Percepción alterada

domingo 08 de agosto de 2021 | 6:00hs.
Percepción  alterada
Percepción alterada

Eran los primeros días de enero, aún sin haber tomado mis vacaciones y como es fácil entender en esos momentos del año, pareciera que se desliza junto al pobre humano un cúmulo de energías, hacia otro nivel ignorado, incluso por el individuo que uno habita. El trabajo, la familia, el ocio inclusive llegan a transformarse en un juego perverso de la ansiedad que atormenta, y sólo se ansia que llegue el día del receso de toda actividad productiva. Es evidente que se esperan los días de descanso, montado a una multitud de sensaciones que desembocan en la impaciencia.

Ese martes, salí apresuradamente de mi trabajo, casi atropellándome, y lo que me frenó de golpe y secamente, fue el aire caliente de la calle. ¡Tanto calor...! En ese momento pareció que mi cuerpo había sido penetrado por brasas ardientes. Fue como un impacto sobre el rostro. Tardé un momento en darme cuenta de lo que me había sucedido. En la vereda, afuera de la oficina y caminando, advertí que la calle se encontraba totalmente desierta: “¡Parece increíble!”, recuerdo que me dije. Todo alrededor carecía de vida, y aquello desconcertó aún más mi espíritu. A medida que trascurrían los minutos y mi cuerpo solitario caminaba sobre el lomo de la calle, iba produciéndose en mi conciencia una lluvia de sensaciones, acrecentando una pronunciada desazón sobre mi estado de ánimo. Mi organismo sintió en su corporalidad la clara convicción de estar dentro de una burbuja, mientras se gestaba una alucinación atroz de inexistencia, como un sueño dilatándose y contrayéndose debajo del sol, como si se aletargaran el tiempo y el espacio. Mi visión se alargaba y acortaba, mientras estaba caminando sin pausa sobre el ardiente bulevar.

En ese trajinar donde luchaba la realidad con mi sensibilidad perturbada, recuerdo que llegué a acariciar mi rostro para comprobar la existencia de mis labios, de mi nariz, de mis párpados. Luego de haber reconocido mis brazos, mi torso, y con un deslizamiento de mis manos sobre mis muslos, concebía que mis piernas aún estaban sólidas y fuertes. Sin entender lo que acontecía, mis ojos parecían observar otra realidad. Asumí en ese momento que algo fuera de lo común estaba pasando en las calles de mi ciudad. Luego de un tiempo trascurrido en este contexto, percibí a través de mis sentidos y de mi piel, una presencia invasora, multitud de apariencias que no me resultaba nada común, sensaciones absolutamente desconocidas, como si en el curso de ese inusual periodo de tiempo se estuviese desarrollando en mi cuerpo y fuera de él, un extraño proceso sobrenatural. Algo insólito asediaba mi entorno, y mi pobre alma se encontraba sujeta a una conmoción nunca antes experimentada. Un silencio inusual, una rareza inusitada que a medida que pasaban los minutos se tejía con mayor rapidez, como si ascendiera a través del aire, sutil, casi imperceptible una calada niebla. Luego de los minutos, fue tomando sustento y forma estructural, pegajosa, mohína e inquietante. Más allá de esto, y de la situación misma de ausencia de seres, no quería ser demasiado razonable y trataba de apurar mi caminar para llegar prontamente a mi vivienda. Seguía caminando, mientras acompañaba a mi frágil humanidad, el espíritu trastocado por los hechos del momento, pero aún parecía seguir a mi lado, a pesar del terror que me embargaba por la realidad. Pensaba hallarme inmerso en mi propio letargo, cuando pasaban frente a mi vista, los recovecos de los edificios y espacios públicos, repitiéndose uno tras otro, como todos los días a la salida de mi trabajo, pero no era motivo para que aminorara mi marcha hacia mi destino. Continuaba caminando, nada detenía mi marcha, sólo una angustia desoladora pesaba sobre mí. Las cuadras se tornaban largas y eterno el tiempo en recorrerlas, pero no abandonaba mi objetivo.

