Cruce en el muelle

domingo 25 de julio de 2021 | 6:00hs.
Cruce en el muelle
Cruce en el muelle

El hombre orinaba contra un poste. La mujer descendía por la escalerilla antigua hacia los muelles. No eligió la escalera ancha y de hormigón de los paseantes, prefirió bajar a tomar aire por la de madera, sinuosa y sin atajos. Era fría la corriente que llegaba del lado del río y la mujer se escondió otro poco dentro de su tapado de piel. Casi veinte peldaños empinados descendían hacia la vieja explanada de ferrocarril que antes, mucho antes, había tenido activa circulación de vagones desde el puerto y donde en ese momento, ahora, orinaba un hombre rodeado de perros contra un poste. Cuando el hombre percibió a la mujer trató de quedar de espaldas. Dio media vuelta pero no cerró su bragueta. Se afirmó mejor con las dos piernas, mientras el chorro descendía sin interrupciones en un semicírculo lánguido. La mujer estaba aún lejos, pero se veía bien que no podía separar los ojos del hombre. Lo observaba cuidadosamente. Quizá no era la acción, el acto en sí mismo, sino ver al descubierto, tapado apenas por la penumbra de la tarde, el sexo semierecto. Acción que, por otra parte, se reservaba a sitios más propicios, por higiene o por recato.

Parecía que a la mujer le resultaba placentero mirar al hombre que orinaba contra el poste; en cada peldaño que descendía sus ojos se desplazaban de reojo, pero con insistencia, para ubicarlo mejor. Y sonreía. Probablemente hasta le diera placer la ambigua vergüenza que despertaba en el hombre por ser descubierto así, meando con apuro, meando rápidamente para poder guardar.

