le pone los frenos y se aleja. Walter está –como siempre- totalmente inmóvil, con la cabeza ladeada y los ojos muy abiertos, en expresión de asombro… o de miedo.

-Hola Walter –tomo su mano, tiernamente.

A nada presta atención, excepto a mi voz. Solo cuando le hablo yo da muestras de conectarse con el mundo. Gira la cabeza y sin alterar sus ojos posa en mí su mirada. Por un instante creo que emitirá algún sonido, contraerá los labios o moverá su cuerpo, pero no. Permanece así, tenso y quieto, con la mirada inexpresiva; como en los últimos dos años.

Pero no siempre fue así y es eso lo que me duele. Tanto me duele que como una forma de expiar mi culpa he decidido hoy seguir sus pasos.

Hace dos años yo era un poco menos huraño que ahora. Dedicado de lleno a mis alumnos de la cátedra de literatura era feliz, a mi modo. Nunca me casé porque difícilmente logre encarar a una mujer que me guste. Y desde que mi madre murió vivo solo en el pequeño departamento del barrio de Villa Cabello, en mi Posadas natal.

Reconozco que soy un poco inseguro y por eso odio las improvisaciones. Odio todo lo que escape a mis estructuras. Y Walter, a pesar de que era totalmente opuesto a mi, encajaba perfectamente en mi vida pues complementaba todo lo que yo era incapaz de ser: alegre, dicharachero, optimista; siempre riendo a carcajadas y dispuesto a la permanente aventura. Era básicamente una persona sin miedos, de carácter más bien ligero y con una gran tendencia a lo festivo.

-¿Porqué no te dejás de joder con esos libros y te dedicás un poco a divertirte? –solía recriminarme cuando me negaba a compartir algunas de sus incursiones distractivas; mujeres y borracheras casi con seguridad.

Por eso es que ya harto de reprimir mis sentimientos de culpa hoy estoy aquí con la firme intención de quitarle lo que guarda en su mano desde que ocurriera aquello.

-Necesito la llave... –le digo con total firmeza.

Su cuerpo reacciona como si repentinamente alguien le clavara un puñal en la espalda. Sus ojos se vuelven más grandes, con un brillo lacrimoso y una mueca de horror se le dibuja en el rostro. Mueve la cabeza de lado a lado y oigo su voz por primera vez desde que lo internaran en esta clínica.

-¡No... no...!

-Si, Walter. Debo hacerlo. Por favor dámela –sostengo su brazo con una mano mientras con la otra estiro sus dedos uno por uno hasta apoderarme de la llave.

Walter se queda llorando mientras me encamino hacia la salida y el enfermero acude en su ayuda.

Hace dos años, una mañana de invierno, entró Walter a mi casa como una tromba.

-¡Dejá todo lo que estás haciendo y acompañame al centro. Necesito que me hagas pata con una mina que...!

-No puedo –le interrumpí- hoy el abogado me entrega la posesión de la casa de la tía Luisa. La que murió el mes pasado ¿te acordás?

-Sí, claro. Bueno, te acompaño entonces.

El trámite fue rápido. Firmé algunos papeles, tomé un manojo de llaves y quince minutos después detuve el auto frente a la casa. Me quedé observándola un instante, mientras Walter todavía me explicaba los pormenores de su última conquista.

Se trataba de una construcción antigua, quizás la más antigua de la calle 3 de Febrero; de esas con la fachada llena de firuletes y grandes ventanas enrejadas sobre la vereda. Empujamos la altísima puerta de dos hojas y un hálito extraño, mezcla de humedad, muebles viejos y temor nos invadió.

-Parece una casa embrujada –acotó Walter.

Busqué a tientas la llave de luz y nos pusimos a recorrerla. Todo era viejo. La casa había pertenecido a mi abuelo de quien la heredara mi tía solterona; y entonces, como único familiar directo, a su muerte la heredé yo. Muy pocas veces la había visitado pues una vieja disputa entre hermanas abstuvo a mi madre de frecuentarla y por ende también a mí. Cuando fui adulto traté de iniciar una relación con mi tía pero el grave carácter y su tendencia al ostracismo terminó por desalentar en mí la escasa tendencia a la sociabilidad que poseo.

