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La conquista

domingo 15 de agosto de 2021 | 6:00hs.
La conquista

Antes fue un hermoso tiempo de ignorancia. Los salvajes eran dueños de una felicidad clara y espontánea. Fue cuando la yerba mate era amiga de los hombres. Una de las humanísimas divinidades celestes les enseñó cómo tostar y usar la deliciosa, caá. Y ni los guaraníes ni las demás tribus pudieron abandonar después el reconfortante brebaje. Curaban sus heridas con la yerba verde o seca, hecha polvo, o la verde machucada; con ella restablecían la paz de sus nervios y aliviaban las insolaciones, era su remedio infalible para los males del estómago y a veces reemplazaban con su sabroso liquido el precario almuerzo; y los curanderos formaban con la yerba tiras emplásticas “para comprimir, secar, unir y confortar los miembros relajados, contusos o quebrados” y todos la tomaban con agua fría para combatir los caudalosos calores tropicales...

De pronto se sublevaron los océanos, salieron de madre los ríos, y el ciclo relampagueante anunció males terribles. Aparecieron los conquistadores blancos. Y desde entonces, dondequiera surgían las resistentes hojas verde-oscuras, trajeron consigo la desgracia, el abuso, la esclavitud. Dondequiera se extendiese la mirada, en esa región encendida y misteriosa del Alto Paraná. La mancha verdosa de los yerbales iba quedando poco a poco oculta bajo la deslumbrante mancha de la sangre nativa.

En el principio fueron los indios... En manos de los encomenderos sufrieron hambre y sed. Mientras tanto, trabajaban como bestias infieles que eran. El Gobernador General Hernandarias se vio obligado a informar a su rey, en 1618, que se iban quedando sin esclavos, allá por el Guayrá: “...donde eran despojados de sus tierras, pobladas de una rara yerba, de la que se obtenía una bebida sustanciosa muy solicitada ya por los españoles conquistadores, obligando a los indígenas a transportarla a costillas muchas leguas, de tierra adentro, por caminos intransitables, tratados con la mayor tiranía...”

Y los papeles sellados cruzaron los mares, de una a otra parte, y se adoptaron solemnes medidas reparadoras, pero en los bosques milenarios los infieles siguieron cayendo aplastados bajo el peso de la caá, que ya no era amiga de los hombres. Buenos Aires y Santa Fe se aficionaron al raro brebaje. Pasó las fronteras coloniales, atravesó en carretas lentas las enormes distancias, llegó a Chile, a Potosí, y a Lima. Y nadie sabía que ese gusto agrio de la yerba mate chamuscada se debía al dolor concentrado de los indios que habían caído jalonando la prosperidad de la industria.

Los jesuitas protestaron. Un fervoroso discípulo de San Ignacio de Loyola denunció a la Inquisición de Lima los graves inconvenientes de la yerba mate: “Aunque parece que es vicio de poca consideración, hacen superstición diabólica que acarrea muchos daños... El primero de éstos es que los que al principio la usaron, que fueron los indios, fue por pacto y sugestión clara del demonio, que se les aparecía en los calabozos en figura de puerco... No pueden aguardar a que se diga la misa sin tomar esta yerba... No se pueden contener, habiendo comulgado, de vomitar luego, y así no hay casi persona que use este vicio que comulgue sino el día de la Resurrección, y entonces procuran misa muy de mañana y los más hacen luego vómito con suma indecencia del Santísimo Sacramento, y por esto muchos de los sacerdotes no dicen misa sino raras veces... Sálense con gran nota de las misas a orinar frecuentemente. No digo los demás inconvenientes que tocan al gusto y salud, y a los muchos indios que mueren cogiendo y tostando esta maldita yerba, que es gran lástima y compasión. Y el escándalo que los españoles y sacerdotes dan con este vicio. Sólo digo que ellos y los indios se hacen holgazanes y perezosos y van los venidos de España y los criollos perdiendo no sólo el uso de la razón, pero la estima y aprecio de las cosas de la fe, y temen tan poco el morir muchos como si no la tuvieran, y de que tienen poca fe tengo yo muy grandes argumentos”.

