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El incendio

domingo 01 de agosto de 2021 | 6:00hs.
El incendio

¡César!.... ¡Agua!... ¡Dios!... ¡Se quema la casa!...

Kalevala grita, con los brazos levantados, corriendo de un lado a otro. Encuentra un balde y corre con él hacia el Paraná.

Salgo del depósito y veo un poco de humo que parece provenir de detrás de la casa, de la cocina, y que se arremolina por el noroeste; hay viento detrás del río. Corro a la cocina, y conteniendo la respiración, en medio del humo denso, trato de voltear a puntapiés la pared de tacuaras, que está ardiendo. Rompo una parte, pero en ese momento el fuego alcanza la paja del techo, reseca y calentada por el sol. El incendio es inatajable. El agua está muy lejos y los baldes son muy chicos.

Medio ahogado salgo de la cocina. Llega Kalevala jadeando, y vuelca su balde sobre el techo. Como echar una gota en una pira. Y ya se oye el zumbido de la fuerte corriente ascendente de aire recalentado, dando a las llamas la forma de lenguas sedientas, y el chisporroteo aumenta en medio de abanicos de cuentas luminosas. Se va a quemar la casa hasta los cimientos. El techo es de paja y las paredes de dobles tacuaras abiertas; forman un solo block la cocina, el boliche y mi dormitorio, que está en el altillo.

A un tiempo Kalevala y yo nos precipitamos al interior para salvar lo que se pueda. Desde el altillo, donde debo estar agachado para no dar con la cabeza o con la espalda contra el techo, arrojo las cosas de más valor, las que Kalevala va sacando de la casa en repetidos viajes. En eso se presentan clientes y también vecinos; hasta el bolichero Kóffer aparece con un balde en la mano. Todos ayudan entre gritos y exclamaciones. Sobre mi espalda desnuda me caen chispas, en el techo se abre un gran agujero en llamas, y tengo que bajar a escape.

El calor hace doler los ojos. El techo es una enorme llama con un penacho negro volcánico que da miedo. El tabique de tacuaras medianero entre el boliche y la cocina se enciende y su calor ya no nos permite sacar más cosas, ni siquiera a escape y cubiertos con las pieles de onza y de puma que hemos empleado. Esto es el infierno.

-¡El depósito! -grita Kalevala.

Briznas de paja encendida caen sobre nosotros, y el depósito, que está a veinte metros, corre peligro de incendiarse también. Eso sería la ruina total. Allí están los barriles de caña y de harina, las bolsas de azúcar, los grandes rollos de tabaco en cuerda, las cosas de Kalevala.

Tres o cuatro de los comedidos corren al río con baldes y tachos. Yo me acuerdo del pozo de Schmidt, mucho más cercano que el río, y corro hacia allí. Pero en el camino encuentro a Schmidt, saltando de alegría y con los brazos abiertos para cerrarme el paso.

-De aquí no saca agua! -vocifera-¡No, no entra en mi casa! ¡Usted se quema todo! ¡Muy bien!...

Levanto el balde y se lo asesto encima. El hombre se cubre con los brazos. Pero siguiendo el movimiento circular del balde, rápidamente le aplico otro golpe, con toda mi fuerza, en el preciso instante en que él baja los brazos para poder mirar; y con un tercer baldazo lo hago tambalear y caer. El balde queda achatado.

Tengo la impresión de haberle roto el cráneo a Schmidt. Pero sólo me preocupa el incendio. Arreglo el balde y saco agua del pozo. Después, los ayudantes van también al pozo, y encontrando al austríaco caído, lleno de sangre, le echan agua para hacerlo volver en sí y lo llevan a su cama. - ::

La casa arde integra, por los cuatro costados, y se derrumba a pedazos. Y el depósito está caliente; no sé cómo no estalla: el agua que todos le echan de continuo sobre el techo y las paredes se evapora en seguida.

Kalevala se da una tregua y ocúpase en poner a salvo los objetos de más valor sacados del boliche y de mi dormitorio que yacen dispersos por el suelo. Los comedidos son, además del bolichero Kóffer, tres clientes venidos en canoa y la familia Mesilla, criollos éstos de mala catadura y peor calaña que tienen su rancho a dos kilómetros tierra adentro. Kalevala los ha visto esconder bajo sus ropas algunos de los objetos salvados de las llamas.

Al fin se consume la casa; sólo queda un rectángulo negro, cenizas blancuzcas, palos humeantes, metales y vidrios derretidos.

Agradezco a los clientes que me ayudaron y a Kóffer, el que, a pesar de ser mi rival y franco enemigo, ha cooperado en el salvamento de mercaderías y en la defensa del depósito, aunque con una alegre sonrisa en su alma regocijada y un profundo deseo de no poder salvar nada. La familia Mesilla se queda revolviendo las cenizas hasta que sus ojos de lince y sus garras de rapiña quedan impedidos por la oscuridad.

Metemos todas las cosas en el depósito, y esa noche Kalevala y yo dormimos bajo los bananos.

A la mañana siguiente, mientras desayunamos junto a un fogón improvisado al relativo abrigo de las plantas, reaparecen los Mesilla.

-Venimos a seguir buscando -nos dicen-. Hay que ayudar a los vecinos.

“Sí, buenas vizcachas son ustedes!”, pienso. Pero han contribuido a la defensa de mis bienes y ahora no puedo evitar que se cobren.

Los dejo, pues, que continúen removiendo cenizas.

