El arte en las venas

domingo 18 de julio de 2021 | 6:00hs.
El arte en las venas
El arte en las venas

Todos los alumnos se ubicaron prolijamente en los asientos del hemiciclo de la facultad de medicina. Cuando faltaba un minuto para que el reloj marcara las 16 horas del viernes 18 de mayo de 1984, ingresó al recinto el profesor Mario Giacomini. Su guardapolvo era de un blanco impoluto, que contrastaba drásticamente con su desvencijado maletín de cuero marrón, cuyas costuras habían sido recosidas en más de una oportunidad; pero como era un regalo de su madre, aún lo conservaba. Su pelo entrecano e hirsuto le daba un cierto aspecto desaliñado, que no desentonaba con lo desgarbado de su figura. Cada viernes, como lo había hecho durante los últimos veinte años, abría la gran puerta de madera lustrada del aula magna donde daba clases y repetía una especie de ritual, que era por todos harto conocido. Primero sacaba sus libros y los acomodaba sobre el escritorio en una especie de Torre de Pisa, que al igual que aquella, nunca terminaba por caerse. Luego hacía una fila en la que se ubicaban en forma recta: una lapicera, tres tizas y un borrador de felpa que estaba envuelto en un pañuelo arrugado. Una vez que todos sus elementos didácticos estaban alineados, según esa especie de orden cósmico que él mismo determinaba, procedía a ponerse unas gafas redondas con marco de metal, a través de las cuales semblanteaba a su auditórium. Mientras hacía esto, le gustaba arreglarse el bigote, para distribuirlo simétricamente hacia ambos lados, como si se tratara de las agujas de un reloj, que siempre indicaba las diez y diez. Tal era la obsesión que tenía por su mostacho, que muchos colegas se mofaban de él comparándolo con Dalí. Pero a diferencia del genio surrealista, Mario no tenía una Gala con quien compartir su vida. Se definía como un solterón empedernido, pero sin las mañas que se asociaban con ese estado civil. Era profesor titular de la cátedra de anatomía, desde donde se había ganado el respeto de todos aquellos que asistían a sus clases magistrales. Nacido en Florencia, Italia; Mario llegó a la Argentina junto a sus padres a principios de la década del cuarenta, cuando apenas tenía siete años. Desde aquellos días de la infancia, siempre sintió atracción por descubrir los secretos del cuerpo humano. Tal era su obsesión por este tema, que se pasaba largas horas auscultando una vieja muñeca que tenía su hermana, o en el peor de los casos, realizándole una autopsia cuando iba perdiendo sus partes. Con los restos de papel que encontraba en la casa improvisaba recetas, en las que garabateaba cosas inentendibles, cuando aún no sabía ni siquiera escribir. Fue un alumno prodigio que siempre obtuvo las mejores calificaciones, lo que le permitió recibirse de médico con tan solo 20 años. Si bien trabajaba en diferentes hospitales de la ciudad de Buenos Aires, su verdadera pasión era la docencia. Por ello, apenas pudo concursó para ser docente titular y desde ese espacio armó una especie de “trinchera del saber” como solía referirse a su cátedra. Los alumnos que asistían a las clases del profesor Giacomini, sabían que las mismas podían ser calificadas con múltiples epítetos, menos de aburridas. Cada vez que se paraba frente a sus estudiantes, lanzaba con voz ronca una consigna que parecía inspirada en una novela policial, más que en una lección de anatomía. Ese viernes en particular desorientó a todos cuando de manera lacónica balbuceó:

-¿Qué particularidad anatómica tiene el David de Miguel Ángel?

Sus futuros colegas se miraban entre sí, buscando que algún iluminado tuviera la respuesta. El silencio se apoderó de la sala durante varios minutos que parecieron una eternidad. Mientras algunos trataban de esquivar la mirada atenta del profesor, otros hurgaban infructuosamente en los apuntes de la clase anterior, como si en ellos fueran a encontrar una especie de epifanía de último momento. Cuando la pausa sonora ya se había tornado incómoda, desde el fondo una voz mortecina espetó:

-¿Nos puede dar algún otro dato profesor?