Él comprobó, por el ruido de los pasos, que la mujer bajaba las escalinatas. Quiso esconderse detrás del poste, mientras los perros olfateaban el breve charco que se disolvía entre las antiguas vías. La mujer subió el cuello de su abrigo de piel. Dejó únicamente sus ojos al descubierto. Se notaba cierta seguridad, o quizá parecía por su forma de bajar la escalinata; su paso firme que ponía en evidencia al que orinaba en un poste público, o en la manera casi majestuosa de calzarse el abrigo a esa hora de la tarde, casi noche, y en ese preciso lugar, tan inadecuado para esa mujer y su abrigo. A la mujer se le notaba, por el gesto breve de encoger la comisura de los labios hacia arriba, que le disgustaban de igual manera los perros y los vagabundos. Y se podía intuir, por el ruido parejo y firme de su paso hacia el lugar donde se hallaba el hombre, que deseaba, por alguna razón, incomodarlo. El hombre era joven aunque parecía viejo. Su aspecto de abandono, la barba crecida, el saco roto, los pantalones sin color —por sucios, los zapatones descosidos. La mujer pensó rápidamente en él y no supo qué hacer con ese pensamiento pues no iba hacia ningún lado; no se imaginaba su pasado, menos su futuro. No podía imaginarse nada, ni siquiera el porqué de ese hombre allí, en ese exacto momento y orinando contra el poste. Sintió repugnancia. Un grito desde arriba de la barranca hizo girar la cabeza de la mujer que ya estaba por emprender el último tramo de la escalinata. Vio a sus amigos. La llamaban. En cada mano agitaban una botella de cerveza mientras hacían gestos para que volviese con ellos y otros gestos para importunarla. Ella sabía que trataban de amenazarla con que se irían si no regresaba de inmediato. La mujer pensó que estaba harta de sus amigos y que era siempre lo mismo: paseos y borracheras, porros y charlas, los mismos lugares, las mismas palabras y manoseos repetidos hasta el cansancio. Después de la fumata, el café, las cervezas, whisky para todos, patotear a alguno en el camino, aporrearlo si se daba el caso, el hotel por horas en grupos de tres o cuatro, luego el desgano de acomodarse la ropa arrugada y el olor a semen entre las manos y en la boca, en ese coito apurado e incómodo arriba del auto, sobre la barranca, contra el muelle, antes de llegar a casa, antes de encontrar o no al marido, que a veces venía a dormir cuando no tenía reuniones de negocios. El hombre no se dio vuelta ante los gritos que descendían fugaces, pero con fuerza, desde la barranca. Decidió terminar de una vez por todas, disgustado por esa intranquilidad que lo venía a molestar justo en este preciso momento. Los amigos de la mujer tiraban botellas y latas y gritaban cada vez más fuerte. También lanzaban piedras. Los habían descubierto, y hacían puntería a la espalda del hombre y al lomo de los perros. La mujer terminó de bajar el último escalón mientras agitaba la mano en señal de disconformidad. Quería que sus amigos entendiesen, que se fueran de una buena vez y la dejasen tranquila a ella, al hombre y a los perros. Pero sus amigos la perseguían con insultos desde la barranca, corriendo desde una punta a la otra para divisar mejor la posición en que estaban. Hacían gestos obscenos que involucraban a la mujer y al hombre, que ya cerraba su bragueta dispuesto a irse rápidamente de allí, a desaparecer entre las sombras del muelle. Mientras la mujer agitaba los brazos hacia sus amigos y el hombre se aprontaba a retirarse, otros dos hombres irrumpieron en el muelle. Bajaban por la escalera ancha de hormigón que utilizaban los paseantes. Disimulaban las cachiporras cruzando las manos en la espalda. Las insignias se ocultaban debajo de las camperas de cuero. Cuando llegaron a las vías acortaron su paso hasta el hombre, le cerraron el camino, lo empujaron, le pidieron documentos. Los amigos de la mujer gritaban hurras increpaban a los hombres para que lo fajen, le peguen, le den su merecido a ese atorrante, sucio, vago, que muestra y orina y quién sabe que otras cosas es capaz de hacer delante de una mujer. El hombre tropezó en las vías y cayó. Los otros dos aprovecharon para patearlo en las costillas, en las piernas, en la cara, mientras los amigos de la mujer se reían desde la altura y seguían desplazándose de acá para allá con las botellas de cerveza en alto vivando a los matones. La mujer no salía de su asombro. Con una mano se sostenía el cuello del tapado y con la otra intentaba cubrirse los ojos mientras retrocedía por la escalinata. El hombre sangraba por la nariz y las orejas. A la mujer se le agitaba la respiración en cada sacudida, en cada grito, en cada patada feroz. El hombre no se defendía. Era un bulto casi muerto. La mujer no sabía por qué sentía ganas de vomitar justo ahora y de orinar ella también. No quería porros, ni amigos, ni autos con sexo breve y aburrido. El río se elevaba en tenue oleaje de viento del este cada vez más oscuro, en esa noche ya cerrada y sin luna, donde la mujer escuchó su propio grito sin saber que era ella la que gritaba y bajó los peldaños que había subido y se abalanzó hacia los dos hombres que pateaban al hombre y agarró a uno de los pelos, sin saber que era ella la que lo estaba haciendo, y se resbaló en el charco de orín que el hombre había dejado entre las vías. No tuvo tiempo de ver la navaja que sacaba uno de los hombres, con la insignia bajo la campera de cuero. Ya no pateaba el bulto, sino que caminaba hacia ella. No tuvo tiempo la mujer de sentir dolor ni tampoco frío; el cabo de la navaja quedó separado de su cuerpo, amortiguado y fatal, entre el vértigo de la piel del tapado y la noche cerrada sobre el río.

 

Gervasio A. Palacios

Patricia Severín

El relato es parte del libro Mamá quiere ver las rosas y otros cuentos, editorial Contexto. Severín tiene publicado además Helada Negra (2016), Muda (2018), La Tigra (2018), entre otros.

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