La protesta de los jesuitas continuó en tono cada vez más alto. Al fin, fue escuchada. Entonces la orden pudo establecer sus propias Misiones, célebres en todos los rincones del Viejo y Nuevo Continente. Ciento cincuenta mil indios trabajaban para ellos en los 33 grandes establecimientos del Alto Paraná. Ya el concepto de los jesuitas sobre la yerba mate había cambiado. Ahora el inspirador no era el diablo en figura de puerco. Unos porfiaban que el descubrimiento correspondía a San Bartolomé y otros a Santo Tomás. Alguien aseguraba que era una graciosa concesión de Jesús. Beber el líquido verdoso ya no era un vicio. Pero la yerba mate continuaba distinguiéndose por su amargo sabor. Los nuevos amos habían cambiado la organización del trabajo, haciéndola más inteligente, metódica y rendidora. Sólo la situación del indio no varió. Los guaraníes, los cainguás, los tupis, conocieron al Dios cristiano y desde entonces rezaron en coro. piadosamente, al levantarse, al comer y al acostarse aleccionados por los diligentes padres. Pero continuaron arrancando ramas y hojas hasta que el cansancio los volteaba tan rendidos sobre los camastros que el instinto sexual se atrofió y los indios se olvidaron del amor. La caá había dejado de ser amiga de los hombres, y donde ella aparecía la acompañaba la desgracia.

Y de pronto volvió a relampaguear el cielo y el feroz general Chagas invadió las Misiones desde el Brasil y las redujo a fuego y a polvo. Y casi no quedó piedra sobre piedra, como para borrar tanta ignominia. Y los indios huyeron de nuevo a la selva. De lo que les habían enseñado, sólo recordaron en el futuro las cosas útiles. De las otras apenas quedó una huella confusa y desfigurada; y Santo Tomás volvió a ser Tsumé y las divinidades antiguas retornaron sencillas y humanísimas. Y la caá fue otra vez amiga de los hombres durante un tiempo.

Pero por poco tiempo. Porque después vinieron otros conquistadores. Llegaron por otros caminos, eran dueños de otras máquinas y otras armas. Pero su fin era el mismo: los yerbales vírgenes y la sangre virgen de los hombres oscuros crecidos junto al agua cristalina de sus ríos o allá, en el fondo de los montes donde florecía la yerba maligna.



****

En la puerta de la bailanta se aburrían dos vigilantes, largos bigotes descuidados y uniforme polvoriento. Al acercarse los peones, procuraron enderezarse adoptando un aire ridículamente marcial.

-Aí están los soldaos, miren -advirtió Adolfo- Guarden bien los cuchillos, pues...

Pero no había peligro. Los palparon mecánicamente, sin penetrar su picardía. Sólo a Báez le descubrieron el facón, guardándoselo para la salida. Protestó, pero fue inútil, y encima lo amenazaron con darle unos planazos, “para desmamarlo”. Pagaron su nacional por cabeza y entraron contoneándose, aspirando con ganas el aire pesado, con olor a diversión, de la gran sala. La gente, los gritos, el humo y las luces opacas que vertían los grandes faroles colgados del techo, formaban una sola masa compacta y ruidosa. En el centro, en un gran espacio libre, se bailaba. Alrededor estaban las mesas, llenas de mensús rodeados de mujeres. Al fondo, sobre una tarima, los músicos atacaban en ese momento la polka de moda “Mamá Cumandá”. Bandeja en alto, los mozos aparecían un momento sobre la multitud y luego eran tragados por la marea inconstante. La luz rojiza golpeaba en los rostros de bailarines y bebedores, desfigurándolas cómicamente. De los grupos sentados se elevaban fuertes risas, destacándose la aguda y nerviosa, casi siempre forzada, de las mujeres, sobre la explosión desgarrada y violenta de los parroquianos. Algunas parejas desparramadas por los rincones secreteábanse con caras serias, mirándose a los ojos.

- Mirá, a esos les dio el vino triste… -rió Báez.

