Huérfanos

domingo 25 de julio de 2021 | 6:00hs.
Huérfanos
Huérfanos

Estaba encadenado a una estaca de hierro. Tenía doce años y comía de un gastado plato de aluminio. Como si tuviera la mente de un niño más pequeño manifestaba cierta regresión. Pero no ostentaba indicios de ser agresivo. Se lo veía muy flaco y sus inquietos ojos asomaban por entre una cabellera sucia que jamás habría sido sometida al filo de una tijera. Hablaba de a monosílabos.

-“Nazareno”, contestó cuando el comisario le preguntó por su nombre.

El pueblo desconocía su existencia. Era evidente que lo criaron a escondidas, a unos metros más lejos del chiquero. El papá de Nazareno era un agricultor como muchos de la picada en la cual residía pero además era conocido por criar lechones para el consumo de la zona. Una de esas mañanas vino con más faena que de costumbre y, además de venderlo a precio regalado a los vecinos, dos carnicerías se quedaron con varias de las reses. A no todos les pareció extraño divisar unos cortes muy distintos al filo del cuchillo: se asimilaban a las magulladuras causadas por un felino de gran porte.

El comisario descartó la posibilidad de un yaguareté. Imaginó que se trataba de un episodio de cuatreros. Con la idea de sorprenderlo en el abigeato, se llevó a un grupo de oficiales en la camioneta y largó el operativo en la chacra del criador de cerdos. Curiosamente no había piara a la vista. Así dieron con Nazareno. Por varios delitos contra la libertad individual, el matarife del campo y sus hijos mayores fueron llevados a la comisaría. Uno de los muchachos gritó bien fuerte desde la ventana enrejada de la camioneta policial: “¡Ahora sos libre, Nazareno!”.

“¡Callate, delincuente!”, le reprendió un policía.

El polvo se levantó tras el paso ligero y desde su interior se escuchó un sapucay de otro de los hermanos apresados por la ley. El comisario escupió al suelo, el gesto comprendido como de autoridad y soberbia. Casi sin pedir permiso al fiscal tomó al niño de un brazo, lo llevó hasta el asiento de atrás de su coche y con las luces de la sirena encendida arribó al hogar de huérfanos “Virgen de Caacupé”.

Le quitaron la hediondez con un buen baño. Recortaron su melena y esas uñas largas con las que se rascaba sin parar. Se dejaba heridas en carne viva, tal vez por alguna sarna. Los raspones de su cuerpo diminuto estremecían, porque eran cicatrices largas y profundas.

-“¿Te pegaron mucho, papito?”, le preguntó la monja que lo bañaba.

Nazareno, que tenía la mirada al piso, levantó la cabeza y sintió un cálido tono maternal que no percibía hace muchos años.

-“No, mamá”, le respondió.

Acicalado como nunca y vistiendo un pijama blanco Nazareno parecía recién bautizado. Ocupó una de las camas cucheta del hogar, situadas en hilera y compartidas por ocho huérfanos, todos con historias de inocencias quebradas, signadas por el abandono y el desamor. Recostados para dormir, prestaron especial atención al recién llegado. Nazareno estaba absorto e ignoró a los demás. Estaba cómodo con su nueva ropa aunque no se adaptó a la suavidad del colchón. Porque al rato prefirió acostarse en el suelo, dejando clavada su mirada al leve claro de luna que entraba por la ventana. Faltaban dos noches para el misterioso designio de su naturaleza. Por eso su sangre drenaba más fuerte por cada una de las decenas de arterias.

Los huérfanos no pudieron sacarle ninguna palabra a Nazareno y se divertían con sorna por la forma puntiaguda de sus orejas.

-“¡Ey, perro. Tomá!”, dijo uno de los niños antes de arrojarle un huesito de pollo. Hubo risas, cuchicheos y una llamada de atención de las monjas. Nazareno estaba ajeno de todo lo que sucedía a su alrededor y había comido muy poco porque apenas sentía el sabor del guiso.

Se mordió accidentalmente la lengua y resultó de su agrado el sabor de su propia sangre.