-Es muy feo este lugar - le digo a Kalevala-;  un buen día vamos a morir en manos de algún vecino o de algún policía.

-O vamos a tener que matar a alguno o a todos -me contesta con naturalidad.

-Tienes razón, Kalevala; pero eso tampoco sería lindo.

-Me gustaría que nos instaláramos allá abajo, en el gran bananal. Podemos aprovechar que está abandonado. Y con rehacer el boliche allí en vez de aquí, ya está.

Cierto; hay que ir al bananal. Es un lugar precioso, lleno de árboles frutales: naranjos, durazneros, guayabos, amén de los miles de bananos, los que limpiados y raleados pueden dar muy buenos cachos; hay un arroyito, un excelente puerto, y, detrás, un cerro casi cónico, lindo para hacerme un rancho en la cima.

-Habrá que dar parte a la policía –me advierte Kalevala-, por el incendio. 

Pero resulta innecesario. A mediodía irrumpen las autoridades de Cantera..

-Señor César Lan, en nombre de la ley queda usted detenido. . .

-¡Esto sí que está lindo! Se me quema la casa y encima me llevan preso...

-Es que se ha presentado el señor Schmidt, herido, y lo acusa a usted de haber querido matarlo.

Hay que ir. Ensillo el pampa y le doy mi revólver a Kalevala. No nos decimos nada; aunque es medio salvaje, es también, y por sobre todo, inteligente.

Voy a Cantera.

El juez Garín me somete a un largo y minucioso interrogatorio, me entrega al comisario Páez Coll, y éste me lleva a casa de mi amigo Palacios, el cual, enterado de lo que me ocurría, ya había terminado las gestiones para hacerse responsable de mi persona y tenerme preso en su casa; pues dormir en la comisaría de Cantera habría sido muy desagradable. Además de ser amigo y de ser todo un caballero, Palacios es mi colega; tiene un buen boliche en Cantera.

Ne dice que mi caso es grave, porque Schmidt presenta dos grandes tajos en la cabeza: el segundo tajo significa “ensañamiento”; y mi víctima me acusa de violación de domicilio y tentativa de homicidio.

Tres días después me llevan a la ciudad de Encarnación, y allí, Palacios no consigue que me tengan preso en casa de su familia. Así que me encierran.

La prisión está en un cuartel de conscriptos; éstos o nos cuidan. Somos como treinta presos en un galpón que, por suerte, tiene dos ventanas. Soy el único argentino; los demás son paraguayos, alemanes y rusos, pero casi se oye sólo el idioma guaraní. Comemos un plato de locro aguado, un trozo de carne hervida y tres galletas duras, y desayunamos con matecocido y galletas. Durante el día, a pesar del fuerte calor, mis compañeros juegan a las cartas, fuman, mascan tabaco, escupen, discuten y se pelean. Todo anda bien. Pero de noche constituye un problema el acostarse para dormir; acostados ocupamos más lugar que parados y el recinto es un poco chico, cada vez tenemos que hacer como esas piezas que los chicos deben acomodar de cierta manera para que formen una figura determinada. Y nadie quiere quedar en el centro de galpón, adonde van a parar casi todas las escupidas. Yo he resuelto el problema sentándome muy temprano en el rincón en que luego dormiré. Para poder dormir de costado me coloco en el trocante mayor, esa punta del fémur que se clava en el suelo cuando somos flacos, un aro hecho con mi pañuelo; de lo contrario me resulta insoportable el dolor que me produce en ese punto el piso duro.

Entretanto, Palacios me trae al mejor y más decente de los abogados de Encarnación, el doctor Báñez, y activa el asunto.

Pasan los días y no vuelvo a ver a mi abogado. Sólo recibo la noticia de que debo pagar 50 pesos argentinos en dos cuotas. Los pago, y a los 20 días se me pone en libertad. Me afeito para poder presentarme en casa de la familia de mi amigo Palacios, y noto que he engordado. Me peso y compruebo que tengo 59 kilos: dos kilos más que antes. ¡Resultó saludable dormir en el piso duro y comer locro aguado!

Hago, al tranco del intranquilo pampa, los 45 kilómetros que separan a Encarnación de la colonia, y llego de noche al lugar en que estaba mi boliche.

Silencio. Ni mi perro aparece. Me acerco al depósito y encuentro la puerta abierta. Está vacío. ¡Kalevala se ha ido con todo! Pienso que he de hallarla en el bananal de allá abajo. A la tenue luz de las estrellas se destaca neto el rectángulo negro de lo que fue mi casa, y, desde el caballo, mirándolo por última vez, siento que me despido del lugar para siempre. Enseguida tomo el camino de la costa y entro en el oscuro trecho bajo monte, entre cerros y el río, que me lleva al gran bananal.

¡Allí está Kalevala, con todas sus cosas y las mías, en dos ranchos largos, nuevos, al pie del cerro cónico y entre árboles frutales! Ha debido emplear a muchos mensúes para levantar todo eso en tan poco tiempo. Lo primero que me dice es:

-Aquí estamos lejos de toda esa mala gente. Y su cabeza me parece una luz en la noche estrellada.

El relato es parte del libro Aguas Turbias. Dras publicó Alto Paraná y Apuntes del Alto Paraná (1939); Tras la loca fortuna (1940). Germán Laferrere, su nombre verdadero, residió en la zona San Ignacio varios años.

Germán Dras

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