Abriéndose paso dificultosamente, lograron acomodarse en las sillas al filo de la pared. Rozándolos una y otra vez pasaban las mujeres aún sin pareja. Algunas eran morenas y altas, de redondeces que la seda denunciaba y destacaba. Otras delgadas y pequeñas, de grandes ojos prolongados en las sombras denunciadoras que los rodeaban, y senos puntiagudos, visibles a través del amplio escote. Había de boca grande y carnosa o de labios breves y finos, pintados como flor de ceibo. Bajo los altos peinetones se extendía la estirada negrura de los cabellos, bien aceitados. Los altos tacos daban gallardía a la figura afinando el paso, levantando las ancas y permitiéndoles un juego más amplio de vaivén. De las orejas pendían grandes aros napolitanos de oro macizo a alargadas lágrimas que destacaban su nota pura sobre el cutis aceitunado. Todas lucían sendos anillos baratos, de oro paraguayo, encaramados en los dedos morenos. Bajo el colorinche de los vestidos chirriaban las almidonadas enaguas. Mientras Ramón contemplaba el espectáculo deslumbrador del mujerío, sentía que las manos se le iban para acariciar los altivos senos que se ofrecían para esquivarse en seguida, o los cuerpos de breve talle que se ensanchaban violentamente por las nalgas para volver a afinarse en los muslos y las pantorrillas cubiertas con la malla costosa de las medias. La música comenzaba de nuevo. La orquesta -arpa, violín, acordeón y guitarra- atacó quejumbrosamente “La vida del yaguá”. Cada cual buscó compañera. En el revoltijo, a Ramón le tocó una jovencita, de boca grande y reidera. Sus dedos poderosos atornillaron la figura frágil, pero ella también se le estrechaba mucho, procurando despertar el sexo con pequeños y hábiles movimientos de las caderas. Anhelante, el hombre sentía crecer ese fuego repentinamente nacido en las ingles. De pronto, la otra le lanzó una risita maliciosa y dijo, entornando los párpados:

- “Toy cansada. ¿Vamo’a tomar la cerveza?...

Aún mareado por la caña, la música y sobre todo por el urgente deseo, Ramón comprendió que ella quería hacerle gastar la plata. Pero, siempre ocurría así. La siguió sin protestar hasta una de las mesas, donde ya se habían reunido los otros. También estaba López, el paraguayo bajito que habían conocido en “La Flor del Paraná”. Pellizcaba a su compañera hasta arrancarle chillidos agudos y afectados. Adolfo había conseguido una negra grandota, que lo despeinaba, riéndose con sus grandes dientes como si fuera a comerlo. Báez contaba a la suya, por cuarta vez, la historia de sus andanzas y sus penas. En ese momento, afirmaba rotundamente:

-¡A mí no me agarran más! Tengo platita ahora, ¿ves? Aburrida, ella lo adulaba, acariciándole la melena motosa.

-... y no vuelvo ni que me lleven a la rastra...

-Sí, querido, claro que sí... ¿Te quedás conmigo,’ta noche?...

Las botellas iban aglomerándose sobre la mesa. En la falda fuertemente amarilla de la china, la cabeza de López parecía una simple mancha negra. Adolfo seguía besuqueando a su negra, pero no era el único. Intrigado, Ramón observaba a la María a través de la niebla de su borrachera.

-¿Y áura qué tomás?... Eso no es cerveza...

-No. Empinó un vaso que contenía dos dedos de espeso y amarillento líquido.

-Aceite nomás es... Pa’curarme de la cerveza. Aura puedo seguir tomando. Despué’ orino todo y vuelta a tomar la cerveza. Total, l’aceite queda arriba...

Pero se había distraído con el descomunal bochinche armado en la otra mesa. Dos mujeres peleaban, desgarrándose carne, cabellos y vestido. El muslo redondo de una asomó por la rota pollera. Los mensús las rodeaban, jaleándolas.

-Esta Ñaticolí es muy peleadora... -decía la mujer de Ramón- Siempre anda en líos.