Fuimos recorriendo las habitaciones y en todas ellas encontrábamos cosas más viejas cada vez. Mi madre nunca me había hablado mucho de su casa paterna porque tampoco había tenido una buena relación con su padre violento y alcohólico. Es decir que esa casa era todo un misterio para mí.

-¡Mirá lo que encontré... –corrí al comedor, hallando a Walter en cuclillas, observando el suelo- ...un sótano!

Intentó abrir la puerta tirando de la manija, sin lograrlo. Busqué en el manojo una llave cuya forma coincidiera con la de la ranura; no fue difícil hallarla pues era distinta a las demás. La quité del gran anillo y se la pasé. Walter la introdujo, giró, tiró de la manija y abrió la puerta, todo en un solo movimiento, como era su costumbre.

Pero al abrirla, el extraño olor que sintiéramos al llegar, supimos de dónde provenía. Nos quedamos mirando el oscuro hueco, alcanzando la luz solo hasta los primeros escalones. Por primera vez pude ver temor reflejado en el rostro de Walter, que permanecía dubitativo sin poder quitar la vista del negro abismo.

Si bien soy por lo general miedoso, aquello me produjo un gran estremecimiento, llegando a erizárseme la piel. Ambos fuimos presa de ese gran temor, inexplicablemente.

-Dejá –le dije- a mí también me da miedo.

-¿Miedo yo? –así era Walter- ¿Creés que no me animo a bajar?

-¡No, no bajes, Walter!

Inútilmente traté de persuadirlo. Había herido su estúpido orgullo y estaba totalmente dispuesto a demostrarme lo contrario. El tono de su voz cambió y sus movimientos se volvieron torpes, tal la consternación que le producía la idea de bajar. Buscó en sus bolsillos un encendedor y conmigo insistiéndole que no lo hiciera, comenzó a descender, tanteando con los pies escalón por escalón.

-¡Hace frío acá abajo! –fue lo último que dijo.

Entonces oí el más espeluznante alarido que haya oído jamás y todo quedó en silencio. Yo quedé absolutamente mudo y petrificado. No sé cuánto tiempo estuve así, con la vista en el sombrío agujero, hasta que una intensa luz me encegueció. Era tan intensa como un relámpago y provenía del sótano. El terror se apoderó de mí.

Corrí buscando la puerta de salida lo más rápido que pude, mientras veía mi propia sombra proyectada hacia adelante, haciéndose más grande cada vez. Cuando por fin abrí la puerta del frente, el sol me dio de lleno en el rostro y el interior quedó en penumbras nuevamente.

Me quedé parado en la vereda sin saber qué hacer. Finalmente subí al auto y fui hasta la Seccional de Policía de Villa Sarita, donde le expliqué apenas al oficial de guardia la situación y dos uniformados me acompañaron de regreso.

Cuando llegamos a la casa encontramos a Walter acurrucado en un rincón del comedor. El sótano estaba cerrado con llave, nuevamente; con la misma que hoy se la quité de la mano.

Desde aquel día nunca más pude dormir una sola noche sin despertarme sobresaltado. Mi vida se transformó en una pesadilla, con la obsesiva imagen de Walter y el sótano en todas mis visiones. Quizás pude ayudar a mi amigo cuando gritaba desesperado en lo oscuro, pero mi cobardía fue mayor y ese sentimiento de culpa ya no me deja vivir.

Por eso he tomado la decisión de desentrañar el misterio de una vez por todas. Puse la llave, giré y tiré de la puerta, abriéndola.

Ya estoy comenzando a bajar al sótano...

 

Miguel Azarmendia

Los relatos pertenecen al libro Esquirlas y Perdigones, Editorial Universitaria. Abinzano es docente emérito de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Unam

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