Era mi instinto de supervivencia, el que insistía en caminar rápidamente para llegar lo más pronto posible, aunque dentro de lo irracional de la situación en que me encontraba, mi cuerpo parecía no avanzar con la rapidez que por lógica, mi voluntad deseaba. Ante mi atribulada mirada, se iban repitiendo idénticas situaciones, una y otra vez en el tiempo, y este se empeñaba en sucederse de manera fugaz, sólo sosteniendo la delicadeza de no enredarse con el espacio que recorría. En todo el trayecto realizado, no había visualizado indicios de subsistencia, no había visto cuerpo ni espíritu con vida, como si los seres del lugar hubieran sufrido un claro e increíble arrebato. Con aquel pensamiento que resultaba tortuoso y sin sentido, pensaba cómo había llegado a esta increíble situación ¿Qué ocurría en mi ciudad? La misma que me vio nacer y crecer, y estaba transformada en un reducto fantasmagórico. Invadida por la nada total, salvo yo presente con mi cuerpo y con mi espíritu, o no sé qué de mí, aún se empeñaba en sostenerme parado, caminando debajo de un sol abrasador, mientras se esforzaba en trasportarme, con la única esperanza de llegar pronto a mi casa y poder cobijarme.

El sol, empedernido en su afán de calentar aquel espacio del planeta, comenzaba a hacer estragos sobre mi humanidad. Los pasos que iba dando con mi figura abrumada, la misma que se manifestaba reducida en pequeñas sombras sobre el enrejado de la vereda. En las calles que hasta ese momento había dejado detrás, comprobé la inexistencia de un mínimo rugir de motor de automóvil, o motocicleta circulando, sólo se percibía un inquietante y extraño magnetismo, creía en ese momento, que estaba asociado a la sutil nube, que de a ratos aparecía, para que se acrecentara aún más mi confusión, y en particular, sobre la atmósfera de silencio del lugar. Esa sensación de una realidad distinta, nunca antes había sido percibida por mis sentidos. Mis pensamientos estaban absolutamente desplazados ante una contundencia de realidad perturbada, y mi cuerpo era el que atinaba a avanzar con paso apresurado.

Los edificios parecían levantarse a medida que pasaba al lado de ellos, las ventanas a oscuras, auspiciando un silencio extremo, vacua sensación oída sólo en escenarios de exagerada soledad. Seguramente, dentro de ellos, la gente dormía o acaso, lo que resultaría más aterrador, sencillamente no existía hálito de existencia, dado que no encontraban refugio para su espíritu. Llegué a pensar la posibilidad de un gran fingimiento; un simulacro de invasión de seres de otro mundo, o un acuerdo masivo entre los habitantes, quizá poco factible debido a la logística que debería haberse utilizado. Me inclinaba a pensar en la inexistencia momentánea de vida, como si hubiese caído una bomba y toda humanidad posible se hubiera vuelto invisible, menos yo, o al menos, no me doy cuenta que también lo sea.

Una cuadra, dos cuadras y otra más y nadie se cruzaba a mi paso. Caminaba de prisa; mi intención era alcanzar lo más rápido posible la puerta de entrada de mi casa, y preguntar ansioso sobre lo que estaba aconteciendo, enterarme de lo que pudo haberle ocurrido a mi familia. Los medios de comunicación seguramente estarían notificando sobre este suceso totalmente fuera de lo normal, siempre que hubiera un comunicador social que estuviera aún consciente, e informara lo que afecta a esta parte de la humanidad. Entonces, nuevas dudas me asaltaban: ¿Era una realidad universal, de extremo a extremo de nuestro planeta o sólo pertenecía a esta región? ¿Qué estará pasando con mi gente —repetía una y mil veces— ¿Podré alcanzar a verlos con vida? ¿Qué desagradable sorpresa seguirá deparándome esta situación durante el trayecto?

