El renacentista y el busto profanado

domingo 08 de agosto de 2021 | 6:00hs.
El renacentista y el busto profanado
El renacentista y el busto profanado

El hombre lucía espesa pero prolija barba y melena larga y en las mismas condiciones que la chiva; sus ropas sin ser a la moda se notaban limpias y recién salidas de una sesión de planchado. Las prendas coincidían con las características del que las usaba pero junto a la lanuda cara y el cabello, saltaba a la vista el rastro de tabaco fumado sin solución de continuidad en el bigote.

Desde sus ojos muy claros se notaba una fuerte y penetrante mirada. Como la de los que están acostumbrados a mirar detenidamente un objeto a los efectos de reproducirlo pintando o esculpiendo en mármol o madera.

Todo él, además, en su personalidad y en sus modales, sumados a los detalles corporales y a la vestimenta mencionada, lo mostraban como a un émulo de Michelángelo Buonarotti. Sus manos me llamaron la atención.

Sus ropas, sus zonas peludas, diferían con el aspecto de las manos donde se notaban además del oxidado rastro del cigarro, manchas de pintura, residuos de esmalte que se albergaban bajo las uñas. Apenas se sentó y tras los saludos de práctica le pregunté si se dedicaba a alguna rama de las artes plásticas.

“Soy escultor…. Y a veces pinto también”, respondió para dejarme asombrado de haber sido tan sagaz en mis deducciones acerca de ese hombre. Lo fustigué decidido a desenmascararlo si había mentido, preguntándole cuales eran las principales características del período del Arte llamado “Renacimiento”.

Me respondió que “Se pinta, se talla, se esculpe la figura humana independientemente de lo que represente, virgen o cortesana, Apolo o Cristo, lo que importa es la figura humana. El tema interesa poco, pero sí lo bello frente a lo representativo”.

Lo recuerdo siempre y siempre también me parece haber estado frente a un remedo humano de Wikipedia, sitio donde busqué más sobre el tema y rescaté que en el Renacimiento, “El objeto del arte es el mundo natural, la imagen del mundo que se identifica con la civilización. Hay un nuevo humanismo y una mentalidad burguesa que busca al hombre ideal en equilibrio con la naturaleza”.

Mi émulo criollo de Donatello, circunstancial compañero de asiento estaba nervioso pues no podía fumar. Decidí invitarlo a un café y fui hasta el aparato expendedor que estaba en el fondo del ómnibus. Cuando regresé lo encontré hojeando mi ejemplar del libro “Los Monumentos y Lugares Históricos de la Argentina”, de Constancio C. Vigil, un volumen integrante de mi equipaje fuera de valija y que cuando yo era chico mi padre me lo regaló, luego de que le insistiera a que viera y aprovechara el aviso que salía en la revista Billiken para su compra por la vía postal.

“Estos son otros tipos de monumentos -me dijo el “renacentista siglo XX tras hojearlo -, son iglesias, cabildos, capillas, incluso piedras y montes, estancias, etc. Mis monumentos son personas que pasan a tener presencia en sus comunidades a partir de una estatua que los perpetúa”, me dijo mientras me devolvía el libro. “Esta es una reliquia familiar” le comenté por el volumen que ahora volvía a descansar sobre mis rodillas.

Al parecer para devolverme el haber usufructuado por un momento el adorado libro que mi viejo a modo de “Niño Jesús”, depositara en mis zapatos que esperaban ese regalo de Navidad allá por 1950, el hombre me mostró un catálogo fotográfico en el que se podían apreciar estatuas de cuerpo entero, ecuestres, grupos escultóricos y una bella lámina reproduciendo “La última cena” esa pintura mural realizada por Leonardo da Vinci entre 1493 y 1498.

“Es la obra que dio notoriedad al artista florentino casi tanto como La Gioconda”, advirtió mi eventual compañero de asiento.

Había mucho para ver y entré a ese mini museo fotográfico que tenía en mis manos; al revisarlo hallé un busto de María Eva Duarte de Perón.

“No soy peronista –mencionó rápidamente mi amigo del viaje-, pero me encargaron allá por 1954 un busto de esa mujer a quien llamaban la “Abanderada de los humildes”; era para colocar en la plaza de un pueblo de una provincia en la Mesopotamia argentina. Me atrapó enseguida porque tenía un rostro muy especial, igualarlo en el mármol era todo un desafío para mí y para cualquier escultor así que puse manos a la obra y en un par de semanas lo entregué”.

“Asistí a la ceremonia de emplazamiento y al día siguiente del descubrimiento del busto, siendo considerado huésped de honor del municipio, estuve sentado junto al intendente y los notables del pueblo y recibiendo el aplauso, flores y besos de hermosas y jóvenes damas”.

Por supuesto, habló mucho más. Pero, sin fumar y por la desaparición del café, ofrecido sin cargo por la empresa de transporte, en las barrigas de los pasajeros, los ronroneos del motor lo amodorraron. Despertó en una parada pero sin descender retornó a su historia. Fue triste verlo lagrimear cuando narraba que tras la tristemente célebre “revolución libertadora” la pieza escultórica representando a la recordada mujer había sido derrumbada y que no se conocía a donde fue a parar.

“Todos los años regreso para el 25 de Mayo, aniversario de la entronización de mi obra pero nada. Nada saben – afirmó -, del monumento, Ahora me enviaron una carta anunciándome que tenían novedades”.

Nos despedimos cuando llegué a destino. El siguió adelante con su esperanza y su tristeza por la obra perdida. Yo compré un diario local y ¡sorpresa!, hallé una nota donde se anunciaba que habían hallado el busto de Eva Perón “perdido tras la revolución que derrocó al Gobierno peronista en 1955”. Me alegré mucho y rápidamente subí a otro colectivo que iba directamente al pueblo hacia donde iba mi amigo el “renacentista”. Lo encontré apesadumbrado y casi no me reconoció. Al llegar a la municipalidad local no tuvo ni recibimiento especial ni besos ni aplausos ni flores.

Un abúlico funcionario de segunda le extendió un sobre con un poco de dinero a manera de “indemnización por el deterioro de su obra” pero cuando se la mostraron estaba hecha una piltrafa escultórica…, una irreconocible y humillada Evita se deslucía conservando un solo ojo y al haberse borrado su característico peinado con una trenza en rodete.

Tiempo después me explicó una joven periodista amiga que en la oportunidad de quitar el busto de su pedestal, como queda dicho en 1955, “un sargento de policía encumbrado a la intendencia municipal por orden de las autoridades militares de la provincia, lo enlazó y ató a la cincha de su caballo y al galope lo arrastró ominosamente por todas las calles del pueblo”. Claro que no todo es tan triste ni tan terrible en este mundo como para que junto a lo trágico de una acción no surja una posición que propicie a mostrarse indulgente.

En este caso, según versión de la nota publicada por mi amiga en el diario donde trabajaba “el pedestal en que entonces estaba ubicada la escultura de Evita y a partir de entonces abandonado, vino bien para que el pueblo saldara la deuda que tenía con el general San Martín, ya que el busto de bronce del Padre de la Patria dormía en un depósito municipal esperando una ubicación, pero que desde el 17 de agosto pasado (hace varios años), fue emplazado en la plaza principal en el humillado pedestal que había ocupado Evita”.

 

Esteban Abad

Inédito. Abad es periodista, ha publicado varios libros y participado de muchas antologías.

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