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Guardia en el campamento

domingo 15 de agosto de 2021 | 6:00hs.
Guardia en el campamento

Las estrellas latían juguetonas: vi un par andar fugaces en la noche del 20 de enero de 2014. Te cebaba mate, y nos reíamos de los chistes de Juan. Ay, Camila, imposible olvidarte, primer amor.

Habíamos colocado juntos la red en la cancha. Cada tanto te hacía ojitos de lejos, aunque no siempre podía: los varones teníamos que ayudar a traer o llevar las cosas pesadas de un lugar a otro, y las chicas hacían otras tareas.

Apilamos cajas de manzana, ramas, troncos viejos y pedazos de cartón. Empaparon un trozo de algodón en alcohol de quemar y lo arrojaron al medio. Un fósforo encendido y algo de ventilación bastaron para iniciar la fogata. Había costado mantenerla porque una brisa húmeda, que provenía desde el torrente del arroyo, jugaba a apagarla.

El arroyo debía de aumentar su velocidad a la noche, bullir con más fuerza o algo así: durante la conversación alrededor de la fogata, me esforzaba por escuchar las voces de mis compañeros. Como si la cascadita tragara toda charla y todo silencio posible.

Tony, el líder del campamento, contaba historias de terror. Eso le habíamos pedido para entretenernos antes de dividirnos y seguir con las actividades planeadas.

—¿Vieron el arroyo de aquel lado? –dijo–. Hace muchos años, había un nene muy terrible, era como el diablo haciendo jodas pesadas a los guías del campamento en cada verano: petardos en los quinchos, exceso de sal en las comidas, zapatillas enlazadas, medias desparejas, grillos en las bolsas de dormir, ropa y calzones manchados de harina… –Camila y yo nos reímos recordando el verano pasado, cuando Juan amaneció un día tosiendo, con la cara y el cuello blancos.

Tony carraspeó. El fuego ensombrecía su mirada, los labios se le endurecieron. Habló con voz grave, cabizbajo:

–Un día el gurí se acercó al arroyo, ocultó su cabeza debajo de las hojas de una morera para asustar al primero que quisiera descansar ahí cerca y…, ¡zas! Resbaló al agua, sus piernas se enredaron entre las raíces y las rocas profundas, y no pudo salir a flote. Cuando la policía lo encontró, el cuerpo tenía marcas de asfixia y una herida en la cabeza —suspiró—. Fue hace muchos años.

—¿Se descubrió quién fue? —dije.

El guía frunció el ceño. Hizo una pausa. No entendió.

—El asesino —aclaré—, ¿lo descubrieron?

Tony deslizó el dorso de su mano por debajo del mentón arrojándola hacia delante: no tenía idea.

A la tarde del día siguiente, los chicos desenfundaron las guitarras y probaron el bombo. Aprovechando que jugabas al vóley descalza, junté tus ojotas de la cancha de tierra.

–¡Mirá, Camila! ¡Las voy a tirar al arroyo! –te dije, y salí corriendo como loco. Igual no tardaste mucho en alcanzarme, ni siquiera pude ver el equipo de sonido de la entrada del quincho: me empujaste hacia atrás de los hombros.

Jugaste una hora más o menos con remates perfectos –según me contaron, era una destreza ganada en los partidos intercolegiales–. El rebote de la pelota contra tus antebrazos nos volvía locos. “¡Vamos, Camila!”, gritábamos, y hasta pasadas las tres o cuatro de la mañana, fue el mejor campamento de mi existencia.

Nos fuimos a la carpa, abrimos las bolsas de dormir y nos acomodamos dentro.

Los chicos teníamos nuestro sector, y las chicas el suyo, así que no podía verte. Los ronquidos de Juan me impidieron cerrar los ojos; uno me latía sin querer. Más tarde, rozaba mi oreja algo y desperté del susto, era el pie de Juan. Dios mío Juan, ¡qué olor a pata!

En el interín había escuchado chapoteos cerca del arroyo, pero no les di importancia: debía ser una rana o alguna comadreja.

—¡Se cayó! —gritó alguien. ¿Ahora qué pasa?, pensé, bostezando. Entreabrí el cierre de la carpa y espié más allá de la varilla; había una ronda de chicos alrededor de la cascada de camalotes. Vi sombras proyectadas por linternas, y carpas iluminadas. A lo mejor, las chicas se fueron despertando de a poco.

—Parece que alguien se cayó al arroyo —contesté cuando Juan me preguntó por segunda vez qué pasaba.