Las calles solitarias entretenían, con la misma brisa sutil como cuando había salido del trabajo, y fluía haciendo rodar mansamente pequeños papeles o bien algún resto de pasto seco desprendido del suelo. El sol hacía grietas sobre los objetos inanimados. Igual suerte corrían las grandes avenidas con sus enormes árboles, la mayoría transparentes. Apenas si producían algún vestigio de sombra. El ambiente se apreciaba como un espectáculo espeluznante. Los animales estaban ausentes, como adheridos a esta locura universal, como la que mi ser estaba padeciendo.

Entré de repente a la panadería donde habitualmente compro el pan, pero ese día no se percibía el rico olor de harina recién horneada; nadie vendía pan, nadie consumía nada. No había alimentos en los almacenes, sólo el desorden habitado por algunas cucarachas. Las farmacias estaban sin medicamentos en sus estantes, el petitorio y los libros de ley abiertos y sin uso, como si ya no existiese dolor ni enfermedad. ¿Qué estaba ocurriendo? — no dejaba de preguntarme.

Por fin, me pareció distinguir a lo lejos una silueta, a menos que hubiese sido en aquel momento, un juego macabro de mi imaginación. Luego de unas cuadras más adelante, virando por la esquina, distinguí claramente una especie. El contorno semejaba a una figura humana, al mismo tiempo vacía y translúcida, perseguía a una sombra y ésta, a medida que corría perdía el sombrero, pero no se detuvo a recogerlo, sino que desde su bolsillo derecho sacaba otro y se lo coloca, hace unos pasos, se le vuelve a caer y así la extravagante escena se repetía una y otra vez. Más allá, otra forma de semejanza fantasmagórica, estaba paseando a un perro siberiano y, sólo alcancé a decir: —¡Qué locura con este calor!

Caminaba cada vez más a prisa, sin desviarme del recorrido propuesto, una cuadra más otra y así seguía sin detenerme. De repente apareció otra figura, caminaba plácidamente al lado de mi humanidad. Le pregunté la hora y si sabe qué era lo que estaba pasando en la ciudad. Ante mi asombro, apenas realicé la pregunta, desapareció delante de mis ojos. Por cierto, a esa altura de los acontecimientos, todo mi ser se encontraba estremecido.

Seguí caminando, mientras advertía que el sudor hormigueaba sobre mi rostro. Mi indumentaria se encontraba totalmente humedecida, el dolor en mis piernas comenzaba a intensificarse, igualmente apuraba el paso con el objetivo de llegar lo más rápido posible; necesitaba tener novedades de mi familia, conocer imperiosamente que pasaba con ellos y también sobre el destino de mis animales queridos, las plantas que con tanto esmero cuidaba durante todo el año, no sea cosa que también se hayan transparentado y ahora sean simples esqueletos colgados de las macetas, extractos de hilos vegetales sin existencia.

Seguía caminando y mi cansancio se notaba con facilidad, me trasladaba con muchísima dificultad, respiraba por la boca, dado el gran esfuerzo, y aún no encontraba motivos que expliquen esa trama. Miraba la plaza por la que tantas veces había cruzado, casi siempre colmada de niños jugando; ese día el tobogán, las hamacas, el subibaja no tenían ocupantes. Desde allí observé al río, cuyo rojo líquido permanecía estático y un solitario pez atrapado en el aire, sujetado a una rara inmovilidad, seguramente en el instante de saltar sobre la superficie del agua, había quedado atrapado dentro de aquella niebla de ausencia de vida. La incertidumbre estaba devastando mi cerebro, matando mis neuronas, las posibilidades de desastre estaban siendo cada vez más evidentes; incluso llevaba incorporado el terror de comprobar la absoluta desaparición de mis seres queridos. ¡Eso sería terrible! ¡No quería ni imaginarlo!— recuerdo haber comentado hacia mis fibras íntimas.

“Ya faltan pocas cuadras” —recuerdo que me daba fuerzas—. Veía la esquina por la cual debía girar. Desde allí, sólo unos metros más y encontraría mi casa. Sin embargo, además de la ausencia de vecinos, las viviendas eran irreconocibles, las advertía mucho más estrechas, flexibles y de aspecto más elevado de lo que en mi memoria recordaba, contorneándose y con sus costados amputados; era la sensación que percibía, al mismo tiempo se estaban atrayendo unas hacia las otras, por alguna extraña razón, fuerza magnética o vaya uno a saber lo que ocurría en ese momento. Noté al instante como se habían fagocitado las veredas, se dirigían hacia el centro de la calle, se habían comenzado a devorar entre ellas, una avanzando hacia la otra.

