Anécdotas de Don Cacho

Doctor guaú

domingo 11 de julio de 2021 | 6:00hs.
Doctor guaú
Doctor guaú

Tras un último infarto fallece mi padre. En aquel tiempo, 1959, hablar por teléfono a larga distancia era un quebranto: “condicional por líneas mal”, era la respuesta automática y la demora era un misterio; muchas horas por lo general. Una tarde en Corrientes volvía a casa y suena el teléfono: “le van hablar de larga distancia”, dice la operadora, “pero se lo voy a transmitir yo porque las líneas están mal… su padre sufrió un infarto y está muy grave”, por esas raras cosas de la época escuchaba a mi tío Alfonso Arrechea quien le decía a la operadora, “dígale que está grave, pero ya falleció”. Fue el dolor de la muerte en directo, nunca antes;  la muerte era para mí la de los otros. No me entraba en la cabeza que a mi viejo  no lo iba a ver más. Y hasta llegué a pensar que no podía ser que era para siempre, que en algún momento, no sé cómo, ni cuándo ni con qué magia, pero el viejo volvía de alguna manera. Me equivoqué, la muerte tenía razón, siempre le gana a la vida.

La experiencia bastó, volví a Buenos Aires a acompañar a mi madre; decisión que tomé casi sin pensar y sin dudar. No podía volver a esperar una llamada tan dolorosa.

Atrás quedaron cuatro años muy intensos, de mucho aprendizaje, de un arraigo histórico que desconocía y un firme  noviazgo (carta va, carta viene, carta va, carta no viene, carta viene carta no va…la distancia le fue torciendo el brazo al amor…).

Alumno de la Facultad de Medicina de la UBA, perdí en el pase algunas materias que tuve que recusar pero metido de lleno en el estudio no tarde en recibirme sin perder un año. En la Capital me reencontré con mi viejo y querido amigo, Cacho Fernández de Oliveira (en algún momento castellanizaron el apellido por Olivera y en tiempo cercano descatellanizaron  volviendo al portugués), devenido a Luis en Baires, estudiaba Derecho en la UBA.

Instalado en Buenos Aires, Luis/Cacho cué tenía una novia… y la novia, amigas. Me dice te las voy a presentar, pero ojo que ya les dije que estabas de novio en Corrientes, a no joder. Y así fue, me invitan a una fiesta y ahí voy con mi mejor pinta; “que tal, que tal, así que vos sos el amigo, encantado mucho gusto”, cuando se acabaron los saludos veo una chica que me encantó y la invito a bailar. Sus primeras palabras fueron, “Así que vos sos el amigo de Luis, nos contó que estás de novio en Corrientes”. Decir me encantó no abarca el sentimiento inmediato que despertó en mí,  y con aplomo, como si el futuro fuese esa misma noche, las segundas palabras fueron “sí, estaba, pero nos distanciamos…“

Una mentira de necesidad  y de urgencia, sin maldad ni picardía fue el punto de partida de una relación que duraría toda la vida.

El amor finalmente levantó vuelo desde mil kilómetros y anidó en Buenos Aires. Cuando el corazón manda, razones abstenerse. Sólo hacen falta dos. Por qué otras veces no y esta vez sí, porque así es la vida.

(Al cumplir los 85 años de edad los hijos me hicieron un festejo sorpresa. A los postres decidí hablar y dije con sincera emoción: “Si volviese a vivir, elegiría mi misma mujer, los mismo hijos, sus mismas parejas, los mismos nietos, los mismos amigos… y sería del mismo partido, la UCR”. Sonaron los aplausos, se me anudó la garganta y se soltó la música… “Viejooo… mi querido viejooo…”). 

Además de estudiar y decidido a recibirme, tuve mínimas incursiones en política: fiscal de mesa  y a lo sumo concurrir a algún acto, pero hay uno que nunca olvidé.  El acto de cierre en el Luna Park de la campaña a presidente de Arturo Íllia en el 63 y el escuchar en el cierre a Ricardo Balbín: estadio lleno,  el líder con la mano izquierda toma el micrófono, la derecha cuelga de un bolsillo, automáticamente todos cerramos las bocas y abrimos los oídos como si se hubiese bajado una palanca que indicaba callarse. Silencio absoluto y el corazón atento. Balbín recorre con la mirada las tribunas apiñadas y mudas envueltas en la sensación de triunfo y con voz de madera irrumpe. “Valía la pena esperar tanto tiempo…!”, y explota el Luna. Miles de gargantas se abrazan en un estruendo, las lágrimas recorren mejillas, las banderas rojas y blancas dibujan un ocho en el aire, vuelan como palomas las boinas blancas y el resto ya no importó más nada…era un radicalismo que venía por décadas de un ostracismo forzoso; los radicales volvíamos a ser gobierno después de 33 años cuando tumbaron a Hipólito Irigoyen. Y así fue, en  Illia Presidente, el mejor por mucho, derrocado por muy bueno.

Política y estudio aparte hice buen entrenamiento quirúrgico como practicante en el Sanatorio Metalúrgico en tiempos de Vandor y en la Asistencia Pública de la Ciudad de Buenos Aires en tiempos de Guido.

Pero la ex Asistencia Pública necesita un párrafo aparte. Estaba en el foco neurálgico de la Ciudad, de Constitución a Retiro y del Bajo a Pueyrredón su radio. Abarcaba de día el mundo laboral y por la noche el submundo increíble de una gran ciudad: artistas, noctámbulos, prostitutas, cafiolos, drogadictos (morfina en aquel tiempo), gente abrumada de soledad y toda la fauna imaginable y no imaginable… Yo era de la Guardia de los sábados, entrabamos los viernes a las 10 de la noche y salíamos al día siguiente a la misma hora. Constaba de un Cirujano (muy bueno) un Practicante “Mayor”, uno “Menor” y la perrada (en ese estamento figuraba eu). Ninguno de los practicantes era médico, salvo el Cirujano pero sí, todos “doctores”. Había una guardia paralela de Médicos de poca monta que iban por el sueldo. El muy intenso trabajo quedaba en manos de los “doctores” truchos.