Quisimos ir, pero los guías nos prohibieron salir de la carpa y acercarnos al lugar. Los enfermeros del campamento hacían los primeros auxilios al chico caído.

Unos destellos verdes llamaron mi atención: venía a lo lejos una ambulancia. Cuando llegó, los guías se distrajeron y pudimos salir de la carpa. Vimos con más claridad quién era el desafortunado. ¡Nooo! Te habían colocado en una camilla. Mi pobre Camila, tan pálida, tan inconsciente… Y yo, que planeaba darte el mejor beso aquel verano. ¿Justo vos?

Ni bien te metieron adentro, la ambulancia encendió la sirena, arrancó a toda velocidad y se perdió entre las sierras.

Los guías nos obligaron a dormir y no curiosear. Prometieron contarnos cómo se encontraba nuestra amiga al otro día. Yo no hubiera podido pegar un ojo. ¿Qué hacías en el arroyo de noche, Cami? Aprovechando el tumulto, me escabullí hacia el sector de las chicas; me escondí detrás de tu carpa y esperé a que volvieran tus amigas. Las tres llegaron destrozadas.

—¿Me pueden explicar qué pasó? —susurré, en cuclillas, escondiéndome de los guías.

—No sabemos. Desde el final del partido, Camila estaba rara. Veía cosas. —La gordita dibujó con ambas manos unas comillas en el aire.

—¡¿Cuáles cosas?!

—Y… no podemos contarte: nos hizo jurar no decir nada.

Volví a la carpa enojado. Las chicas y sus promesas tontas. ¿No se daban cuenta? ¡Yo quería ayudar! Por suerte, al día siguiente nos enteramos de que Camila estaba bien y sus padres la habían buscado en el hospital.

Almorzamos arroz con pollo, jugamos a los escondites. Hacía tanto calor que, al menos por unos minutos, la corriente fresca del arroyo me llamaba. Fui a la siesta, solo. Me saqué las zapatillas, me senté, hice un bollito con las medias y hundí los pies en el agua cristalina.

—¡Uh! ¡Qué frío! —Las ampollas me picaron. Expandí los dedos sobre la arena y dejaron de dolerme con el vaivén de las pequeñas olas. La orquesta de ranas era imparable. Sonreí. Los bagrecitos me comían la piel muerta, haciéndome cosquillas en los tobillos. Miré la cascada. El siseo de la corriente me hacía pensar en vos, Camila. ¿Qué estarías haciendo ahora?

El agua chocaba contra varias piedras. Distinguí una, movediza, en el medio de la corriente. Me puse de pie, temí que fuera un animal. Más de cerca, noté una cabeza porosa y embarrada. Giraba lentamente hacia mí. Retrocedí y salté a tierra seca. Olvidé mis zapatillas, grité y salí corriendo. Al mirar atrás para ver si la cabeza me seguía, me llevé por delante el tronco de un mamón. Todo quedó negro.

Me desperté en la cocina, con un enfermero y los guías. Dijeron que me había asustado de algo, y me había golpeado la cabeza. La frente me dolía. La toqué, tenía un bruto chichón. Claro, no les había contado que fue el chico del arroyo quién me asustó. Supe con quién hablar para esclarecer la situación en el campamento; le decíamos “el abuelo”. Quería encontrarlo libre de quehaceres: como era el guía más experimentado, daba consejos e ideas en los recreos. En la noche, la organización del juego de luces y sonidos fue la oportunidad perfecta.

Uno de los líderes tomó el micrófono mientras cenábamos.

—¡Hola chicos! Bueno, buen provecho, primero que nada. Les recuerdo que está prohibido jugar cerca de la cascada, es muy peligroso. Tenemos un líder que vigilará la zona. También, los vamos a acompañar durante las corridas. Cada equipo tiene su color, y la lista de pistas a seguir y de cosas a encontrar en la oscuridad. ¡Vamos a ver quién gana! ¡Mucha suerte a todos!

Los chicos más grandes reforzaban con doble nudo sus cordones. La última vez que yo jugué, me gané como premio un par de puntos en el brazo. Una rama se enganchó con mi remera, pisé mal y caí a un pozo de tierra. No iba a jugar, aunque se enojaran conmigo, si perdía mi equipo, bueno, eso era mejor que ir al hospital. Quedé en el quincho y me senté en el suelo esperando a que el juego terminara, cerca de los parlantes estaba el hombre que buscaba.