— ¡Dale, Apepú! -gritaba alguien desaforadamente, animando a la rival. En ese momento, ella lanzaba la peor injuria conocida en el Alto Paraná

-¡Añá membuy ein dereicuá pehuaré!... (1)

Viéndose perdida, la otra se sacó un collar de grandes cuentas de oro y la golpeó en la cara, dejándole una larga estría roja. Luego cayeron al suelo, luchando enlazadas. Los mensús reían, y uno las roció con cerveza hasta que los mozos de la bailanta las separaron, jadeantes y desmelenadas, y todavía furiosas.

De pronto hubo un prolongado revuelo hacia la entrada. Luego, los abigarrados grupos abrieron paso, formando un estrecho corredor. Por allí avanzaba una mujer airosa, de altos pechos y ojos de basalto. En la tez de un mate claro destacábase la boca ancha pero bien modelada, sensual. De las orejas breves colgaban unos aros de plata, en forma de estrella. Encima, el desbordante océano de los cabellos oscuros se encauzaba en las gruesas trenzas, que luego se unían para ir a morir en la peineta, recamada de oro. Un murmullo de piropos, de adulaciones y alabanzas la precedía y acompañaba:

-¡La “Flor de Lys”!...

Consciente de su poderío, ella abríase paso sonriendo, mostrando unos dientes regulares y blancos entre las sinuosidades crueles de los labios. Junto a Ramón, alguien murmuró:

-¡Que hembra carajo!...

-¿Quién es?

-¿Cómo?... ¿No sabé? - Lo contempló con un asombro incrédulo-: ¡La Flor de Lys!

El mulato creía ser sobradamente expresivo pronunciando el nombre famoso en todo el Alto Paraná. Ramón no se atrevió a insistir. Sólo quien, como él, era ajeno a la zona, podía desconocer a la exuberante paraguaya, gloria de ambas orillas, encarnación de los sueños de los mensús de todas las nacionalidades. Bien valía la pena deslomarse en el monte para luego poder venir a Posadas y acostarse con la “Flor de Lys”. Al contacto dulzón de sus labios se olvidaba la agria realidad de los obrajes y yerbales, y su mano borraba de la ruda piel el áspero sabor de los latigazos. Todo eso había querido expresar el mulato con sólo nombrarla.

- Cuando va por la calle, parece de la aristocracia- comentó otro-. Si no sabés quién es, te parece qu’es la misma señora del gobernador...

Ella ya había llegado junto a los músicos. Se detuvo colocándose frente al público de mensús, que la asaeteaba con miradas ansiosas y calientes. Hizo sonar los dedos, y el guitarrista comenzó a templar el instrumento. Sólo con violentos codazos y empujones, Ramón y Báez lograron perforar el muro humano hasta colocarse en primera fila. Entre el bordoneo de la guitarra, la Flor de Lys salpicaba el piso con sonidos secos, continuados, que brotaban de sus altos tacos. El temblor comenzó en los pechos que oscilaban hacia izquierda y derecha; luego el meneo fue bajando en ritmo cada vez más apresurado hacia la cintura, que repetía el juego abandonándose, desmayándose, comunicando el fuego a las caderas que iniciaban la entrega para luego retroceder e insistir en seguida en el avance del vientre. Entonces pareció como que toda su energía habíase deslizado por los muslos y las pantorrillas hasta los pies breves que bordeaban un infatigable y rápido zapateo sobre las tablas enceradas.

Las cabezas seguían atentamente el desplazamiento de la bailarina. Cuando levantó una pierna hasta ponerla perpendicular a la cintura, los ojos siguieron a la vez la línea negra de la media, perdida entre el revuelo de las polleras, hasta alcanzar -más con el deseo que con la vista- la nota blanca, suntuosa, del muslo. Fue un instante, apenas, y luego toda ella se quedó inmóvil, agradeciendo con un pequeño movimiento de cabeza el torbellino de aplausos. Recién entonces volvieron a moverse los hombres, al principio pesadamente, como si salieran de un sueño de años. Los gritos menudearon. Manos oscuras se tendieron hacia la mujer ofreciéndole caña, cerveza, aguardiente. Tomó un vaso y lo vació de un trago, entre nuevos alaridos de júbilo. Un borracho le besaba el almidonado ruedo del vestido mientras ella procuraba alejarlo dándole puntapiés en la cara. Movido por un anhelo fangoso, Ramón quiso acercarse, desprendiéndose de la María que intentaba retenerlo. Pero Báez ya se le había adelantado, separando a la rueda de aspirantes. La tomó de un brazo, y grito:

-¡La Flor de Lys para mí carajo!...