Mario se tomó la barbilla, masajeándola parsimoniosamente por algunos instantes, para luego conectar un proyector que estaba al costado de su escritorio, después de sacarle la polvorienta funda que lo cubría. De su maletín extrajo decenas de diapositivas que miró individualmente a contraluz, seleccionando solamente algunas de ellas. Las mismas fueron acomodadas prolijamente en el carretel de plástico que tenía el aparato, en una secuencia que no estuvo librada al azar. Cuando el salón quedó a oscuras, un haz de luz lo atravesó, proyectando la primera imagen que había sido elegida por el profesor. En ella se observaba la escultura del David de Miguel Ángel en un plano general, que permitía contemplarla en todo su esplendor. La obra de más de cinco metros de altura y con un peso que superaba las cinco toneladas de mármol de Carrara, irradiaba un tinte albo que intimidaba los ojos que se posaban en ella. Era difícil pensar que tan formidable pieza hubiera sido esculpida a cincel en tan solo cuatro años, a partir de algunos bocetos y modelos de terracota en pequeña escala. Allí, frente a la clase, estaba la escultura errante símbolo del Renacimiento que pasó por una catedral primero y por una plaza después, hasta que finalmente hizo pie en una galería florentina. A esa primera imagen le sucedieron otras que hacían foco en la cabeza, tronco y extremidades abarcando diferentes planos. Tal era la minuciosidad que contenían las fotografías, que los alumnos podían apreciar los detalles más insignificantes de cada una las partes en las que se divide el cuerpo humano. Ojos, pómulos, cuello, manos, glúteos y pantorrillas iban apareciendo frente a las miradas turbadas de los circunstanciales espectadores. La lentitud con la que pasaban las filminas, se acompasaba con el pendular de las cabezas de los estudiantes que seguían la proyección con total desconcierto. Cuando se presentó la última figura, habían transcurrido más de cincuenta minutos. Las luces se encendieron nuevamente y el profesor dirigiéndose a sus alumnos insistió con la pregunta:

-¿Qué particularidad relacionada con nuestra materia encontraron en la obra?

Esteban Almada, un alumno de aspecto esmirriado que siempre se sentaba en la primera fila, levantó tímidamente la mano pidiendo la palabra.

-Para mí hay una desproporción de la cabeza respecto al torso y de la mano derecha en relación al resto del cuerpo.

Mientras Almada esbozaba su explicación, varios de sus compañeros median las palmas de sus manos respecto de sus propias cabezas, como para certificar su teoría. Cuando el murmullo iba in crescendo, el profesor mirando al alumno respondió:

-Su observación es acertada, pero en realidad estamos ante una cuestión de carácter artístico donde puede existir este tipo de licencias, sujetas a múltiples interpretaciones. Por ejemplo, esas desproporciones podrían haber sido realizadas adrede por el artista, para compensar la visual desde abajo o por una cuestión más sutil vinculada al temperamento que necesitaba David para ganar la batalla contra Goliat. Pero todas estas especulaciones entran en el campo de las conjeturas, más que en cuestiones estrictamente científicas.

Además de su pasión por la medicina, Giacomini era un amante del arte. Esta pasión se la había inculcado involuntariamente su padre, a partir de las visitas dominicales que realizaban en familia a diferentes iglesias y museos en Florencia. Allí se embriagó de la belleza renacentista, cuyo recuerdo lo acompañaría durante toda la vida. Antes de emprender su viaje a América, pasaba largas horas en su casa natal amasando figuritas de barro que luego secaba al sol, emulando cierto atisbo de divinidad creadora. En algún momento de su adolescencia, estando ya en Argentina, dudó entre el cincel o el bisturí, decidiéndose finalmente por este último. Pero se prometió que aquella decisión no sería un obstáculo para recurrir al arte cada vez que pudiera. Y a lo largo de sus dos décadas como docente en la facultad de medicina, nunca se olvidó de ese voto que se había hecho. Por ello no resultaba extraño, que cada vez que la ocasión lo ameritara, conjugara sus dos amores.

Ubicado en el sector izquierdo de las gradas, Isaac Goldstein pensaba si debía hacer la pregunta que tuvo en mente desde que había visto la primera figura. Quién más que él, tenía la autoridad para formular ese interrogante, si al fin y al cabo, hasta tenía el mismo nombre del hijo de Abraham, patriarca con el que se había iniciado la tradición que estaba a punto de indicar. Entonces, parándose frente a todos y buscando que su frase tuviera cierta enjundia sentenció:

-El David no estácircuncidadoa pesar de ser judío, lo que sería una contradicción desde el punto de vista de laley hebraica.

