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Venus

domingo 01 de agosto de 2021 | 6:00hs.
Venus

La pelota salió disparada hacia la luna. El remate realmente fue poderoso. El partido se detuvo. Marcos el arquero (buscar la pelota es tarea de los arqueros entre otras cosas), se metió en el malezal detrás de la canchita del barrio. Caminó diez, quince metros en la capuera. No había rastros de la pelota. Miró hacia el arco y luego hacia el cielo para calcular la trayectoria. Había un árbol en el recorrido. Capaz estaba en la copa, entre las ramas. Avanzó un poco más. Entonces escuchó un ruido, no era un gruñido, era ese sonido que hacen los perros cuando se alegran de verte. Como un gemido. Miró a un costado de la sombra del árbol y reconoció a Venus, aunque estaba bastante desmejorada.

-¿Venus? -interrogó en voz baja, casi como en un susurro.

La perra le sonrió con los dientes (cuando se ponía muy feliz lo hacía) y movió la cola con un frenesí que sacudió a un arbolito que estaba detrás.

-¡Venus!! -gritó al confirmar que era la perra que se le había perdido meses atrás. Y se acercó para acariciarla.

-Creímos que te habías muerto- le dijo.

El pelaje blanco amarillento, resultado de la mezcla de un Golden Retriever y una venadera mestiza, ya no brillaba. La perra estaba flaca y tenía heridas en varias partes del cuerpo. A simple vista Marcos veía una bichera llena de gusanitos en una de las patas.

-¿Dónde estabas? Creímos que te habías muerto -insistió. ¿Fueron los cohetes de aquella Navidad? Era tu primera Navidad en casa. Nosotros viajamos y vos te quedaste sola con Theo y Mancha. A la medianoche las explosiones habrán sido muy fuertes. Te asustaste y escapaste hacia el montecito, para huir del infierno de ruidos. Y te perdiste.

-Te buscamos mucho por todos lados. Ya hace casi un  año de eso. Esperame acá. Llevo la pelota a los chicos, consigo una soga y vuelvo a buscarte. Vamos a casa.

Marcos regresó a la cancha y preguntó entre los amigos del barrio si alguien tenía alguna cuerda. Que la necesitaba para regresar a su perra. Nadie tenía nada y había que terminar el partido, le recordaron.

-Sigan ustedes -dijo.

Tomó la bici y salió hacia su casa, que quedaba a diez cuadras, del otro lado del montecito. Regresó lo más rápido que pudo con un collar y una correa. Se metió rápido en la capuera, hasta debajo del árbol donde había dejado a Venus. La perra ya no estaba. Empezó a llamarla. Primero suave y después más fuerte. ¡Venus! ¡Venus! Nada. Había desaparecido otra vez. No la iba a abandonar de nuevo. Ahora sabía que estaba viva y que, en algún lugar de ese monte, o del barrio, de lo que sea, dormía.

Caminó todos los trillos del montecito. Recorrió cada uno de los rincones del barrio. Se encontró con varios perros. Uno de color blanco que le hizo saltar el corazón de alegría, pero era un poco más bajo y macho. Después se puso a buscar en las casas que se erigían en los bordes del montecito. Preguntó en todos lados. Todo el mundo había visto una perra blanca, grande. Pero ninguno de los relatos coincidía sobre el lugar donde encontrarla.

-Más allá, en el nuevo caserío en aquel barrio de relocalizados hay una perra blanca - dijo un hombre que tomaba una cerveza sentado en la vereda de la despensa de don Pablo.

Fue hasta el barrio. Era un amontonamiento de casas muy precarias. Algunas de techos de lona negra; otras de cartón y pisos de tierra apisonada. Había muchos perros y varios de pelajes claros. Todos flacos y aletargados, mendigando sombra, en ese desierto de desolación. Caminó un poco más. Su perra, Venus, la de ojos amarillos, no aparecía.

Con menor intensidad, Marcos mantuvo la búsqueda varios días, semanas. Cuando regresaba de la escuela técnica, a la mañana o después del taller, tomaba distintas calles hacia la casa, por si en una de esas se encontraba con Venus. Siguió yendo todas las tardes al campito de fútbol pero la perra no volvió a aparecer.

