El grito

domingo 15 de agosto de 2021 | 6:00hs.
El grito
El grito

El grito se imponía estando en el Otrolado todas las veces que fracasaban las demás modalidades de ser identificado desde la orilla opuesta y ser buscado naturalmente para regresar a casa. Entonces uno lanzaba los nombres más fáciles de gritar, de todos aquellos que se presumía estaban en la morada. Juan era un poco corto, pero su variable alternativa era Gunther, es decir, “Gunta” en la pronunciación habitual. Edda no se intentaba, era la más grande y ya estaba por lo general fuera de la casa. Rodolfo, Érica y Regina eran muy largos, lo mismo que Ricardo y Martina, que además eran aún muy pequeños para hacerse con el bote. Así resultaba que el más apropiado para ser llamado era Julio, nombre inventado por don López para Federico, por ser el mellizo de Julia.

-Ju-liooooo- podía resonar un par de veces en el aire trasponiendo el río, y su eco era devuelto por el silente paisaje de la costa.

Pero éste era siempre el último recurso. El primero consistía en ser puntual con el colectivo con el que se tenía pensado volver, lo cual no era tan problemático cuando se trataba de una salida del día. En estos casos se atendía al color de la ropa que llevaba la persona al salir de la casa, el sombrero o también el bolso. Si ya estaba previsto hacer compras, se notaba a lo lejos los bultos.

El problema era obviamente la llegada inesperada, no prevista, como ocurría en el caso de los varones mayores que retornaban del internado de Línea Cuchilla una vez al mes, o cada dos meses. Ellos volvían a dedo desde la institución escolar ubicada a unos 100 km de Eldorado. Llegados al cruce de rutas del km 6 se tomaban un colectivo local hasta el km 2, y si tenían suerte agarraban todavía el que iba a Pinares. Sucedía muchas veces que éste ya había pasado y entonces debían hacer a pie este último tramo de su periplo, hasta llegar al puerto.

Pero ellos no recurrían al grito para ser buscados. Tenían la costumbre de silbar de una manera bastante particular, cual era introduciendo dos dedos en la boca. El sonido era tan característico que no dudábamos de quien se trataba. Igual se miraba primero, se distinguían enseguida sus clásicas remeras rojas, sus maletas marrones, -los tradicionales bolsos de cuero crudo paraguayo- y se procedía a buscarlos.

El problema se presentaba con las niñas. Nosotras no sabíamos silbar de esta manera y además nuestra voz no era tan potente para llegar con facilidad al otro lado. Aparte influía el viento. Si era del Sur, había más posibilidades de ser oídas, si del Norte, ¡imposible! En estos casos había que buscar mejorar la ubicación. Y entonces se imponía caminar hasta la Canaleta, que estaba exactamente en frente de nuestra casa. La Canaleta era un tobogán gigante que se empleaba para deslizar las bolsas de yerba mate canchada desde el depósito, situado en lo alto del barranco, hasta el barco. Desde ese lugar ya era mucho más fácil ser vistas y oídas. Si el río estaba bajo se llegaba a este punto sin problema, caminando por la costa; si el río estaba alto se complicaba, por cuanto había que tomar un camino superior, paralelo al río, que por lo general estaba encapuerado, o simplemente no estaba habilitado al paso. Y es que allí era habitual la práctica de tiro que realizaban los reclutas de la Prefectura. En el trayecto podían observarse las dos siluetas de hierro (de hombre y de mujer) delante del paredón de piedra. También se encontraban las vainas de las balas, a veces incluso algunas que no estaban servidas. Por todo ello era un sitio más bien incómodo. Y nada más deseado que ser buscado de allí lo más pronto posible.

Sucedió en una ocasión que la que llegaba de improviso era Carol, que cursaba su primer año de profesorado de Historia en Posadas. No le quedó más remedio que acudir a esta opción después de haber intentado varios infructuosos gritos desde el puerto.

Y allí estaba paradita en medio del camino de las balas, con su clásico bolso marrón pegado a sus piernas, las manos colocadas en círculo alrededor de la boca, las cuerdas afinadas al máximo, llamando:

-Ju-lioooooo

Nada se oía de retorno.

Intentaba nuevamente:

-Ju-lioooooooooo

Ninguna respuesta del otro lado.

Su impotencia iba en aumento y así, ya algo sugestionada, creía oír el habitual retorno: “Ya voooooy”. Pero nada, era solo imaginación.

Se tomó un breve descanso para tomar nuevo impulso y una vez más lanzar el grito:

-Ju-liooooooooooooooooooooooo.

Estaba exhausta.

Por fin, Julio, que la oyó una sola vez, le respondió:

-¿Qué quereeeeeés?

 

Karina y Martina Dohmann

El cuento integra el libro Relatos de Otrolado. Karina y Martina Dohmann, Posadas, 2ª edición, 2019 (Edición del autor).

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