En mi primer día ya recibí un mensaje de obediencia debida: “mirá, pibe, acá con los jefes, las pilchas y las minas, no se jode”. Y así nomáera. También los terroríficos “bautismos”, de que todo ingresante no se salvaba y final de la tortura…ya pertenecías a la guardia.

Un episodio siempre recordado fue el bombardeo a Plaza de Mayo. Multitud de cadáveres fueron depositados en el patio de la Asistencia Pública nos contaban las viejas enfermeras mientras tomaban mate, yerba con café, en una tacita de lata con más oreja que contenido. Mi primera salida de auxilio a domicilio fue de mucha ansiedad. Te toca a vos, misionero, “y escuchá, si el tipo no puede respirar es un asma, vos le hacés aminofilina: si zafa era, si se muere, era otra cosa”. (Só pra quebrantá, a la menor duda se lo cargaba en la ambulancia).

Mi debut fue sin estrés, el paciente cuando llegué…ya estaba muerto: un hombre desnudo tirado en un living con la cabeza destrozada y un taxiboy, el autor, encerrado en el baño. Algún vecino escuchó el barullo y llamó, policía y ambulancia meta sirena llegamos al unísono. Dimos la media vuelta por tratarse de un caso policial y a la Central sin estrépito. Con el tiempo fui ascendiendo; ayudaba cirugía, realicé mi primer apéndice y me hice “especialista” en intentos de suicidios. Estaba de moda en aquel tiempo tomarse barbitúricos. El tratamiento era intubar con una sonda y hacer un lavaje de estómago.  Me llamaba el doctor “manguerita”. La inmensa mayoría de los casos era un modo de llamar la atención con un destinatario/a específico.

En una oportunidad trajeron al dueño de Suixtil, empresa de prendas de vestir. Se quiso matar en serio. De modo que fue muy peleado pero zafó. Como premio al “doctor” me llevaron a la empresa a elegir una prenda. Yo andaba necesitado de sobretodo, pero me rumbearon para los ambos y ahí anclé. Salí con traje nuevo y el orgullo de haber “salvado una vida” (que duró poco, leí a los dos o tres meses que don Suixtil se ahorcó en su propia oficina y con él murió mi esperanza del sobretodo en un segundo intento) También hacíamos “domicilio” en la Villa 21 de Retiro; en realidad la que hacía domicilio era la camilla. En el ingreso esperaban los familiares y llevaban la camilla y traían al enfermo en caso de que la camilla volviera…

De la Asistencia recuerdo un episodio que hizo historia: “Gobernaba”, José M. Guido. Pero el poder de los militares. Era un sábado de septiembre de 1962; después del almuerzo, se daba una pausa. Esa tarde no hubo pausa, a los postres se presenta un administrativo diciendo que se había armado una “podrida” entre militares y había un llamado por herido de bala en la avenida 9 de Julio y que los médicos (los auténticos) se negaban a salir. Se hizo un silencio y quedó flotando la cuestión… pero como nunca falta un loco, el loco Pasman dijo apuntándome a mí: “vamos, misionero, no te cagues”, y el menos loco agarró viaje. Nos subimos a la ambulancia con un chofer muy mal dispuesto que de entrada espetó “déjense de joder, doctores, le damos un fierrazo a alguno y lo yevamos y listo, yo tengo familia”. No hubo asentimiento y seguimos. A las pocas cuadras vemos un tipo en el cordón de la vereda agarrándose la pierna. Nada de bala, sí un golpe y pero se negó a subir a la ambulancia.

El chofer consintió continuar buscando pero no directo al foco de la batalla en Plaza Constitución. Entonces enfilamos a marcha lenta por la avenida 9 de Julio, cuando vemos a lo lejos un avión  largarse en picada, humo subiendo al cielo y luego una gran explosión. El loco Pasman quedó cuerdo y yo casi me paso al bando del chofer. Una bala todavía… pero con bombas ya es muy a lo bruto. No arrugamos pero cambiamos la dirección apuntando a la retaguardia de la Plaza. En cada esquina asomábamos la nariz…y nada. Otra y nada.  El primer encuentro fue con un camión lleno de “colimbas” y uno vomitando desde la tapa trasera. Es posible que el miedo sea contagioso o engendre lo opuesto; a los tres nos dio por ese lado y al toque nos pusimos en condiciones de buscar y salvar heridos (no vimos ninguno).

El segundo encuentro fueron unos atrincherados en una esquina con el miedo en la cara, les preguntamos si querían algo y nos pidieron que les digamos a otro grupo que estaban en la otra cuadra que eran del mismo bando y que no disparen. En esa etapa ya pasamos a modo valiente y mediadores y llevamos el mensaje como quien iba a comprar una pizza en ambulancia (cosa muy frecuente).

Cumplido el encargo rumbeamos a la plaza dando algunos rodeos prudentes en medio de un silencio que nada tiene que ver con un combate. Finalmente asomamos hocico y  pareció la plaza… ni soldados, ni heridos, ni tanques, ni fusiles, ni bombas; la plaza solitaria sin guerra. Como si fuese la imagen de una película cómica italiana, encontramos un señor en un banco leyendo el diario como si nada. Para nosotros la “guerra” había concluido. “Regreso sin gloria“. Después leí que una  señora que subió a la terraza a ver murió ametrallada. Daño colateral, dirían los marines.

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