Las murmuraciones de sus compañeros fueron inmediatas, aunque él permaneció impertérrito hasta que el profesor le indicó que se sentara nuevamente.

-Esta aparente incongruencia ha sido explicada por algunos historiadores de arte, en función de la visión que tenía el Renacimiento sobre el ser humano. La misma estaba menos ligada a la religión y más vinculada con los valores de la belleza, equilibrio y ponderación del hombre. La observación realizada por Isaac es correcta, no obstante quiero que todos piensen en alguna cuestión más vinculada a ciertas condiciones anatómicas que puedan mostrar algo más profundo y menos evidente.

Esta última frase desalentó a varios estudiantes que se pasaban papelitos por lo bajo, preguntado por el tamaño del miembro viril o por una potencial hernia testicular de la estatua.

Inés Echeverría, una de las mejores alumnas de la clase, iba tachando en su cuaderno las cinco preguntas que se le habían ocurrido, por considerar que no le hacían justicia a su intelecto. Antes de preguntar sandeces, prefirió ir por algo más seguro e intentó repreguntar:

-¿Existen otras obras de Miguel Ángel, donde esta característica anatómica esté presente o ausente?

Mario se alegró por la inquietud de la alumna, porque pensó que finalmente esa especie de mayéutica invertida podría rendir algún fruto. Antes de responder hurgó nuevamente en su maletín durante algunos segundos, sacando dos diapositivas que proyectó una vez que el salón se oscureció nuevamente. En la primera aparecía Moisés y en la otra La Piedad.

_Sí, en estas dos -respondió intrigante.

Adrede había escogido dos imágenes que deliberadamente hacían foco en la parte superior de aquellas esculturas. Pensó que limitándoles el área de observación, sus alumnos podrían hallar la respuesta. Nuevamente los ojos de todos los estudiantes de la clase se posaron sobre aquellas esculturas, pero por más que hicieron ejercicios imaginativos, los esfuerzos fueron vanos.

_Nos rendimos, profesor -dijo en forma coral un grupúsculo situado en la franja inferior del salón.

Mario pensó en esa última frase de sus alumnos e inmediatamente no puedo dejar de asociar aquella claudicación cognitiva, como la antítesis misma del espíritu de los personajes que había presentado. Cuando faltaban dos minutos para que el reloj marcara las 18 horas, el profesor Giacomini decidió revelar el misterio.

-Recientes publicaciones especializadas indican que Miguel Ángel plasmó en David, un detalle anatómico un siglo antes de que fuera descubierto por la ciencia médica. La vena yugular que se extiende desde la parte superior del torso hasta el cuello, generalmente no se puede divisar. Pero en su obra está claramente distendida y se exterioriza por encima de la clavícula, lo que nos indica la excitación que tendría David por luchar contra Goliat. Esta característica se repite nuevamente en la escultura de Moisés, que se muestra iracundo al bajar del Sinaí al ver la traición de su pueblo idólatra. En contraposición con estas dos esculturas, no podemos observarla yugular del Jesús fallecido, que yace en el regazo de su madre en la Piedad, porque la vena no está distendida y en consecuencia no resulta visible. Estos pormenores evidencian el gran poder de observación que tenía el autor renacentista y su corrección anatómica al momento de crear sus obras.

Sin poder salir de su asombro, los alumnos miraban perplejos al profesor, mientras que a lo lejos se escuchaba el timbre que marcaba el final de la clase. Mario Giacomini comenzó a guardar sus cosas en el mismo orden en el que antes las había sacado. Mientras sus alumnos dejaban el salón vacío, recordó que ese viernes 18 de mayo se cumplían exactamente cuatrocientos ochenta años desde que el David había sido emplazado por primera vez en su Florencia natal, y por algunos instantes fantaseó con la idea de que al igual que Miguel Ángel, él también llevaba el arte en las venas.

 

Marcelo Horacio Dacher

2° Premio categoría cuento en el “II Concurso Literario Internacional – Premio Provincia del Chaco 2021 – Literatura y Escultura”. Dacher reside en Leandro N Alem, es realizador de documentales.

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