“¡Perro!”, le dijo un niño otra vez desde un extremo de la mesa. Hubo risitas que Nazareno, otra vez, no le dio ninguna importancia. En el patio se quedó pegado a la pared hasta que se tiró al pasto, se revolcó de un lado a otro y extendió el cuerpo bajo el sol de la tarde. La monja decía “déjenlo que no está bien”. Los huérfanos se reían del “perro” y ya lo llamaban con otros apodos como “firulais” o “el cachorro”.

A la hora del plenilunio de aquella noche todos dormían profundamente. Sutil y sensual, un halo de luna atravesó las nubes, como un velo descorriendo el misterio latente. Atraído por una caricia invisible, Nazareno despertó. Alzó la cabeza y desde el suelo saltó a la cama. Estiró su nuca como oliendo algo en el aire y fue hasta la cabecera de la cama. Quedó quieto, aguardando el hechizo que exhibió la exhibió la plenitud de la luna. En simultáneo, una presión de mil demonios resquebrajó el interior de Nazareno. Comenzaba la mutación dolorosa. Los huérfanos despertaron y con desesperación se agolparon contra la pared, sin saber qué otra cosa hacer más que seguir con la mirada a Nazareno. Es que sus brazos y piernas se extendían como ramas; la piel se ponía gris, poblándose de pelos negros y largos.

Cuando la transformación era irreversible se escuchó su voz de niño inocente, extraviándose en las fauces del animal naciente: “¡atame rápido papá!”. No podía comprender que lo habían separado de su padre, ahora lejos de ahí. Tampoco entendía que sin la estaca de hierro ni la cadena tirante abandonaba sus tiempos de sometimiento y hallaba, en esa noche nueva, una hambruna de muerte distinta a todas las demás. Alertada por el griterío, en camisón y con los cabellos en trenza, una monja acudió al auxilio del cuarto. Ante la horrorosa escena de licantropía se dejó caer de rodillas y aclamó: “¡Madre de Dios, protégenos del diablo!”. Ordenó a los niños tomarse de las manos y orar “por el alma poseída”, justo cuando la alquimia brutal culminaba en Nazareno. Sus hombros estaban ensanchados tres veces más de su tamaño normal y los dedos infantiles eran ahora garfios encarnados. Las pupilas ingenuas se tornaron amarillentas y se extraviaron en lo profundo de oscuras cuencas. Anomalías incisivas brotaban del hocico horrendo, de donde caía una mucosa blanquecina con un aroma detestable, como si se derritiera un cadáver putrefacto.

Merodeó con sus cuatro patas por alrededor de los niños y la mujer que imploraban en círculo por un piadoso y urgente milagro. Se paró en sus patas traseras y una sombra gigantesca se proyectó en la pared blanquecina, dejando salpicones escarlata. Los restos escabrosos que hallaron eran evidencia de que la monja fue devorada de a partes. Sin embargo significaba una espantosa inquietud la desaparición de los ocho niños. Nueve con Nazareno. El comisario fue a la celda para escuchar el increíble relato de su papá. Luego reunió a sus hermanos, de quienes consiguió la misma versión de un niño lobo.

Los hechos que siguieron en los siguientes días cobraron sentido y así decidieron abandonar la búsqueda porque los huérfanos tuvieron un inevitable destino salvaje. Nazareno se llevó a los demás niños no con la intención de comerlos sino de protegerlos. Esa noche furibunda se sació con la religiosa pero en los demás inocentes halló el reflejo de su familia. Entonces, uno a uno, los llevó a un lugar escondido en el monte. Los mordió en sus pescuezos, tal como hacen las lobas al trasladar a sus cachorros a la madriguera. Entonces, aquella maldición les heredó a través de la saliva, dando origen a una progenie impensada. Quizás conscientes de ser una paria, en recovecos impenetrables de la selva más densa, convive la comunidad de esos niños lobo, indomables y temerarios. Porque cuando la luna se sitúa en su cuarto creciente los pueblerinos se encierran y tapian los corrales para evitar ser la presa fácil de esa noche hasta que algún día alguien consiga unas balas de plata y hiera de muerte a la manada.

 

Richar Vera

Inédito. Vera es periodista y locutor. Prepara la publicación de su primer libro de cuentos

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