No puede ser verdad lo que está ocurriendo —me había dicho otra vez—, ni proponiéndoselo a la mente más fantástica sería capaz de llegar a entender este increíble suceso. El sudor se había extendido por todo mi cuerpo, y el cansancio se reflejaba por mis pasos cada vez más torpes y discontinuos.

Faltaban aún dos cuadras para llegar. Parecían increíblemente lejanas para mi cuerpo y mi mente extenuados. Doscientos metros difíciles de recorrer. Una estampa humana pasó corriendo delante de mis ojos, sumamente difusa como para reconocer en ella rasgos de vida. Y otra más allá en bicicleta, al cruzarme en su camino, por escasos centímetros casi me atropelló. Escuche un grito que emitió el ciclista, pero no entendí lo que trató de decirme, a pesar del esfuerzo que realice por querer saber lo que había expresado.

Estaba extenuado totalmente, pero en ese momento, menos que nunca debía entregarme ni detener la marcha. Había varias sombras riéndose a carcajadas ante mi paso, simplemente traté de ignorarlas. “Faltan cien metros” —me decía— y fue allí cuando alcancé a distinguir mi casa entre las otras, reconocida por el color desteñido de sus paredes, las tejas y la puerta a medio pintar, característica de los tiempos que se viven. Mi compañera tantas veces me había dicho: —¡Pintá esa puerta!— Sin embargo todavía seguía así; decolorada por el sol.

Intenté correr pero me caí, apenas pude levantarme con esfuerzo. Volvía a emprender la carrera “¡Ya estoy... estoy..!” — grité para alentarme en esta proeza que está por concluir.

¿Dónde estaba la llave? No la tenía en el bolsillo derecho del pantalón, revisé el izquierdo, tampoco. El interno derecho, menos… a esa altura y con la desesperación por los sucesos que seguían aconteciéndose, abrigaba sólo la posibilidad de encontrar esa maldita llave. En los bolsillos de atrás tampoco, hasta que (como nunca lo hago) palpé el bolsillo de la camisa y allí estaba…totalmente empapada de sudor. Con exasperación traté de insertarla en la cerradura y como no podía ser de otra manera en esa situación, se me hacía difícil, extremadamente difícil, dos veces se me había caído. Aterrorizado, advertí que mi casa avanzaba sobre la del vecino, o viceversa. Lo concreto es que se acercaban. La llave no entraba y maldecía por esa increíble situación que estaba viviendo.

Las dos viviendas se encontraban, se encimaban, se juntaban cada vez más. En un esfuerzo supremo, accioné dos vueltas de llave y por fin logré abrirla.

—¡Hola querido! ¿Qué te pasa? —preguntó mi compañera. Cerré los ojos y con las dos manos traté de secarme la transpiración del rostro. Hice unos pasos y me dejé caer en el sillón de la sala.

—Estoy extenuado —respondí.

Días después de este infortunado hecho, tratando de entender lo ocurrido, recordé el Ulises, donde se cree en la existencia de un lenguaje del pensamiento, en el que se percibe una realidad distorsionada y aparecen objetos, emociones, estímulos que asociados a las percepciones desarrollan el proceso del pensar, luego pasa a otro y repetitivamente para incidir sobre la misma inquietud, este proceso se desarrolla en un determinado tiempo, donde lo cognitivo parece pasajero.

Y más allá, parecía verlo al viejo Macedonio sentado en una silla en un rincón de la sala, tomando mate, con la barba de varios días, y mientras me señalaba con el dedo, me decía que tenga en cuenta el juego de la conciencia, sobre todo que me cuide de ella.

 

Heraldo Giordano

El relato es parte del libro Nunca más será hoy de reciente publicación. Giordano es autor además de los libros A tientas y letras, Descarne y Relatos inconexos

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