Nadie se movió. La mujer lo miraba de reojo, irónicamente. Cuando habló, todos estallaron en risas:

-Miren la pretensión del mensú piojoso... No soy pa’ vos, yo... No tenés plata pa’ pagarme.

Seguramente era la caña la que ponía fosforescencias azules en los ojos felinos de Báez,

-¿Cómo no? Yo tengo platita, ¿ves? toda la que quieras. Vengo del’Alto Paraná y estuve ganando esto pa’vos

Agitaba un montón de papeles arrugados y grasientos.

- ¿Cuánto querés? ¡Decí!...

El encargado de la bailanta guiñó suavemente el ojo, por dos veces. Entonces ella contestó, mientras se arreglaba laboriosamente una liga.

-Doscientos, pá.

Hundiendo la mano en la faja Báez agregó otros papeles sucios a los anteriores y sin contarlos, le llenó la mano. La mujer aún no había bajado la pollera y haciendo un mazo redondo lo guardó entre la ancha liga y la media.

Las parejas ya salían de nuevo para otra polka. Repentinamente un morocho cetrino, que tenía una larga cicatriz abarcando desde el ojo izquierdo hasta la mandíbula, se interpuso.

-No te l’has de llevar así nomás, porque tengas plata...

Ante la segura pelea, hubo un desparramo. Las mujeres gritaban, huyendo hacia los rincones. El matón pechaba a Báez, arrojándole a la cara el aliento vinoso.

-No te l’has de llevar. Yo estaba esperando por ella, también...

Entre el aturdimiento del alcohol, Ramón comprendió que era preciso actuar rápidamente. Como siempre, el peligro lo despejaba. Echó mano al cuchillo que había escondido al entrar y ordenó:

-Dejalo, vos. ¿Quién te mete? Váyanse tranquilos, que yo me encargo de éste...

Sorprendido, el morocho dio un paso atrás. “Flor de Lys” envolvió a Ramón en una mirada perezosa, deteniéndose en los hombros erguidos y el combado pecho juvenil. Al pasar a su lado, susurró:

-Sos guapo... Me gustás...

Pero Báez ya la arrastraba hacia la calle. Algunas separaron a los peleadores, gritando:

-¡Los soldaos! ¡Cuidao!

Pero cuando se asomaron, ya había terminado todo. Ramón estaba de nuevo en su mesa y bebió un largo trago de aguardiente, que rodó por su garganta como un leño ardiendo. Pensaba en los ojos acariciadores de la “Flor de Lys”. A su lado, María le hacía caricias procaces para arrancarlo de su enmismamiento. Volvió en sí cuando le decía:

-¿Vamos, entonce’?... Tengo una pieza yo…

Se levantó bruscamente, pero no se sentía seguro. Tuvo que dejarse llevar por la mujer. Al final, una u otra era lo mismo. Salió a la calle detrás de ella, tambaleándose.

-Lo mismo da -se iba diciendo.

Pero la noche estrellada, de un azul misterioso, le recordaba las pupilas insinuantes de la “Flor de Lys”. La suave loma que se levantaba frente a la Bajada Vieja se le antojó de pronto el cuerpo tendido de “Flor de Lys”. Tropezó bruscamente con unas piedras y se cayó. Levantóse maldiciendo. María seguía delante, enseñándole el camino. Con ella se perdió en la noche.

z1) Saliste de la basura y esos sos vos.

 

Alfredo Varela

Fragmento de la novela Río Oscuro. Varela (1914/1984) investigó como periodista para el diario Crítica la explotación de los trabajadores de los yerbales del noreste argentino y del Paraguay. Imagen. Esbozo del escenógrafo y director de arte, Gori Muñoz en la preparación de la película Las aguas bajan turbias basada en el libro de Varela.

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