Le pregunté al Abuelo si conocía la historia del nene ahogado en el arroyo, me contestó que sí, pasó cuando él era chico y vivía por estos alrededores, entre Campo Viera y Campo Ramón. El nene era tímido, quizá porque sólo hablaba portuñol, el Abuelo había olvidado el nombre. Dijo que los guías exageraron y que yo ya era grande para asustarme. Insistió con que fuera a jugar con los demás. Decepcionado, caminé hacia la carpa.

Antes de entrar, Juan me tomó del hombro, dijo que su equipo, el azul, había conseguido todas las pistas.

—¡Felicidades! Ahora quiero dormir un ratito —dije abriendo el cierre, y gateando hacia dentro. Enrollé un abrigo para usarlo de almohada.

Los ganadores fueron anunciados en el quincho, era imposible conciliar sueño con esos bullicios, aplausos y agites de banderines. Una voz masculina pronunció mi nombre y Juan vino a buscarme.

—¡Nos toca la guardia! Recién sortearon —dijo sacudiéndome—, y vas a tener el diario donde podemos registrar cada momento de la noche. Mañana temprano en el desayuno vamos a leerlo frente a todos ¡Nosotros! ¿Qué estás esperando? ¡Dale! ¡Arriba!

A Juan le gustaba ser el centro de atención.

Entre horneros perdidos que cantaban, luciérnagas, un coro de chicharras y lagartijas escurridizas, quise describir en el diario la particular cara de Juan cuando por fin descubrió que ser guardia en turno noche era aburrido.

Jugábamos a las cartas con mate de por medio. Las cucarachas recorrían el piso del quincho como Ferraris en autopista. Pensé en Camila y en el arroyo, ahora vigilado por nosotros.

Preparé un café en la cocina y vi una luz de linterna cerca de la cascada.

—¡Ey! ¡Ese lugar está prohibido! ¡Ey! —Dejé mi taza sobre la mesa y tomé la linterna. Hice una señal a Juan de ir a investigar.

Escuchamos la cascada, vimos el abundante barrial. Caminamos despacio para no resbalarnos. Aun así, Juan no pudo mantener el equilibrio, agarró la manga de mi buzo y caímos juntos. Después, se incorporó rápido y corrió hacia el quincho dejándome solo. Más cagón este Juan. Un viento helado envolvió mis brazos. Me puse de pie queriendo seguir a mi amigo, pero algo me agarró la pierna y tiró hacia el torrente de agua. Grité y alumbré con la linterna: la mano que sujetaba mi pierna era la de un hombre corpulento, con una camisa celeste de uniforme. Arrojó mi linterna al barro. La claridad iluminó la cascada y la cabeza porosa. Y vi que la cabeza surgía lentamente del agua, desprendiendo trozos de barro. La luz dibujó un cuerpito horripilante que se deslizaba hacia la orilla. Su mirada roja nos atravesaba.

El nene ahogado murmuraba palabras que resonaron en mi mente; quizás en la mente del hombrón uniformado también. Las enormes manos del hombre rodearon mi cuello. Presionaban, mientras mis dedos embarrados manchaban la tela de su camisa. Un logo bordado de dos anclas cruzadas destacó en el lado del corazón.

Fue imposible luchar contra aquel ropero.

—Xô Satanás! —gritó el niño del arroyo.

Desperté en enfermería otra vez. Juan dijo que tuve un accidente. Me habían encontrado desvanecido cerca de la cascada, y llamaron a mis padres. Ellos prefirieron que yo volviera con mis amigos en el colectivo en vez de venirme a buscar: un consuelo de último día.

De a poco sacamos los carteles, desenterramos las estacas. Juan doblaba las varillas y yo recogía las pelotas. Por último, apartamos los bolsos y las valijas en el quincho. Hicimos fila para subir al colectivo. Cuando llegó mi turno, quedé pasmado: el chofer del colectivo tenía la camisa y el logo que yo había visto en el arroyo. ¡Era el asesino! Fui a sentarme rápido sin mirarle.

Seguramente, él había intentado ahogar a Camila después del partido.

No me animé a decir ni una palabra a los guías. Comenté la situación a mamá cuando llegué a casa, y prometió tomar cartas en el asunto. A veces, en la cena, mis padres suelen hablar de una denuncia, de algún juicio… La verdad, no pregunto mucho.

Los campamentos dejaron de gustarme hace tiempo. Nos dejaron de gustar, a Camila y a mí.

 

Sara I. Deym

Inédito. La autora es parte del Comité de Lectura provincial para la Feria Internacional del libro. Blog: Itatilescribe.blogspot.com

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