Hizo lo último que le quedaba por hacer. La perra había aparecido en un lugar específico, en la capuera detrás del arco de la canchita. Después no la volvió a ver a pesar de la búsqueda de varios días por todo el barrio y los alrededores. Entonces trajo un sillón plegable y se sentó a esperarla justo detrás del arco. Ese lugar era lo más cercano que existía entre él y Venus. Cargó en un bolso un collar y la correa, el curabichera en aerosol y alimento para perros.

Pasaron varios días. No había señales de la perra. Los amigos y los padres de Marcos empezaron a preocuparse. Ya no era normal esa espera. Sentado ahí mirando la capuera todos los días, esperando por un milagro.

La respuesta de Marcos siempre fue la misma todos esos días. -La voy a esperar. Ya la abandoné una vez. No volverá a pasar dos veces.

El milagro finalmente sucedió. Una tarde Marcos estaba sentado en el mismo lugar de los últimos días entretenido con una fila de hormigas cortadoras que transportaban su carga de hojitas verdes una detrás de otra hacia el nido, cuando notó movimientos entre los yuyos. Levantó la vista y vio algo blanco que se acercaba.

-¡Venus! -gritó el nombre que se le atragantaba hacía semanas en el alma.

Era la perra. Había vuelto. Pero no sola. Un paso más atrás apareció de entre las malezas una cachorrita blanca como ella. Igual a Venus, pero chiquita.

Marcos se acercó y la acarició, le besó la nariz. Después hizo lo mismo con la perrita. Le rascó la panza como hacía con Venus cuando era chiquita. La cachorra se tiró patas arriba, movía las patitas en el aire, como rascándose.

-Vamos a casa -dijo. Y buscó dentro del bolso algo de comida y el collar.

Venus no mostró entusiasmo. Comió el alimento de la mano de Marcos. La cachorrita olfateó para ver de qué se trataba pero no probó. 

-¿No querés volver a casa? ¿Por qué? -quiso saber Marcos.

La perra volvió a mirar el monte por donde vino y puso esa cara de culpa que solía poner cuando se mandaba alguna macana.

-Déjame que te cure -dijo. Le puso curabichera en la herida que tenía gusanitos y una pomada cicatrizante en las otras, esa que espanta a las moscas.

Venus acomodó con su hocico a la perrita que estaba acostada en el suelo. Le lamió a modo de despedida y se fue, se volvió a meter en el monte. Marcos intentó retenerla, pero fue inútil.

Entonces hizo lo que hacía tiempo tenía que haber hecho, seguirla. Guardó el alimento y los remedios. Después tomó a la cachorra y la puso dentro del bolso cuidando que quede la cabecita afuera para que pueda respirar.

La siguió desde lejos, sin que Venus se diera cuenta. La perra se metió en el monte por los trillos. Atravesó la capuera y salió del otro lado. Pasó por la despensa de Pablo y siguió varias cuadras más hacia el barrio de relocalizados. Se metió en una callecita entre las casas. Marcos la siguió desde cierta distancia, pero no le perdió de vista. No volverá a pasar, se prometía para sus adentros. Finalmente Venus aminoró la marcha como si estuviera llegando a destino. Marcos también se detuvo, varias casas antes, en una esquina. La perra se metió en el terreno de una casita muy precaria. Marcos se acercó un poco más para poder ver mejor. Tres niños que jugaban en la tierra la recibieron alegres. Uno que todavía no caminaba se prendió de la oreja de Venus, se puso de pie y dio unos pasos con la perra, hasta que se cayó al piso. El otro se le abrazó al cuello y la perra se tiró con él al piso. Y jugaron.

Marcos los miraba desde la distancia. No sabía si acercarse y decirle a esa familia, a esos niños que esa perra era suya que la quería recuperar, o irse. Dudaba. Un gemido suave, chiquito, salió entonces desde el bolso, como para recordarle que había alguien ahí. Entonces entendió.

-Vamos a casa Venus -dijo. Y abrazó a la perrita contra su pecho.

Inédito. El autor ha publicado los libros Del otro lado (poesía) y La clave Zipoli (cuentos) y tiene en proceso de publicación una novela.

Roberto Maack

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